Hemos dicho que nos importa Luis Oyarzún (1920-1972) en tanto nos importa aportar a las reflexiones acerca de “filosofía y Chile” –dentro de las variadas acepciones que esta fórmula adopta entre nosotros. A este breve campo, agrego mi intento de hacer señas hacia unas cuestiones que, entre nosotros, tienen que ver con filosofía y estética, filosofía y teoría del arte, estética y sociedad y modos de producción, y, en especial, filosofía y poesía –indagando tal vez el reflejo en Chile de este ya vasto espacio de relaciones y abiertas durante el siglo XX. Debo indicar que esta cooperación a las trayectorias filosóficas en Chile busca, precisamente, ocuparse en ellas de algo diferente a los énfasis más usuales en filosofía política y práctica o moral
Se dice de Luis Oyarzún, veremos en otro momento cómo, que fue bastante filósofo (esteta, protoambientalista) y poeta. Así que hemos encontrado una publicación de algunas de sus poesías por la revista Anales de la Universidad de Chile (Nº 141-144; 1967). Echaremos unas miradas sucintas a este dato.
“Más solo y más desnudo que el sol,
ebrio de aromas, vacío de promesas,
solamente veo altas murallas,
mar volcado en el desorden final
de la hueca dulzura estremeciéndose”
Dicen los inicios de su Elegía. Hemos copiado íntegras esas líneas porque nos informa una buena costumbre filosófica actual de leer atentamente la filosofía, como si fuera (o es) también poema. Es decir, ahora, de leer la poesía al modo de la poesía: atentamente las líneas, y atentamente los juegos de representación de las palabras –al modo de una hermenéutica de la obra de arte de un filósofo alemán del siglo XX como H-G. Gadamer (1900-2002).
De manera que tenemos un sol asociado con “solo y desnudo” (algo desolado). Por supuesto me interesa que aparezca “sol” y desde mis propias contemplaciones del sol inscritas en el poemario Estudio del sol de pronta aparición. Y, en principio (o solamente), este sol de Oyarzún se viene en una soledad que quizás resuena, en otra forma, en esa “unicidad” que quisiera destacar en mi sol. Pero el sol del siglo XXI, digo yo, ya no necesita de una unicidad en tanto diga solitaria. Esto no es adecuado, ni se trata ya de eso.
Vestido con esta “desnudez”, su sol –pero entonces este sol refiere del “veo” (el ver) cómo habla el hablante-sujeto: ese sol es a la manera de una subjetividad–, aparece efectivamente solitario en el cielo cotidiano de los habitantes de esta Tierra. Como que, también, hay solamente un sol para la experiencia diaria de las mañanas, mediosdiàs y atardeceres –lo cual implica, además, el sol de las noches, cuya presencia poderosa se nos da en esta experiencia precisa del “estar sin sol”. Hay discordia entonces entre un sol de soledad y un sol de todos los días del mundo (que, precisamente, está en el mundo y eminentemente).
Y este Oyarzún es un sensualista de sentidos tan íntimos como el olor, que lo “embriaga” –olfato: diferente al sentido panorámico del ver y de la vista que es tan presente en las filosofías ya desde Aristóteles. Sin embargo, a su lado, hay unas derrotas. Sin promesas, sólo altas murallas y hueca dulzura: para este poeta la existencia subjetiva aparece aquí finalizando en estremecimientos cerrados. Lo que no impide que esta existencia haya sido amplísima, como un mar (como un horizonte marino, agregaría; para todo el que quiera mirar directamente en esas direcciones y parado en las orillas de las playas, no pensando el mar como objeto de una proyección humanizadora que se detiene ante la Naturaleza antes de llegar a ella). La (maravillosa) embriaguez de los olores junto a una afirmaciòn del pesimismo.
Propone como respuesta existencial una que de alguna manera no deja de solazarse en las comunicaciones entre subjetividades hechas de encierros
Así pues, esta amplitud de cosa es mentada como “desorden”. ¿Qué hay en el mar-océano de desordenado? Esto es, habría que discernir si el par orden/desorden aplica para alguna regla entre cosas. Aquí, por ejemplo, entre aguas o entre olas o entre reflejos y brillos. Entonces estos mares se pueden interpretar como desordenados (desorden de olas, por ejemplo). No se trataría de “orden” en el sentido de pertenencia al fenómeno (esas aguas ahí) y su constitución –donde el mar aparecería en tanto orden de una cosa del universo. Hay pues que decidir si orden o desorden resultan categorías adecuadas para (re)representarla.
