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La guerra en Ucrania y las inconsistencias de la prensa chilena

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Bajo un cielo gris, el renombrado periodista de CNN Chile, Daniel Matamala, despojado de sus habituales trajes elegantes hechos a la medida, exhibe un lugar en el que se acopia un montón de botellas vacías. Luego, ubicándose a un costado de la cámara y extendiendo el brazo derecho, explica que se trata de la confección masiva de bombas caseras. «Bombas Molotov», se apresura a aclararle a la audiencia chilena. La invasión a Ucrania lleva poco más de una semana y las principales figuras periodísticas de los canales nacionales han partido presurosamente para transmitir la carnicería, ojalá en directo.


Sería esperanzador, en definitiva, que después de empaparse con la violencia, la opresión, la ocupación militar y con el drama de los desplazamientos forzosos, los periodistas que han estado transmitiendo en directo la destrucción de Ucrania maticen sus opiniones destempladas o, a lo menos, intenten comprender desde otra óptica la violencia en el Wallmapu o la crisis humanitaria en la frontera norte del país

Una señora ucraniana de tercera edad le comenta que el lugar en el que se desarrolla la nota periodística solía ser un parque de diversiones, pero que la coyuntura los ha empujado a convertirlo en una armería casera en la que se fabrican bombas incendiarias para uso de la población civil. Tanto Matamala como los periodistas en los estudios de CNN Chile están fascinados. No se ahorran detalles. Describen paso a paso la elaboración de las bombas y recalcan el uso que se les dará. Hay épica; se percibe la legitimidad de la lucha armada del pueblo en contra del invasor extranjero. Los grandes medios nacionales se sienten en el bando correcto de la historia; relevan la lucha ciudadana contra el tirano ruso y sus oscuros secuaces. A Matamala se le ve más humilde, más dispuesto a escuchar las razones que enarbolan personas de a pie para enfrentarse a militares fuertemente armados y preparados para la guerra. Atrás quedaron los días en los que ese mismo periodista exigía a los candidatos entrevistados por él que condenaran sin miramientos el uso de la violencia; «condenar la violencia, venga de donde venga», rezaba el slogan. Cómo olvidar a los colegas de Matamala, «Queen» Mónica Rincón y Humberto Sichel, indignados, tratando de «delincuentes» (genéricamente y sin esperar el inicio de proceso penal alguno) a quienes se enfrentaron con Carabineros de Chile el pasado 18 de octubre de 2021, utilizando la misma clase de bombas incendiarias. O las alusiones –directas e indirectas– del mismo equipo periodístico al narcotráfico, al crimen organizado y al terrorismo cuando les ha tocado cubrir algún atentado incendiario en el Wallmapu. Al parecer el objetivo es concatenar en el inconsciente colectivo la lucha armada de ciertos grupos mapuche con el terrorismo y el narcotráfico.

Resulta tan llamativo como perturbador cierto discurso legitimante, que expele un ligero aroma patriotero, del periodismo chileno respecto a la resistencia ucraniana. En principio, parece razonable. Un Estado ha incursionado militarmente dentro del territorio de una nación soberana con el fin de lograr sus fines políticos, militares y económicos. ¿Terrible? Claro que es terrible. También es criminal y contrario al Derecho Internacional Humanitario. En eso estamos de acuerdo con Daniel Matamala y todo el equipo de CNN Chile. Sin embargo, cada vez que la lucha armada de naciones o grupos que se consideren militarmente oprimidos se traslada a «nuestro» territorio la perspectiva cambia; cuando el Estado de Chile se convierte en el opresor la legitimación mediática de la violencia se desvanece. No es que el discurso varíe con algunos matices más o menos contradictorios respecto a la resistencia ucraniana: acá la misma señora de tercera edad que participa en la elaboración masiva de bombas incendiarias sería calificada, por lo bajo, de terrorista por nuestros ecuánimes medios de comunicación; y si le llegasen a descubrir una planta de marihuana en el patio, a la pobre abuelita le adosarían sin mayor dificultad el calificativo compuesto de «narcoterrorista». De hecho es algo parecido a lo que ha hecho el propio señor Putin: a su juicio, el ejército ucraniano no sería más que una banda de fascistas y  drogadictos. Sin embargo, al menos en Ucrania, los medios chilenos celebran la resistencia armada; matizan –por ahora– su condena irrestricta a la violencia.

