Aunque fui criado en Iquique, donde la naturaleza no desborda por doquier como en el austro rural donde hoy habito, y el rico y biodiverso mar es visto principalmente como una despensa, en aquella época ya tenía presente la peyorativa connotación en el uso de la palabra huaso. Incluso en sus derivaciones lingüísticas huasamaco, huasteco. No aludía quien recurrentemente la utilizaba a la persona hija del campo profundo, cobijo de tradiciones, sino a alguien iletrado, no urbano, de modales toscos. Y así, palabras como chacrear, rústico y pueblerino dan cuenta del sentido poco aspirable que tiene la vida asociada al agro, en el caso de Chile.
Tanto es así que un buen día, conversando con un recién avecindado en Aysén sobre los impactos del cambio climático en la vida de las personas, obtuve la siguiente respuesta tras señalar que los más afectados son los grupos más vulnerables: “No creo que eso sea así, los campesinos pueden adaptarse muy bien a estos fenómenos” fue su respuesta. Más allá de lo debatible del punto, llamó mi atención el vínculo automático de dos ideas: “vulnerable” con “vida en el campo”.
Este ejemplo da cuenta de cómo nuestra cultura (y en este caso el léxico nacional, en el que se asimila urbanidad a buenas costumbres) ha dado la espalda a una de las actividades más necesarias que puede albergar una comunidad. La de producir alimentos.Si los campesinos, esos que no siguen los pasos de la gran agroindustria y que prefieren cultivar el suelo a pequeña escala, para sus propias comunidades, con amor y salud, son quienes mantienen vivo ese ideal, ¿no habrá llegado la hora de instalarlos en un pedestal?
Explorar para conocer la biodiversidad, meter las manos en la tierra, ver cómo una semilla extiende sus raíces bajo el suelo buscando agua, nutrientes, para transformarse en la verde vida que es el sustento de nuestra existencia, es esencial.
Hay lugares imposibles y esos no están particularmente en las praderas, orillas de lagos, lagunas y ríos, valles, bosques. Las ciudades han sido un aporte, claro está, pero la hipertrofia a la que se ha llegado, prescindiendo de nociones como resiliencia o capacidad de carga de los ecosistemas, ha transformado algunas urbes en inviables. Y no solo por el impacto de la ultra concentración humana sino además por el efecto sicológico, social y político que tiene vivir constantemente apartado de lo natural.
La forma en que vemos a quienes trabajan la tierra, particularmente a aquellos y aquellas que lo han hecho toda una vida y que en algunos casos hoy están tan cansados por erróneas políticas públicas, requiere de un cambio. Uno que apunte al respeto por quien desempeña una actividad tan dedicada, delicada, amable y necesaria como es dar vida y nutrir. Y más aún cuando lo hace fluyendo con los ciclos de la naturaleza, sin dañar el agua, el aire ni el suelo, e incluso regenerando este último. Porque, como recientemente me iluminara un amigo huertero, “la única fuente de energía conocida infinita a escala humana es la del sol, y el suelo es el organismo terrestre que hace posible la fotosíntesis, que sustenta toda la vida en el planeta”. Mal que mal en esta plataforma vital se produce directa e indirectamente, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, el 95% del total de los alimentos que consumimos los seres humanos.
Saber esto convierte en preocupantes las últimas informaciones sobre el efecto del modelo industrial y de artificialización global en que estamos empeñados desde hace centurias.
“Científicos alertan de menos lugares para cultivar alimentos, agua de peor calidad y más migraciones” nos advierten desde la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas, integrada por 129 países y que está preparando el primer informe sobre el estado de los suelos a nivel mundial. Este organismo también anunció que nos acercamos a la primera extinción masiva de especies causada directamente por el ser humano, es decir, por el cambio climático y la sobreexplotación de los recursos naturales y daños a la biodiversidad.
Es el sino de nuestra historia. Boicotear, por aire, mar y tierra, la más importante fábrica del planeta que es la naturaleza. La fábrica de la vida. Si los campesinos, esos que no siguen los pasos de la gran agroindustria y que prefieren cultivar el suelo a pequeña escala, para sus propias comunidades, con amor y salud, son quienes mantienen vivo ese ideal, ¿no habrá llegado la hora de instalarlos en un pedestal?
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