Bastaría unos cuantos pesos para conocer el sabor de un amor de mala gana. La niña de tacones invita a pasar a su interior violentado con una sonrisa falsa. Abatida por el calor sofocante de la temporada, estornuda sin cesar y tapa, con su pelo largo, su espalda trigueña con un tatuaje con un número maldito.
Los autos pasan de un lado a otro y una valla de una marca de condones de colores el cielo antiguo de la Alameda. Con silbidos y expresiones, hacen sus llamados los posibles clientes, quienes solamente ven un producto más en la vitrina de la calle. Ella ignora las miradas inquisidoras de los ignorantes de las realidades que existen, pero que no quieren ver ni comprender.Ella ignora las miradas inquisidoras de los ignorantes de las realidades que existen, pero que no quieren ver ni comprender.
Mueve su cintura apretada por una minifalda desteñida y dispara su mirada de diecinueve sobre los movimientos de transeúntes que se apuran a regresar a sus claustros, para liberarse de la pestilencia del miedo.
Al acercarse algún caminante, sus tacones dejan huellas en el pavimento y con varios jalones en la manga les invita a ver, pero no tocar. Algunos desconocen la verdad y tratan de arrancarse de la situación y otros, con experiencia en la política de la calle, establecen una conversación mercantilista.
El trueque no es permitido, pero si la rebaja o la promoción. Así van pasando las horas de la noche, y ella se maldice por no haber aceptado el trabajo en uno de esos bares, donde se necesitan secretarias bailarinas de tubo. Pero era muy pequeña, más aún, y el dueño prefiere no arriesgarse con las multas de la municipalidad.
Sus colitas en su pelo giran como dos columpios. Aquellos donde ella misma se mecía hace menos de siete inviernos atrás. Cuando creía en Santa Claus, en un príncipe de cuento con final feliz, en los cambios del destino por arte de magia y que la virginidad se cuidaba como la vida. Junto a sus padres, pasando fiestas todo el año con vino de quinta categoría y panes recalentados de la tienda de la vieja chismosa de la esquina, quien sabe todo de todos en los barrios de la muerte.
Para que pensar más en lo pasado, si en este presente ella es la estrella de la Alameda. Todo el brillo de las penumbras de las esquinas son su residencia y los travestis la competencia. Vivir de noche le da lo mismo, sólo quiere un cliente rico para sacarle muchos pesos y vivir a lo chica “in” por un buen rato. Con 200.000 en la cartera, ya es valiente para gastarlos en esos zapatos de plataforma que vio en el centro comercial el otro día. Después pasear por algún mall y junto con sus amigas de patinaje comer una pizza de queso. Porque quienes prueban el sabor de la calle ya nunca recuperan la inocencia vendida en el matadero de la oscuridad y lo bajo de un mundo de dos caras.
Ella vive el momento y no el futuro, ya que este quedó tirado en una cama de un motel barato, y se dice: Al diablo con los mojigatos. Que se preocupen de sus cruces particulares. Mañana hay concierto de una banda mexicana, ya gano más de los 400.000 pesos para pagar primera fila.
Con una sonrisa mal pintada, ve como la noche avanza sin demora, entre tanto, desde lo alto, las luces de los viejos edificios comienzan a perderse entre los trinos de las bocinas de los buses.
El sol se pone sobre sus párpados adormecidos por el desvelo y el ejercicio lujurioso. Llega a casa para entre a la ducha fría y dormir hasta las doce mientras el celular le manda una promoción de recarga de dos por uno.
-¿Cómo te fue dónde con tus amigas?, le dice su madre
– Bien. La noche fue igual que siempre. Nada cambió.
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