Podría alguien preguntarse ¿Qué tiene que ver la invasión de Ucrania por parte de Rusia con lo que sucede en la «Macrozona Sur»? Bajo las lógicas del nacionalismo, la soberanía y la libre determinación de los pueblos, mucho. Recordemos que el propio Reino de España, en el Parlamento de Quilín, posteriormente ratificado por el Parlamento de Negrete, estableció su frontera sur con los pueblos que habitaban las tierras del Wallmapu en el río Biobio. No es descabellado concebir que se trató de relaciones internacionales entre dos Estados soberanos. Bueno, no es que a los españoles tuvierán más opción que reconocer esos límites luego de los sucesivos fracasos de sus expediciones militares en territorio mapuche. Del mismo modo que tras la expulsión de los españoles por parte de la aristocracia criolla, se optara por mantener la frontera sur con los «araucanos». El naciente Estado chileno parecía no estar dispuesto a desgastarse militarmente con un pueblo guerrero al que no despertaba mayor interés inmiscuirse en el proceso de construcción de la República vecina, en la medida en que tampoco los «winka» incursionaran en sus tierras ancestrales o interfirieran en sus tradiciones. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XIX, la oligarquía chilena cambió de opinión: había que tomar posesión de las ricas tierras al sur del Biobio para llevar consigo el progreso y la civilización; en palabras más concretas: había que explotar los recursos naturales que se estaban «desperdiciando», debido a la embriaguez, el salvajismo y la desidia indígena. Para semejante empresa el Ejército de Chile contaba con el liderazgo de Cornelio Saavedra y la experiencia de dos guerras libradas en contra de sus vecinos latinoamericanos, sin contar con el invaluable aprendizaje que implicaron las matanzas en contra de su propio pueblo. Evidentemente había bastante gente interesada en colonizar las tierras vírgenes del Wallmapu. Para eso estaban, entre otros, los alemanes, máximos representantes de la civilización europea desde la perspectiva de la dirigencia chilena. Y, claro, también estaban los mismos uniformados que participaron de la expedición militar. La confrontación armada no se hizo esperar. La matanza tampoco. El despojo se realizó de manera gradual. El Estado chileno rápidamente se declaró vencedor del conflicto y anexionó de manera definitiva las tierras que el imperio español había reconocido a los mapuche como nación soberana. En otras palabras: El Estado chileno ocupó y expropió un territorio extranjero tras una invasión militar a gran escala, asesinando y desplazando, por igual, a combatientes y a civiles.

Que esta invasión se haya concretado hace más de un siglo no modifica su naturaleza. Lo que probablemente no estaba en los cálculos de la dirigencia política chilena era que la resistencia del pueblo mapuche se iba a extender hasta el día de hoy. Resistencia de todo tipo: política, cultural, lingüística y, por cierto, armada.

Aunque parezca extraño, pareciera que en febrero de 2022 los grandes medios y la mayoría de los altos dirigentes de la clase política chilena respaldan el derecho a la resistencia armada de una nación oprimida por un Estado extranjero. Aunque también podría interpretarse como una forma de homogeneizar la opinión pública, ganarse a la audiencia para aumentar el rating y darle mayor valor agregado a los productos publicitados durante los comerciales. Lo único cierto es que los ucranianos son azuzados a morir frente a los tanques y la artillería rusa mientras los dueños de la prensa chilena, a miles de kilómetros de distancia, los aplauden.

