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A esta hora se improvisa

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Silencio. Si tuviera que definir el confinamiento en una sola palabra sería eso, silencio. Un gran e inquietante silencio. Desde luego es un silencio que no está dentro de nuestras casas donde estamos rodeados de personas o aparatos ruidosos que, para bien y para mal, nos ayudan a soportar el encierro, la obligatoriedad del encierro. Ese silencio estremecedor viene del exterior, un espacio que ya no está dominado por vehículos ni personas sino que por un gigantesco vacío. Aunque desde la ventana del departamento donde vivo todavía puedo ver y escuchar el murmullo de un sinfín de irreflexivos trotadores amateurs y paseadores de bebes (¿acaso es necesario arriesgar la vida de todo el mundo para mantenerse en forma o divertirse empujando el coche de un pequeño que no camina ni comprende el desastre que lo rodea?), nunca había sentido tanto silencio en una ciudad. Me recuerda al silencio que siguió al terremoto del 2010 en Santiago o a los atentados del 2015 acá en París que nos dejó mudos de miedo. Pero ambos hechos tenían un denominador común: tras la estupefacción inicial y la incertidumbre y el horror que prosiguió en los días posteriores, teníamos la sensación de que la tragedia mayor ya había ocurrido. El coronavirus, en cambio, cobra víctimas tan rápido y con tanta pericia, que la tragedia, para el 99% de los países que la están sufriendo, no hace más que crecer.


Y es que tanto en Chile como en Francia o el mundo entero, todos improvisan frente al coronavirus. No hay un camino pre diseñado para enfrentarlo

«Estamos en guerra», repitió varias veces Emmanuel Macron en la alocución donde anunció el confinamiento, pero donde jamás pronunció esa palabra, remarcando el tono prudente y estoico del gobierno francés cuando se decretaban medidas cada vez más coercitivas para que resultasen menos intimidantes que la misma epidemia. Dicho de otro modo, Macron fue dosificando las palabras y los tiempos, marcando las urgencias sin histrionismo para no generar pánico en la población. Hasta cierto punto lo logró demasiado bien, tanto, que el día de las elecciones municipales (cuando el confinamiento todavía era una «sugerencia»), los miles de franceses que no fueron a votar no se quedaron en casa para protegerse como se pensó, al contrario, repletaron los parques aprovechando los rayos de un sol casi primaveral. Y es que al igual que esos insensatos que veo desfilar bajo mi ventana, hay muchos franceses que todavía se sienten invulnerables a la enfermedad.

¿Pero lo ha hecho bien Macron? Es difícil decirlo porque para esta «guerra» no existe un manual de combate. Al menos ninguno que sea infalible. La cantidad de muertos y contaminados sube exponencialmente aquí tanto como en el resto de Europa. Todavía no se vive el caos de Italia o España, pero nada indica que eso no necesariamente vaya a ocurrir, ni que la curva baje o se estabilice. El acierto, sin embargo, es que aún en medio de la críticas (especialmente por las carencias hospitalarias para la protección de los trabajadores de la salud), el gobierno tiene –o aparenta tener- el control de la situación. Y digo «aparenta» porque, en estos momentos, no sólo son importantes las medidas que se tomen, sino la forma en que dictaminen o se lleven a cabo; cómo se vean, en síntesis. Porque la política no es únicamente el resorte ideológico del poder o un tema de gestión administrativa, también es un problema estético. Mientras desconozcamos qué disposición es mejor para cada etapa de la epidemia –por más ignorantes que seamos en la materia, todos tenemos una opinión (y los expertos también, por cierto)-, la imagen y la legitimidad de quien está a cargo para que las medidas sean aceptadas, son claves.

