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Latinoamérica fotográfica: ¿Pueblo adolescente o urbe borderline?

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Técnicamente, y siguiendo esta premisa, Latinoamérica sería un Pueblo Adolescente cuyo sentido de pertenencia es frágil y se ancla principalmente a las modas (seguimiento de masa, facilitado particularmente por la tecnología) o peor aún, una urbe adulta, con trastorno de personalidad, donde no somos ni enfermos ni sanos, sino anormales.

Saltarse etapas vitales del desarrollo implica necesariamente la floración de vacíos afectivos relevantes, sobre los que es menester volver una vez que se ha tomado consciencia. A mayor cronicidad del período en que se privó de las etapas que configuran un desarrollo normativo, más regresivo y necesario será el retorno a lo primario, sobreviniendo entonces actitudes rudimentarias y pueriles en la interacción, es ahí donde se controla con docilidad, o resistencia atenuada, a la masa.

Quizá se deba a esta dificultad para concebir una continuidad en la historia latinoamericana, que la fotografía posee, en palabras de Castellote (2003), “un carácter esquizofrénico”, pues la intención misma de elaborar una identidad, se encuentra fragmentada. Por una parte es la “inocencia y pureza” de lo nuevo, el Nuevo Mundo, ese que se fue transformando en autómata por la reproducción mecánica, condicionando como diría Kay (1980) “una percepción que se construye en la distracción”, pueril, básico y soñado en cuanto a la forma en que se estructuran sus relaciones interpersonales, tal como lo hacen los niños; mientras por otra parte requiere defender a regañadientes y con agresividad violenta el sentido de pertenencia a un terruño delimitado, con la finalidad de escapar a la angustia del enfrentamiento a la nada, de igual forma, su defensa sigue siendo infantil, invitándose la tecnología a ser copartícipe como utensilio para hacerle frente.

La toma de consciencia se asienta en Latinoamérica y particularmente en Chile tiene atisbos de madurez, cuando se vio “libre”, es decir, con la entrada de la “democracia”, pues previo a ésta el devenir estaba “orientado y dirigido”, lo que en cierta medida, calmó ontológica y paradojalmente la angustia de la masa, de aquellos metafóricamente ciegos. A partir de esta época se consolida una urgencia por desarrollar una imagen que potencie la incipiente identidad aún en desarrollo pero con luces responsables, con sus memorias y cuestionamientos más elaborados como el enfoque de género o la visualización de los niños como sujeto de derecho, elemento también fundante en una identidad relativamente definida.

Nuestra América Latina oscila entre lo “ancestral y lo tecnológico”, pues para avanzar al siguiente nivel es necesario dejar el anterior, y la principal dificultad para elaborar dicha identidad, radica en que “las tenemos todas” como diría Vargas Llosa.

Técnicamente, y siguiendo esta premisa, Latinoamérica sería un Pueblo Adolescente cuyo sentido de pertenencia es frágil y se ancla principalmente a las modas (seguimiento de masa, facilitado particularmente por la tecnología) o peor aún, una urbe adulta, con trastorno de personalidad, donde no somos ni enfermos ni sanos, sino anormales. En Chile, clínicamente hablando, la fragmentación histórica contribuye a la dificultad (entre muchas otras), para elaborar una identidad clara; nuestros mecanismos defensivos siguen siendo rudimentarios y en gran parte violentos; y al parecer lo único conservado sería nuestro juicio de realidad (y por tanto ya no esquizofrénicos como planteó Castellote, 2003), en ocasiones demasiada realidad. Estas características harían más fuertes los embates de la pérdida de sentido propias de la época postmoderna, debido que estructuralmente somos frágiles, es que somos también sugestionables (siempre visto desde la masa, pues claramente hay excepciones), con la creencia de que todo es posible, la utopía se hace carne, todo esta por modificarse y mezclarse, volviéndose una adolescente ideológicamente promiscua y demandante de reconocimiento para cristalizar su desarrollo.

Dicha fragmentación se comprende, desde una perspectiva acotada, a partir de la violencia con la cual comienza nuestra “entrada al mundo” (ya este planteamiento es en sí violento por la imposición de una visión de mundo a través del aparato técnico como “un acto de violencia técnico-política inusitada” según señalaría Concha, 2011), ya que esto impediría una significación armoniosa y continua de la vivencia arraigada en la práctica diaria, idea también contenida en los planteamientos de Kay (1980) como “allanamiento y violaciones visuales de un espacio tramado por mentes otras”, realizando sucesivos “actos de posesión” con cada toma. La intervención fotográfica en Latinoamérica, continúa el autor, implica la producción de unidades significativas que cita tiempos históricos distantes (entrada de lo técnico en un mundo no preparado). La violencia cultural, tanto intrínseca como extrínseca “no ha sido cerrada del todo” (De La Nuez, 2003). Todo esto contribuye a la dicotomía ancestral-tecnológica, donde la invitación es a dejar el esfuerzo propio del trabajo que hace el cuerpo por el uso de la tecnología, casi como una nueva re-entrada al mundo, pero ya no al otro mundo, sino al mundo de todos y el de nadie, al mundo desmaterializado, el codificado binariamente, donde a través del uso de las tecnologías, se nos intenta hacer creer que estamos reunidos en espacios que actualmente han sido colonizados por el asfalto como tapiz del progreso, donde aparecen presencias fantasmales del espacio que alguna vez se compartió físicamente.