La impunidad de las palpables contradicciones discursivas de la retórica comunicacional oficial, a mi juicio, no se debe solo al cerco mediático o a la censura programática de voces disidentes. Me parece que es un síntoma de un problema mucho mayor. La falta de pensamiento crítico en el discurso hegemónico de este país no es algo nuevo, pero resulta ser cada día más alarmante, sobre todo cuando analizamos las opiniones vertidas desde la izquierda y el progresismo. Quien se atreva a sobrepasar los márgenes de lo aceptable para los controladores de los grandes medios que imponen su agenda a través de su oligopolio, es mirado inmediatamente con desconfianza y, en muchos casos, se le ridiculiza o se le silencia. Como correlato, la izquierda pareciera tener un terror atávico a discrepar seriamente con la élite política y empresarial (que, además de los medios, controla a las encuestadoras). Por supuesto que siempre estará aquella izquierda anquilosada –la favorita del establishment– que asimila a Rusia con la Unión Soviética y que, bajo una lógica intelectualmente ramplona, de un maniqueísmo propio de la Guerra Fría, defiende a cualquier enemigo del «imperialismo yankee», independiente de si eso implica apoyar en los hechos a un régimen autocrático, conservador y ultranacionalista de derecha. Y está la otra izquierda, no menos maniquea, que exalta e idealiza la lucha armada ucraniana desde la comodidad de su lejanía geográfica. El mismo Gabriel Boric ha ensalzado la figura de Zelenski, pidiéndonos vía Twitter que nos tomemos nueve minutos para escuchar el discurso de un personaje que, mediante su irresponsable política internacional, aguijoneó al macho alfa del barrio para que le demostrara su hombría. Así es la geopolítica: existen intereses imperiales, económicos y áreas de influencia que nada tienen que ver con la ética o la moral. ¿Cómo se le pudo ocurrir a Zelenski desafiar militarmente a Putin en sus propias fronteras, amenazando con unirse a una alianza militar anacrónica como la OTAN? Es decir, el tipo no permite la disidencia en su propio país, envenena a sus enemigos políticos en el extranjero y, lo más grave, ya demostró en 2008, con Georgia como conejillo de Indias, que no le iba a temblar un solo músculo a la hora de invadir a un país de «su órbita» que quisiera unirse a la OTAN… y que ésta no iba a defender militarmente al país asediado. ¿Es que nunca se enteró de que existió algo así como la «crisis de los misiles»? ¿Nunca supo de la existencia de los acuerdos verbales, que Rusia reivindica abiertamente desde hace más de treinta años, entre Gorbachov y Bush, para impedir la expansión de la OTAN hacia Europa del este? No sólo eso, Zelenski, en concomitancia con Estados Unidos, se opuso públicamente a que Alemania concretara el proyecto Nord Stream 2 con Rusia, un trato directo entre ambos países que implicaría enormes beneficios económicos para las partes, pero que dejaría obsoletos los gaseoductos que, hasta la fecha, transitan por territorio ucraniano y que le reportan un porcentaje no despreciable de su PIB.

En otras palabras, interfirió en un proyecto de intercambio comercial entre dos naciones soberanas, contradiciendo los principios del libre mercado que Occidente asegura defender. Zelenski también anunció, incluso antes de la invasión de Putin, el cierre unilateral de ciertos medios rusos en Ucrania porque los consideraba «propaganda» de una potencia extranjera. Esos son sus estándares en materia de libertad de expresión y acceso a la información. Hasta coqueteó con la idea de dejar sin efecto el «Memorándum de Budapest» de 1994, lo que en los hechos le permitiría el desarrollo armas nucleares. Nunca es una buena idea acorralar a un Jefe de Estado belicista e imperialista con una capacidad militar infinitamente superior a la propia, sobre todo en materia de política internacional, que, repito, siempre se ha regido más por la realpolitik que por principios éticos. Entonces, ¿vamos aplaudir la inmolación del pueblo ucraniano para que Occidente le gane una partida geopolítica a Rusia? A mi juicio eso sería un grave error. Para la maquinaria bélica rusa, con un nivel de preparación y desarrollo tecnológico de punta, una resistencia civil, sin una debida preparación militar, está lejos de ser una complicación en el corto plazo; tal vez, en una guerra de ocupación de largo aliento la resistencia partisana podría implicar un serio problema logístico y militar para Rusia, con un alto y terrible costo en vidas para ambos bandos.