Justamente, pensando en Chile, ese es el problema del gobierno de Piñera: tiene la peor imagen posible y una legitimidad por los suelos. Y por eso cada medida que tome, será cuestionada por su premura o tardanza, por su lasitud o exageración, por déspota o pusilánime. Cuando todavía se desconocía los alcances del coronavirus en Chile, el ministro Jaime Mañalich dijo que el contagio seguramente afectaría la convocatoria al plebiscito del 26 de abril. Esa declaración, que en su minuto pareció una de las tantas estratagemas de la derecha para bajar el referéndum (y quizás lo fue), hoy puede mirarse como un razonamiento lógico, como una anticipación coherente con la realidad de la propagación del virus. El problema es que Mañalich –si es que lo dijo profesionalmente hablando como médico y un responsable ministro de Salud- no tenía el peso, la confianza o la credibilidad para convencer a la ciudadanía de que se trataba de una legítima preocupación por los efectos políticos de la epidemia y no de una torpe argucia disuasiva. Además, le falló el «timing». En estas circunstancias, el «qué» y el «cómo» se dice, es tan importante como el «cuándo» se dice. Por eso sus burlas a quienes pensaban que era necesaria una cuarentena total –determinación que prácticamente tuvo que adoptar apenas terminó de mofarse-, no tenían ningún sentido. Acá en Francia, que ya vivimos el contagio en su apogeo, nadie sabe a ciencia cierta si las medidas se tomaron en el minuto adecuado o si fueron suficientes.

La radical diferencia con Chile es que hay una confianza instalada en la autoridad. No es que Macron sea un gran estadista ni que cuente con un enorme respaldo popular (la primera vuelta de las elecciones municipales, realizada tres días antes del confinamiento, su partido obtuvo una baja votación), simplemente, la institucionalidad presidencial es sólida. Piñera, en cambio, tiene su capital destruido y, por lo tanto, sea cual sea la decisión que tome, se dudará de su eficacia o de los motivos que la suscitaron (su pasado lo condena). En ese sentido, convocar a la llamada «mesa social» fue la primera respuesta inteligente entre todas las contradicciones del gobierno. No sólo permite articular un frente común ante la epidemia (lo que les permitirá mejorar las herramientas para combatirla), también, en términos políticos, compartirá los costos de los errores inevitables que se cometerán. Es más que probable que Piñera pensaba que vencer al coronavirus era una oportunidad para revertir su hundimiento, mostrando un salvataje al estilo de «Los 33» (de ahí su arrogancia de anticipar que Chile está más preparado que Italia o repetir los supuestos halagos de la Organización Mundial de la Salud). Sin embargo, sólo el descubrimiento de una vacuna o una pócima milagrosa made in Chile podría darle un «éxito» de esa dimensión. Porque si algo ha caracterizado esta epidemia, es que si se le gana sin dar un golpe maestro que la liquide, será una victoria con demasiadas víctimas que justificar. Si cabe la menor sospecha que cualquiera de esas muertes pudo evitarse, Piñera no podrá anotarse ningún triunfo. Y en el caso chileno, eso ocurrirá irremediablemente. Porque lo que provocó el estallido social de octubre, es un sistema que acogota y mata lentamente a las personas sin la ayuda de una pandemia. Si le sumamos un virus agresivo y veloz, el cóctel es explosivo, y es posible que termine por estallar, otra vez.

Curiosamente, la última película que vi en una sala de cine antes de encerrarme con mi familia, fue la notable «Vivarium», de Lorcan Finnegan. Trata de una joven pareja que quiere tener su vivienda propia y cae en las redes de una extraña compañía inmobiliaria que promociona un nuevo y aún desierto barrio residencial de casas verdes idénticas donde quedan encerrados sin encontrar salida para regresar a la ciudad. No les queda más remedio que cobijarse en la casa piloto en el número 9 (que vaya coincidencia, es el número del edificio donde vivo). «Nunca escuché este tipo de silencio» dice perturbada la mujer en la primera noche que pasan allí, en el inicio de su pesadilla. El vacío tiene ese silencio que aterra. Pero en estos días de confinamiento, ningún sonido es más temible que las sirenas de las ambulancias que quiebran esa muda monotonía y que cada vez parecen estar más cerca. Y es que tanto en Chile como en Francia o el mundo entero, todos improvisan frente al coronavirus. No hay un camino pre diseñado para enfrentarlo, y la magnitud de su expansión, que ha determinado que un tercio de la humanidad se quede en casa, es una demostración tangible de la indefensión ante su amenaza, cuya última y simplísima defensa es refugiarnos bajo las sábanas como un niño asustado ocultándose de los monstruos de la oscuridad.

TAGS: #Coronavirus #Pandemia #SebastiánPiñera salu

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