El costo de traslado en una ciudad como Santiago, por ejemplo, puede alcanzar una parte significativa del presupuesto familiar, por lo que un sistema educativo que busca combatir la segregación y que, entiendo, insiste en el rol decisor de la familia, debe hacerse cargo de asumir este costo y que no sea internalizado, enteramente, por las familias.
“Los consumidor-votantes son totalmente móviles y se moverán a la comunidad en la que sus patrones de preferencia sean más satisfechos.” (Tiebout (1956).
Esta era una de siete consideraciones de un modelo “extremo” de gobierno local -en palabras de su autor- que recibió el popular nombre de “votar con los pies”. Con el tiempo esta idea, que acentúa la libertad de elección, fue enquistada en el centro de la mirada neoliberal del sistema educativo. No sabemos lo que Charles M. Tiebout pensaría del uso que de esas palabras, escritas en un lejano 1956, se ha hecho en este lejano rincón en medio del debate educativo.
Diversos autores (entre los que destacan Bellei, Elacqua, Sapellli & Aedo, Romaguera & Mizala) han estudiado acuciosamente el funcionamiento del sistema educativo en lo tocante a esa elección y sus conclusiones no han sido satisfactorias respecto de los beneficios que debería entregar. Los defensores del modelo de “votar con los pies”, parapetados en una imagen excesivamente abstracta de la libertad de elección, insisten en defender como al grial la idea de Tiebout en la versión de Friedman. Que los padres sean capaces de cambiar a sus hijos de colegio, no pasa de un eslogan si el costo de movilizarse y el sistema de transporte siguen siendo estrictamente privados. Gallego y Hernández (2008:4) encontraron que dos eran los principales atributos a los que atendían los padres para elegir escuela: el resultado en las pruebas cognitivas y la distancia de la escuela. El factor distancia suele aparecer también en las encuestas a padres en el marco del Simce.
Hoy parece que a la posibilidad de elegir se la quiere dotar de otro sentido y contexto, pero se le sigue considerando un elemento valioso. Nadie parece propiciar que sea el Estado quien determine en qué colegio estudiarán los niños.
Por eso, llama la atención que un aspecto central del derecho de las familias de poder elegir no haya recibido suficiente atención. Me refiero a uno de los costos que entraña poder elegir para las familias. Un costo en especial, el de transporte.
El costo de traslado en una ciudad como Santiago, por ejemplo, puede alcanzar una parte significativa del presupuesto familiar, por lo que un sistema educativo que busca combatir la segregación y que, entiendo, insiste en el rol decisor de la familia, debe hacerse cargo de asumir este costo y que no sea internalizado, enteramente, por las familias.
Otto Mann se llama el más famoso conductor de autobús escolar del mundo. Diariamente traslada a Bart y Lisa Simpson a su escuela. Esa imagen, salvo excepciones, no es parte de nuestro paisaje institucional. Al igual que todo el actual sistema educativo, los niños se transportan a su escuela al compás del nivel de ingreso familiar. Según Confastet, un 20% de los escolares son llevados al colegio por autobuses de acercamiento contratados por las municipalidades. «Su servicio no es «puerta a puerta» y, además, no se les exige tantos requisitos», observan críticamente desde esta asociación. Es decir, según se pague, será la calidad, seguridad y calidad del servicio de transporte de nuestros niños y niñas. Existe, por cierto, un programa estatal de subsidio, pero está restringido a determinadas zonas y no he encontrado ninguna evaluación de su funcionamiento.
Pero aparte de la económica, hay otras buenas razones para incorporar al debate sobre la reforma educativa el tema del trasporte escolar.
Una, de carácter medioambiental y de planificación urbana. En México, en el DF, a las horas de ingreso y salida de clases, el transporte escolar representa casi el 25% de los vehículos circulando. Los atochamientos que esta situación provoca implican una reducción de la velocidad en los vehículos, la que, a su turno, genera una mayor tasa de emisión de contaminantes. Algo similar debe ocurrir en nuestras ciudades.
Una segunda razón se relaciona con la calidad de vida que significa el estrés y los problemas de seguridad, a consecuencia de dejar entregado el transporte de los niños al sistema público del Transantiago. Los toqueteos, el riesgo físico, las demoras (que exigen madrugar aun más) son condiciones laterales que no he visto aparezcan siquiera enunciadas en los abundantes papers sobre la reforma del sistema educativo, pero que creo posible hipotetizar, impactan el rendimiento escolar.
Una tercera razón, en mi opinión, reside en mejorar el control y la regulación sobre el sistema privado de transporte. La legislación actual deja la supervisión a un nivel demasiado alejado de la vereda del colegio, y lo ubican en el Seremi de Transporte. Esto significa controles muy esporádicos y más bien mediáticos. Quien tiene oficina en la vereda en que estacionan los furgones, la escuela, carece de atribuciones para controlar el trato que reciben los niños, o el cumplimiento de las exigencias que la ley impone.
Una reforma estructural del sistema educativo que desatienda este factor arriesga mantener las desigualdades de cuna y barrio inalteradas, y persistir en un esquema estrictamente neoliberal y abstracto de la libertad de elección de las familias.
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Comentarios
14 de mayo
Me parece un punto importante a considerar, dentro de todas las aristas del problema.
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