Por otro lado, se habla de la resistencia como si fuera un ideal compartido por toda la población, sin embargo, la mayoría de los cientos de miles de refugiados que se hacinan en el metro o que colapsan las fronteras demuestran más bien una intención de huir y de no separarse de sus seres queridos. No obstante, como bien se han encargado de difundir tanto los medios chilenos como los europeos, todos los hombres de entre dieciocho y sesenta años tendrían prohibido abandonar el país y estarían obligados, por tanto, a sumarse a la lucha armada. Y, como toda prohibición, sobre todo aquellas impuestas bajo un Estado de Guerra, suponemos que existe alguna clase de sanción ejemplar para quienes se negaren a tomar las armas para asesinar a otros seres humanos. ¿Y si, por ejemplo, un padre simplemente no está dispuesto a abandonar en la frontera a sus hijos y a su mujer? ¿Nos hemos preguntado qué le sucedería a las personas que opten por ese camino? Lo cierto es que esa cara de la noticia no se informa. En la mayoría de los sistemas jurídicos del mundo, negarse a combatir en una guerra bajo las órdenes del ejército nacional, puede conllevar, a lo menos, el encarcelamiento y, en muchos casos, el pelotón de fusilamiento. Al parecer es un terreno escabroso, en el que ni la prensa ni los «expertos» que aparecen en televisión, haciendo publicidad a las universidades privadas para las que trabajan, se adentran en demasía. Al contrario, se idealiza la guerra y se da por sentada la obligación que exige a los hombres –solo a los hombres– entregar su vida para defender la posición de los dirigentes políticos de sus respectivos países por intereses que difícilmente son compatibles con los suyos. En esta guerra no hay buenos ni malos, hay opresores y oprimidos en ambos lados de la frontera. Y los que sufren de la manera más cruda son siempre los segundos.

En ningún caso niego el derecho a la resistencia armada frente a la opresión, ya sea nacional o extranjera. Pero considero que es un derecho y no una obligación. Es más, creo que obligar a hombres a matar a otros hombres que no conocen ni odian, como resultado de disputas económicas y geopolíticas entre sus gobernantes, no es más que una práctica propia del autoritarismo patriarcal decimonónico que ya es hora de erradicar. De hecho, ellos, nuestros «líderes», son los últimos en sufrir física y económicamente las consecuencias de sus actuaciones irresponsables a nivel internacional.

Finalmente, está el asunto de los refugiados. En CNN Chile han repetido hasta el cansancio que la masa humana que huye de la guerra no es un mero grupo de inmigrantes, se trata de «refugiados». Como si fuera necesario que lo aclararan cada cierto tiempo. Curioso. A los miles de venezolanos que cruzan el continente cargando sus pocas pertenencias a pulso, huyendo de una cruel dictadura a la que nuestros periodistas suelen echar mano para emplazar a la izquierda en los debates eleccionarios, los llaman lisa y llanamente «inmigrantes»; no pocas veces «inmigrantes ilegales».

No se menciona mucho la palabra «refugiado» cuando se debate sobre la grave crisis humanitaria en Colchane; difícilmente se habla sobre el horror que implica que miles de niños se vean obligados a cruzar el desierto con temperaturas bajo cero con la esperanza de llegar a un país que les pueda brindar unas condiciones de vida mínimamente dignas; muy pocos aprovechan su plataforma editorial en los grandes medios para cuestionar seriamente la moralidad y la eficacia de una solución militar mediante un nuevo Estado de Excepción Constitucional –uno más del régimen de Piñera– para «combatir» la inmigración; y para qué mencionar el asentimiento tácito respecto a la excavación de burdas zanjas, que parecía ser el sueño húmedo de cierto excandidato presidencial de ultraderecha. Mención especial merecen sus impasibles notas sobre las expulsiones masivas e ilegales de extranjeros pobres en plena emergencia sanitaria; se han complacido con obtener el mejor plano posible de aquellas personas vestidas a la fuerza por la policía con overoles blancos, como si fueran mutantes radioactivos, mientras subían a un avión que las trasladaría de vuelta a la dictadura de su país respectivo.

Sería esperanzador, en definitiva, que después de empaparse con la violencia, la opresión, la ocupación militar y con el drama de los desplazamientos forzosos, los periodistas que han estado transmitiendo en directo la destrucción de Ucrania maticen sus opiniones destempladas o, a lo menos, intenten comprender desde otra óptica la violencia en el Wallmapu o la crisis humanitaria en la frontera norte del país. Del mismo modo, sería razonable esperar que la izquierda institucional –sobre todo aquella que ganó las últimas elecciones presidenciales–, adscrita a grandes principios, como la libertad, la democracia y los derechos humanos, pudiera adoptar una postura más razonada, alejada de los slogans que impone la propaganda liderada por Estados Unidos y la élite político-empresarial chilena, de manera de potenciar el pensamiento crítico y contrastar la información generada desde los grandes conglomerados económicos que actualmente imponen su agenda en el país.

TAGS: #MediosDeComunicación #Rusia #Ucrania Guerra

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