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SIMCE: La locura de la calidad

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Lo fundamental hoy en día es debatir democráticamente sobre la intención de un sistema educativo, lo que nos interesa de éste, y lo que nos confirmará si estamos o no cumpliendo con lo que se propone democráticamente. Solo desde ahí podemos construir y aplicar evaluaciones legítimas, comprendiendo su función en el sistema.

Desde el 2006, pasando por el 2011, y este 2013, los llamados a un cambio de giro en la educación han enfatizado el carácter desigual de esta, su segregación social y económica, y un rechazo al mercado como organizador de lo que debiese ser un derecho. Una de las respuestas, usada muchas veces para confundir, es que el problema no es la desigualdad educativa sino su calidad. Así, la discusión profunda sobre un derecho es desviada a temas como los resultados del SIMCE, o la evaluación de los profesores. Lo relevante de esto es que la discusión de la calidad no tiene sustento conceptual, por lo que más parece un comodín para mantener el sistema sin cambios profundos. Mucho de lo que sostiene este debate es justamente la supuesta medición de la calidad, vía SIMCE.

Quienes defienden el SIMCE no tienen idea qué es la calidad de la educación. Quienes promueven que los juicios sobre el sistema educativo sean guiados por los rankings que nos dan las pruebas PISA, TIMMS, o cualquiera del repertorio de mediciones con que nos clasifican en perdedores y ganadores, han claudicado a la tarea de comprender la calidad, y se han dejado llevar por un simplismo parecido a la locura. La calidad no es un problema técnico-pedagógico. Es un problema político, y en este caso, un problema estratégico de quienes buscan lucrar con la educación, los especuladores del futuro que esperan que las familias actúen igual que ellos: especulando con la educación. Por eso, quienes defienden al SIMCE y el lucro nos dicen que hablemos de calidad y no de igualdad. Porque saben que calidad es un concepto vaciado de contenido con el cual pueden meternos a jugar en una cancha en la que no sacamos nada, porque el juego es una discusión circular, donde la calidad es definida como lo que miden las pruebas estandarizadas y las pruebas estandarizadas son usadas para atribuir calidad. Incluso algunos de estos especuladores de la calidad dicen que tener 10 puntos más en el SIMCE mejora el sueldo futuro. Así, sin más que una correlación y un par de pruebas estadísticas. Claman por un sistema de información, mostrando que piensan en la educación como un engranaje más del mercado bursátil con el que sus empresarios jefes y financistas apuestan con seguridad ganadora la fortuna de sus vidas. Y para eso se llenan la boca y llenan de tinta los diarios con la calidad de la educación.

Los tecnócratas defensores del mercado no tienen idea lo que miden cuando dicen que miden calidad. La calidad no la vemos ni la podemos medir. Ello ocurre con cualquier abstracción que se usa sin entenderla o sin consensuar qué es lo que permitiría percibirla. En otras palabras, la calidad es una abstracción físicamente imperceptible e inconmensurable si no se define qué es. Veamos un ejemplo de algo perceptible y que si se puede medir: un color. Usted sabe que un color es tal por cuanto puede percibirlo como tal, y porque tiene una expresión lingüística para nombrarlo y categorizarlo. Por ejemplo, puede decir que algo es rojo porque lo que percibe coincide con lo que sabe sobre el color rojo. ¿Puede usted “medir” el color rojo? La acumulación de conocimientos científicos le dice que sí: los colores están asociados a una medición clara, específica, que se realiza con instrumentos calibrados. Esta correspondencia entre la percepción y la “medición” de colores es tan clara y evidente que no es un problema intelectual que les quite el sueño a los científicos en la actualidad. Los científicos que «miden» colores saben exactamente lo que están midiendo y su relación con lo que perciben cuando hablan de colores.

Los tecnócratas que defienden el mercado en la educación aseguran que es importante “medir” la calidad, aunque no sepan lo que es. Como la calidad es una abstracción físicamente imperceptible, medirla no es algo obvio, por lo que se hace necesario definirla en términos conceptuales y operativos. Pero cuando se les pide definir calidad e la educación, muchos recurren a discursos vagos, a los que añaden otros conceptos vacíos de contenido. Tomemos como ejemplo a dos representantes programáticas de las candidaturas que se disputan la presidencia el próximo domingo.

