Cuando el 29 de noviembre se inició la cumbre de Cancún sobre el Cambio Climático, ya circulaba con ironía el calificativo de "Can-can’t", el encuentro del "No Puedo”. En octubre, Ahmed Djoghlaf, secretario ejecutivo de la Convención de Biodiversidad, al inaugurar en Japón esa otra trascendental reunión, en una sincera alocución se lamentó: “Tengamos el coraje de mirar a nuestros hijos a los ojos y admitir que fracasamos en cumplir la promesa de reducir la pérdida de especies para el 2010.” Pues así vamos, de fracaso en fracaso o a una lentitud pasmosa, pese a la urgencia. De que otro modo entonces, sino con tristeza, podemos mirar a nuestros hijos.
Es que hoy, pese a que por la prensa nos enteramos que estamos ad portas de un eventual ecocidio, sino de la especie, al menos de la civilización –pues no es Gaia quién peligra, es lo humano que perece-, ronda en cada reunión internacional el fantasma de lo insuficiente y del economicismo para enfrentar el desafío de sobrevivencia asociado al cambio climático, a la pérdida de biodiversidad, a la contaminación del agua, e impera en la mayoría de los gobiernos la indolencia de la voluntad.
Hoy nadie informado discute la realidad del cambio climático y sus potenciales destructivos. Día a día los datos son más alarmantes e incluso “mensajes tranquilizadores” como el reciente filme Cool it sobre el polémico climatólogo Bjorn Lomborg (el Ecologista escéptico), que es una respuesta a "Una verdad incómoda" de Al Gore, no niega los hechos, sino que apelando a posibles megasoluciones tecnológicas llama a la calma para que sigamos en la fiesta del crecimiento, el productivismo y el consumo ilimitado.
Sin embargo, pese a la envergadura de la interpelación ambiental y considerando las prioridades, los resultados y la falta de voluntad en las dos relevantes cumbres de este año, me convenzo que ante la mayor encrucijada vital de la deriva humana padecemos el “Mal de la Avestruz”: escondemos la cabeza y hacemos como que la tragedia no ocurriera, mientras pasa ante nuestras narices.
El 24 de noviembre, 5 días antes de Cancún, la Organización Mundial de Meteorología (OMM) informaba que los principales gases de efecto invernadero se han incrementado en un 27.5% entre 1990 y 2009. Estas cifras permiten proyectar un aumento de la temperatura de la Tierra incluso mayor que el anuncio ya grave que hace algunos años hizo James Hansen, Director del Goddard Institute for Space Studies de la NASA, quién, de no mediar cambios radicales en nuestra forma de vida, pronosticó un aumento de 6 grados hasta finales de siglo, lo que sin duda implicaría el fin de la civilización tal como la hemos conocido. La OMM también recordaba otro efecto que se retroalimenta en una dialéctica desconocida, por ejemplo, a mayor temperatura aumentan las emisiones de metano liberado por el deshielo del permafrost ártico.
El año 2010, ha sido el más caliente desde que comenzaron los registros a finales del siglo XIX. Los analistas coinciden que en los próximos 20 años aumentarán los eventos extremos climáticos, la desaparición de islas, las hambrunas, la carencia de agua, las crisis de alimentos y de la salud pública con sus consecuentes migraciones, generando un dolor y sufrimiento social inimaginable que afectará con mayor o menor intensidad a todos los países. Se proyectan para el 2050 más de nueve mil millones de personas en la Tierra, la sobrevida de éstas suponen como condición una radical nueva forma de vida y haber hecho el tránsito a una nueva economía mundial con bajas emisiones de carbono. Tamaño desafío. Pero, ¿estamos actuando en coherencia?
En Cancún, ante la imposibilidad a priori de acuerdos mayores, la discusión se ha centrado en “implementar mecanismos para reducir las emisiones de deforestación y degradación de bosques (REDD por sus siglas en inglés) que se calculan son el 20% de las emisiones globales de efecto invernadero.” REDD en los hechos es sinónimo de discutir cuánto y cómo deberían pagar los países ricos a los pobres para que estos no deforesten los bosques (en tono economicista se habla de venta de servicios forestales). Sin duda, esta muy bien que se acuerden esos mecanismos, es un avance, pero a todas luces son insuficientes y poco pragmáticos ante la magnitud y urgencia del desafío.
En octubre, en Nagoya, Japón, en la convención de la Biodiversidad, también ocurrió lo mismo. 190 países acordaron un plan de acción que, según los expertos, es ineficaz para conservar la biodiversidad. Los paleontólogos afirman que estamos viviendo el sexto espasmo de extinción de especies en la Tierra, claro que es el primero causado por presiones antrópicas. Al menos una de cada cinco especies del planeta están amenazadas de desaparecer y en el caso de los anfibios la cifra es superior al 40%. Así las cosas, el acuerdo de Nagoya, que estableció como meta proteger el 17% de los continentes y el 10% de los océanos de aquí al 2020, es débil, por decirlo en forma elegante, si recordamos que ya se protege al 13% de la superficie terrestre y que la meta del 10% para áreas marinas es la que ya existía antes de la convención.
El científico estadounidense, Edward O. Wilson, voz autorizada, ha sido poéticamente taxativo "estamos dejando escapar la naturaleza de entre nuestras manos y con ello nos estamos perdiendo a nosotros mismos". Tan perdidos estamos que en Nagoya no se avanzó un milímetro más en nada serio porque toda la discusión, muy tensa, estuvo centrada otra vez en plata: el tema no era la conservación de las especies, sino que el botín estaba en el Protocolo ABS (acceso o reparto de beneficios, según la sigla en inglés). Los países en desarrollo, ricos en biodiversidad, liderados por Brasil (cuyo gobierno paradójicamente poco ha hecho en años anteriores para conservar los bosques amazónicos) amenazaron todo el encuentro en no firmar nada si no se regulaba el acceso a los recursos genéticos de las plantas y el reparto de los beneficios que se obtienen de ellos; mientras los países desarrollados, en especial Suiza con su poderosa industria farmacéutica, querían un acuerdo con menos regulaciones y menos dinero a repartir. Nuevamente, sin duda es un avance que se discutan estas materias que tienden a la equidad global; pero no pueden convertirse en el único foco economicista que inhibe llegar a acuerdos más vinculantes y serios ante un problema que es dramáticamente serio.
Estos focos a lo “Manolito”, como diría Mafalda, pareciera que resultan más cómodos que ir al fondo y problematizar nuestro actual modo de vida económico.
(*) Una versión extendida de este artículo se puede consultar en el PDF adjunto
(**) Hernán Dinamarca es periodista, ensayista, doctorando en Comunicación. Reside en Heidelberg, Alemania.
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