En esta mención de Oyarzún, nada, a mi juicio, hay de desordenado en el mar mismo. O todo, si lo prefieren. Este desorden de mar, desorden que es aquí otro nombre de la vida, a donde ha llegado la vida del poeta, dice en Oyarzún una proyección de existencia subjetiva, moderna, de un individuo que se piensa individuo. Mar, o sea, algo de un todo, ha llegado a resultar un desorden (lo que permitiría concebir qué es “orden” para Oyarzún, y probablemente concluiríamos en unas categorías como las de armonía, amor, equilibrios).
Este desorden del mundo lo señala el poema en la ya tan conocida experiencia de “vacío” a la que conducen las experiencias de soledades de esta subjetividad. Pues esta soledad es moderna. Reconocida una vez en aquel Baudelaire dándose un “baño de multitudes” –aunque precisamente Baudelaire (1821-1857) se baña y no queda distanciado. Recordemos que él sabe que “gozar de la muchedumbre es un arte”; hay aun en ese poeta alguna experiencia comunitaria. En cambio, pareciera que las últimas derivaciones de la modernidad, diagnosticada por el francés de la mitad del siglo XIX, ponen ya al individuo en la conclusión de separaciones. Este mundo de muchos y muchos, unos muy al lado de (millones) de otros, habitando las ciudades –y relegando la Naturaleza más allá de las puertas–, como sabemos, es interpretado como de una soledad en medio de las masas anónimas. Individuos sin comunidad ni posibilidad de ellas.
Su “estremecimiento” (angustia), ¿es corporal, carnal, o está espiritualizado? Más bien lo segundo. Ocurre, diríamos, invisible (o casi) para la objetividad de los cuerpos humanos. La procesión ya pasa completamente “por dentro”. Y haciendo coherencia con el todo de esta experiencia de humanidad. Mientras, diríamos: no hay que perder de vista la sensualidad de los olores, que ponen irresistiblemente afuera –pero que ahora parecen relegados a una secundariedad.
“¿Cómo habré de medir, con qué otra vara
la oscuridad final de mi silencio?”
Dice más adelante este poeta. Por supuesto que en esta totalidad no hay caso de otra medida. Pero se trata de un “silencio” subjetivo contradictorio. Pues, precisamente, uno que está hablando en el poema. Y pareciera que, finalmente, solo de eso. De modo que esta manera de modernidad añade un compartir de las soledades individuales. Porque si el hablante se dice silenciado, en cambio suspira o susurra insistentemente. ¿A quién? Probablemente a otras de esas mismas soledades. Por tanto, propone como respuesta existencial una que de alguna manera no deja de solazarse en las comunicaciones entre subjetividades hechas de encierros. Desde las filosofías del sujeto, estaríamos confirmando su mónada: el eterno problema del sujeto, poderosísimo en sí mismo (según comienza siempre afirmándose ya con un Descartes), y que concluye descubriendo como novedad lo que de antemano ha puesto en el mundo. Que existe, que puede existir autónomamente, que se siente capaz de enfrentar todo mundo, que es fundamento, que es lo que ha constituido como en un cerrado. Y que, entonces, (re)descubre finalmente en un desagrado, pues decididamente aquí ya no le gusta mucho lo que ha hecho –olvidando incluso el poder de los olores.
“Equivocado anduve en este pacto”, agrega, reconociendo la negatividad del pacto –que supone al menos dos, pero que probablemente hizo aquí sólo consigo mismo. No hay pacto –o solamente hay pacto como una derivación de libertades individuales. No como este pacto que ya siempre se nos da en la pertenencia siempre inicial a cierto mundo ya constituido cuando llegamos a él. De modo que el poema no es muy interesante porque repite experiencias.
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Luis Oyarzùn a unos 50 años de su muerte…