Valentina Quiroga, del comando de Michelle Bachelet, ante una pregunta de un periodista para definir la calidad de la educación el pasado 24 de noviembre, dijo, entre otras cosas, lo siguiente:

“Mira, la verdad es que la institucionalidad chilena hoy día tiene una definición de lo que es educación y de lo que es calidad en la educación. Y define el proceso educativo como un proceso a través del cual los estudiantes, los niños, las niñas, y las personas a lo largo de la vida adquieren habilidades para la vida. ¿Cierto? Enmarcado todo eso dentro de un contexto democrático, de adquisición de valores… Entonces, cuando nosotros hablamos de calidad en educación, lo que estamos queriendo decir es que nosotros queremos que ese proceso educativo, cierto, que está descrito hoy día en nuestra institucionalidad llegue efectivamente a todos los estudiantes, bueno, y en todos los niveles. El problema que hoy día tenemos, cierto, es que Chile ha logrado con un gran esfuerzo tener a todos los niños sentados adentro de una sala de clases (…) La gran pregunta ahora es ¿cómo podemos garantizar que el proceso de aprendizaje le llegue a todos? Y para nosotros calidad de educación refiere justamente a eso.”

A la misma pregunta, Silvia Leiva, del comando de Evelyn Matthei, decía:

“Si, yo. Mira yo estoy bien de acuerdo con que exactamente la definición de calidad es bien multidimensional. Tú no puedes medir y estudiar la verdad cuál es la calidad de la educación del sistema pre-escolar, cuál es la calidad de la educación del sistema escolar, cual es la calidad de las distintas etapas del nivel de educación. Entonces, tampoco existe quizás una definición tan acotada respecto a lo que es calidad de la educación a nivel más amplio. Nosotros hemos estudiado y hemos visto que nuestras propuestas están enfocadas a cómo mejoramos la calidad de la educación en las distintas etapas de este nivel escolar… de la calidad escolar.”

¿Qué es la calidad de la educación entonces para los dos posibles futuros gobiernos? Nada útil ni para la pedagogía, ni para cualquiera con intención de “evaluarla”. Un conjunto de términos sin definición operativa como “aprendizaje” (¿entendido como?), “habilidades para la vida” (¿cuáles?), “contexto democrático” (¿el de la constitución de Pinochet?), “adquisición de valores” (¿cuáles?), “proceso de aprendizaje” (¿cuál?), “multidimensional” (¿cuáles dimensiones?). Es incluso impresionante ver cómo es que pueden declarar, de forma desfachatada, que sus propuestas van a mejorar la calidad de la educación sin ser capaces de definir qué es lo que se mejora. Esa falta de definición no es solo un tema de ambigüedad electoral. Un reciente estudio sobre la validez del SIMCE, por ejemplo, muestra que no existe una definición de calidad educativa para el desarrollo de las pruebas SIMCE. Es decir, ¡nuestro sistema de medición de la calidad educativa no tiene una definición de calidad!

Esto es un escándalo. ¿Cómo es que estas posiciones tecnocráticas, conceptualmente tan débiles, nos tienen ahogados hablando de la calidad de la educación? La respuesta es el mercado y el autoritarismo de la post-dictadura. Los políticos optaron por lo controlable, y no lo han cuestionado: decidieron que iban a medir cualquier cosa, hasta que apareciera algo que les dijera “esto es calidad de la educación y así le pueden poner precio”. Así nace el SIMCE, por mucho que le quieran poner un maquillaje pedagógico, y así se justifican todas las líneas de trabajo que impulsan la generación de sistemas de información para la decisión de las familias sobre la educación, y bueno, la privatización, los vouchers, la ley de subvención escolar preferencial, la ley general de educación, la ley de aseguramiento de la calidad, las intervenciones escolares privatizadas, el sistema nacional de desempeño docente. Toda la maquinaria institucional funciona en base a la calidad, algo que nadie se ha molestado en definir, pero que aseguran saber cómo mejorar. Raro, ¿no? Escandaloso.

