Ocurre constantemente. Lo más común es en verano, durante las vacaciones que desperdigan decenas, cientos, miles de visitantes por cada palmo de suelo del país. Fenómeno del cual no escapa, por cierto, Aysén.
Son los visitantes que dejan su cotidianeidad para empaparse de nuevas costumbres, paisajes, culturas. Vivir experiencias que se alejen, muchas veces años luz, de las propias.
Es el turismo, que los habitantes locales ven como una oportunidad para obtener ingresos, pero en múltiples casos también para lograrlo cuidando sus ecosistemas, actividades tradicionales, identidad. Una que, a veces, colisiona con la mochila del visitante.
En un enfoque de sustentabilidad, administrar tal tensión es necesario.
Alguna vez un ex intendente de Aysén lanzó la siguiente frase en un panel televisivo luego de exponer sobre desarrollo económico local, el rol de las actividades tradicionales, producción alimentaria fuera de procesos industriales a gran escala, autogeneración energética: “Bien Patricio, pero no creerás que podremos todos vivir de vender mermelada y pan amasado”.La sencilla idea es que se consideren como primera opción, alternativas tan serias como las otras que se han impuesto en siglos de colonización mental. Es incorporar esta reflexión como una variable más, legítima, a la cazuela del comportamiento individual y social. ¿No es así que se cambian los paradigmas?
Apartando el sentido peyorativo de la frase, interesante es comprender cierto sentido común que hace a muchos y muchas resistirse a los cambios fundamentales para mitigar en alguna medida el impacto humano sobre el planeta y el arrase de las economías locales. Eso, siempre y cuando concordemos en la gravedad de la crisis actual, porque si no es así y estimamos, como Donald Trump, que todo es un invento y la estamos haciendo del uno, mejor poner aquí punto final a esta reflexión.
Ese sentido común aparece cuando recibimos al visitante y las callampas del bosque vecino secándose en la zaranda sobre la estufa a leña las encuentra como algo “simpático” y usar ropa y utensilios remendados, porque siguen siendo útiles aunque no tan modernamente atractivos, “desprolijidad”.
O cuando uno dice que no existen los días feos ni bonitos, ni que estos se arreglan cuando despeja porque en realidad los ciclos climáticos son la naturaleza creando vida. Cuando se dice aquello no se está siendo naif. Tampoco al plantear el decrecimiento como una opción de sociedad sustentable. Menos aún cuando se potencia el trueque antes que el intercambio monetario.
No lo es pensar en primer lugar en medios que demanden menos energía: un serrucho, en la medida de las posibilidades, antes que la sierra eléctrica. Los negawatts -no generación, ahorro, modelo no energívoro- como la mejor opción.
No, estas ideas y acciones no son pintorescas ni folclóricas. Son fruto, en oportunidades, de un sabiduría urgente y de una profunda conciencia política sobre los cambios necesarios, esenciales, precisos de impulsar. Ellos y ellas no están jugando allá afuera. O sí, lo están, porque aman y colman de satisfacción lo que hacen, pero así también están construyendo un mundo distinto. Intentando levantar uno mejor.
Como cuando alguien decide usar la bicicleta como su principal medio de transporte y no solo como paseo de fin de semana o para mantener la figura. O si en un departamento alguien decide cultivar una parte de sus propios alimentos, en algo que la FAO define como agricultura urbana y periurbana.
No es que estas opciones sean únicas y excluyentes. Tampoco llaman a dejar de prender un fósforo para no emitir CO2 o bañarse diariamente con agua fría en el invierno patagón. La sencilla idea es que se consideren como primera opción, alternativas tan serias como las otras que se han impuesto en siglos de colonización mental. Es incorporar esta reflexión como una variable más, legítima, a la cazuela del comportamiento individual y social. ¿No es así que se cambian los paradigmas?
La revolución cognitiva hace 70 mil años, agrícola hace 12 mil, científica hace 500 e industrial hace 200, han demostrado que como especie hemos llegado a tal nivel de intervención global y local que estamos atentando contra la más importante fábrica que puede existir: la naturaleza, que durante 3.800 millones de años ha fabricado vida.
Seguir haciendo las cosas como hasta hoy sí que es ingenuidad.
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