Latinoamérica presenta entonces dos conflictos relevantes; por una parte la urgencia de una identidad actual pluridefinida (anclada ancestralmente en algunos casos, ya que sólo algunos países hispanoparlantes pueden contar con esa raigambre; y por construirse para otros); mientras que en una esfera vinculada con la anterior emerge la necesidad de pertenencia, significada históricamente como una condición de falta persistente. Aquí se enquista una problemática no menor, ya que “esta precariedad es fundamental para la instalación de un nuevo gusto por medio de imágenes técnicas al servicio de la manipulación del deseo” (Concha, 2011), lo que se complejiza aún más si consideramos que el aparato técnico-tecnológico se ha instalado con la idea de “facilitar” la vida, pero no evidenciando que sólo somos usuarios del mismo y por tanto limitados a su programa, ya premeditado por “otras mentes”, evidenciando en dicho uso nuestra condición de países marginales, periféricos, donde sólo se produce la materia prima y por tanto somos impotentes para vehiculizar cultura, como plantea el autor ya mencionado, cuando agrega que el mundo se divide en dos: aquellos quienes la producen y la usan (la tecnología) y aquellos que solo la usan, ubicándose en estos últimos, nuestra Latinoamérica. Esta falta de desarrollo interfiere en el reconocimiento de “Una cultura con una no plenitud, obligada a hacerse las mismas preguntas que el resto de occidente, pero incapaz de ofrecerse las mismas respuestas” (De la Nuez, 2003).

Ya se ha señalado la característica denotada de Latinoamérica, pero lo que ello implica en ámbito connotado no es menos preocupante, cuando se entrevé que dicha característica contribuye a la utilización de medios técnico-tecnológico para el ejercicio del poder, afectando ideológicamente y en forma directa el cuerpo como elemento integral en el intercambio, teniendo como resultado el encierro del individuo, para “establecer el contacto con su circuito técnico afectivo exterior” (Concha, 2011) y donde aflora de acuerdo a Canetti citado por el mismo autor, el “temor a ser tocado por lo desconocido” primero uno mismo (es decir enajenado ante el contacto reflexivo y convertido en autómata) y luego con los otros, donde prima, en planteamientos de Fromm (1980) el intercambio afectivo comercial, donde el vínculo va a depender de lo que el otro tenga para ofrecer como medio de intercambio, rituales que también sigue la iconografía moderna, que oscila entre “lo simbólico y lo comercial, entre el valor histórico y el valor de cambio” (De la Nuez, 2003).

Una paradoja significativa explicita José Pablo Concha, al plantear que “para estar comunicado hoy se debe estar en soledad”. Atribuye como condimento esencial de esta paradoja la carencia de la que padece Latinoamérica, la necesidad acérrima de un sentido particular de pertenencia, completado virtualmente por la masa y más concretamente por la participación en acciones propias de esta, cuyo acto presencial iniciático lo configuran los “likes”, le dan credibilidad vivencial la participación de las marchas callejeras (cuasi asistencias a eventos deportivos o musicales, con chapas y slogan en ropas como souvenirs; regladas y coartadas por la autoridad de turno, esa que teme a la presencia de la gente, a la reunión en las calles, a su libertad de expresión) y que concluye, con escuetos comentarios pero con bombardeos deslavados y “verborreicos” de producción meramente icónica, donde el sostén fundamental es la imagen.

El individuo encerrado en su espacio seguro o “seguridad vital” por “temor a la libertad” como diría Freire (2002), comienza a configurar ya no solo la imagen de sí mismo (a través de la autoreproducción fotográfica, que por sí sola no aporta para flanquear la debilidad ontológica), sino la de otros a partir de contenidos altamente redundantes, por lo que su habitar se realiza en la reproducción, alterando considerablemente la estructura de su existencia (Concha, 2011), que ha dejado de ser material y que en el peor de los casos incluso ha dejado de tener referencia. La experiencia del individuo contribuye entonces a colectivizar deseos y necesidades desde el momento en que se masifica, desde el momento que se autoposiciona como “referente modal” para otros.

Finalmente, queda destacar que así como se codifican los mensajes tendientes a manipular los deseos y necesidades, requerimos de instrumentos que nos permitan la conversión de lo binario a la visual, por lo que “La necesidad de un software marca la diferencia sustancial entre quienes producen y quienes sólo consumen estas tecnologías” (Concha, 2011), nuevamente a pesar de contar con tecnología “de punta” somos analfabetos y requerimos que otros promuevan en nosotros aprendizaje, nos es dada la forma para leer la codificación de la toma y ello compromete profundamente y una vez más, nuestra libertad, esa que tendrá lugar únicamente cuando “el oprimido tenga condiciones de descubrirse y conquistarse, reflexivamente, como sujeto de su propio destino histórico”, cuestión a la que no aporta la masificación y producción redundante de la imagen, ya que no da espacio ni tiempo al quehacer, transformando el sistema de representación en un espejo con forma, pero carente de contenido, promoviendo una enajenación que nos adormece ante la pérdida de sentido, pero también ante la libertad, esa que se cuenta desde la vivencia misma, de la cual Latinoamérica tiene mucho que decir, pero aún carece de la edad suficiente, u organización estructural mínima, para ser escuchada con seriedad.

 

TAGS: #AméricaLatina Identidad Memoria

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