Los discursos grandilocuentes de la calidad educativa no tienen sustento pedagógico. Mucho menos el SIMCE. Si bien el SIMCE se ha justificado pedagógicamente, lo cierto es que su instalación obedece al proyecto ideológico de la dictadura. Ya antes de la creación del SIMCE, en 1988, un economista ligado a la derecha hablaba de la prueba antecesora del SIMCE (PER) en estos términos:

«Esta herramienta {PER}, como se ve, es muy valiosa para el sistema de subvenciones; las fuerzas que en dicho sistema impulsan a los establecimientos a impartir una educación de mejor calidad operarán más certeramente con la información que entrega el PER. Los padres y apoderados seleccionarán los establecimientos de sus pupilos con un mejor conocimiento de la calidad de educación que éstos entregan. Los directores de los establecimientos podrán apreciar mejor qué profesores están haciendo un buen trabajo y cuáles no. Cada profesor podrá apreciar mejor si está en buen camino o si debe enmendar el rumbo, y  recibirá las orientaciones para mejorar su desempeño.»

El SIMCE nace a partir del experimento PER, desarrollado hasta 1988. Los tecnócratas que defienden el SIMCE, y aquellos que lo separan de su condición de imposición dictatorial e ideológica del neoliberalismo, no pueden decirnos qué es calidad de la educación. Da lo mismo si dicen que el SIMCE es un termómetro, un mapa, un mensajero, una luz, o cualquier metáfora con la cual intentan convencernos de que sigamos sosteniendo esta medición irracional. Lo cierto es que estos defensores demuestran no tener idea qué es la calidad de la educación, pero asumen que saben cómo medirla. Es la locura, disfrazada de un manto de conocimiento técnico que pareciera otorgarle un grado de cordura que no es tal. De allí que se asustaran tanto con el legítimo y reflexivo llamado a “funa al SIMCE” que hicieron los estudiantes secundarios durante la rendición del último set de pruebas del 2013.

La campaña Alto al SIMCE se ha planteado como una crítica radical al SIMCE y a la estandarización, cuestionando los fundamentos que llevan a la existencia de tal absurdo en nuestro sistema educativo. No tenemos ni estamos impulsando recetas iluministas para resolver el capricho intelectual de los tecnócratas con la calidad. El problema de la calidad es una imposición secundaria de los tecnócratas en el debate histórico sobre el desarrollo, y no surge desde el compromiso por construir un modelo educativo profundamente democrático, sino más bien todo lo contrario – quieren un sistema controlable y controlado, basado en el mercado, y sin cuestionamientos al contenido educativo- .

Es una locura mantener el SIMCE. Es poco serio usar al SIMCE o cualquier prueba estandarizada para estimar diagnósticos que impacten la política educativa hoy, en particular si lo que se busca es hacer sentido de las demandas sociales actuales. Lo fundamental hoy en día es debatir democráticamente sobre la intención de un sistema educativo, lo que nos interesa de éste, y lo que nos confirmará si estamos o no cumpliendo con lo que se propone democráticamente. Solo desde ahí podemos construir y aplicar evaluaciones legítimas, comprendiendo su función en el sistema. De otra forma, seguiremos perpetuando la idea mediocre de que la calidad es lo que nos dice una prueba de medición, o cualquier otro instrumento que carece de legitimidad política, técnica y democrática.

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Francisco Rodríguez Arancibia

12 de diciembre

Encontré esta cita atribuida a Nelson Mandela, que perfectamente puede aplicarse a esta concepción de la educación y las políticas públicas imperantes: «Si no hay comida cuando se tiene hambre.
Si no hay medicamentos cuando se esta enfermo. Si hay ignorancia y no se respetan los derechos elementales de las personas,
la democracia es una cáscara vacia, aunque los ciudadanos voten y tengan parlamento».

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