Parece que nos movemos en los tiempos de la “calidad”, en virtud de su promoción políticamente transversal. Sin embargo, es una reflexión que carece de contenido y se sostiene más bien sobre una plétora de intereses particulares.
Estos intereses se expresan desde dos ámbitos que convergen: desde la academia-tecnocrática; y desde el corporativismo privado. Si bien ambos critican la reforma a la educación superior, en particular el componente de calidad, desde diferentes trincheras ideológicas, tienen algo en común: vociferan que la reforma parte de un mal diagnóstico y, por ende, que no reconoce los avances de las últimas décadas.La modernización de la educación superior es antimodernización en ella misma. Esto es lo que Brunner no logra ver. De lo que se trata, en cambio, es de evaluar sus logros junto con sus aberraciones; sus avances junto con sus ruinas. Ese es el diagnóstico sobre el cual se deben hacer las reformas.
Un exponente del primer grupo (academia-tecnocrática) es Brunner, quien en las últimas semanas ha profundizado en este punto. Esta mirada, profundamente iluminista – en el sentido que opera una racionalidad científica de tipo positivista –, entiende los procesos de modernización en educación superior como una constante evolución lineal y mecánica, caracterizada por el crecimiento y mejoramiento. Por supuesto, siempre haciendo referencia a rankings nacionales e internacionales e indicadores de resultados: tasa de participación de estudiantes, productividad académica, académicos jornada completa con doctorado, entre otros (ver acá también). Más allá de que el uso de estos instrumentos para sacar conclusiones optimistas es parte del mismo modelo – de mercado hay que decir – que la reforma critica (¡y por eso no los utiliza como referencia base!), esta postura – o impostura – omite olímpicamente un aspecto crucial para analizar al sistema de educación superior – más allá de la racionalidad científica tradicional –: la modernización de la educación superior es antimodernización en ella misma. Esto es lo que Brunner no logra ver. De lo que se trata, en cambio, es de evaluar sus logros junto con sus aberraciones; sus avances junto con sus ruinas. Ese es el diagnóstico sobre el cual se deben hacer las reformas.
Del otro grupo (corporativismo privado) han emergido varias voces pero todas ellas en defensa, entre otros puntos, de la acreditación de carreras (ver aquí y aquí). En este punto quisiera detenerme.
En este componente, la reforma propone un aspecto interesante: la acreditación integral (institucional y de carreras). En la medida que la acreditación se vuelve obligatoria se necesita avanzar hacia nuevas formas de “evaluación de la calidad”, que conduzcan a un sistema de acreditación más comprensivo. Sin embargo, el modelo actual opera bajo una lógica científica tradicional: supone que para conocer la calidad hay que separar las partes de una institución de educación superior (vista como una cosa) y desde ahí obtener hallazgos que permitan una conclusión (verificar o rechazar una cierta hipótesis de calidad). Es decir, la calidad se aseguraría en tanto se pueda alcanzar la unidad mínima (como en la biología es la célula, en la física las partículas o en la química es el átomo, etcétera), que en este caso es la carrera o programa de una institución de educación superior. Es el clásico reduccionismo de la racionalidad científica que pretende llegar a la mismidad de las cosas (para esta racionalidad pensar en una “totalidad de calidad” es prácticamente inverosímil).
En respuesta a esta postura – que desde la misma comunidad científica ha sido superada hace largas décadas a través de la mecánica cuántica – la reforma plantea una aproximación más integral a la calidad. Esto implica, por supuesto, replantear lo que se quiere “integrar”: la acreditación institucional y de carreras. No es simplemente “tomar” lo que se hace hoy e integrarlo. Eso sería simplemente ridículo (las críticas a la propuesta parten desde este supuesto y de esa forma concluyen que no es viable esta integración). Ese es precisamente el punto clave que no ha sido develado.
A pesar de que estos críticos apelan a la experiencia internacional, si uno realiza una mirada seria a estas tendencias y las recientes reformas en algunos países, se puede observar que los sistemas de aseguramiento de la calidad han asumido la necesidad de repensar la forma de evaluar la calidad. Es más, están derivando hacia esquemas integrados de evaluación y acreditación: evaluar grupo de carreras similares; facultades; entre otros.
Lo inviable es mantener la acreditación de carreras tal como funciona hoy.
Lo inverosímil es analizar la educación superior desde el optimismo tecnocrático.
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