Una “elevada cultura” en lo que se llama humanismo no es garantía ni requisito suficiente que nos aleje de la barbarie: este parece constituir un testimonio temible del siglo XX. Escuchar con deleite a Mozart, o leer a Platón o Kant, se ha demostrado, puede ser compatible con atribuir a otros humanos la condición infrahumana.
Un extremo de la barbarie política surgió entonces del meollo de Europa. Dos siglos después que Voltaire hubiera proclamado el fin de la tortura, ésta volvió a ser un procedimiento normal de la acción política. El hecho es que la difusión de valores literarios, culturales, no puso freno a los totalitarismos. La barbarie prevaleció en la tierra misma del humanismo cristiano, de la cultura renacentista y del racionalismo clásico. “Sabemos que algunos hombres que concibieron y administraron Auschwitz habían sido educados para leer a Shakespeare y a Goethe, y que no dejaron de leerlos”- recuerda George Steiner.Percibir en el otro la humanidad significa activar la sensibilidad para comprender sentimientos y entender historias. Permite entender o imaginar el dolor ajeno como si fuera nuestro
Un valor máximo del humanismo ilustrado concede la igualdad a todo individuo por el solo hecho de ser humano. La barbarie parece precipitarse entonces como denegación al otro de su condición de dignidad. La privación de humanidad conlleva el impulso de violencia contra el otro. “No es tan civilizado”, se dice; no es tan humano.
La cuestión pasa por la valoración del otro como no poseedor de un mínimo intocable por el mero hecho de ser humano. Lo señalado como primitivo, lo pretendidamente más cercano a la Naturaleza -la concepciòn de una Naturaleza amoral, inferior a la obra humana-, se ha mostrado como constante articuladora de los discursos e ideologías colonialistas y racistas. Establecer aquí esa diferencia pareciera un recurso estratégico de lo que entonces llamamos barbarie.
Percibir en el otro la humanidad significa activar la sensibilidad para comprender sentimientos y entender historias. Permite entender o imaginar el dolor ajeno como si fuera nuestro; permite identificar, y hasta denunciar, una cruel discriminación contra ese ser humano concreto que está allí delante. Podemos decir que la preocupación social, la “consciencia social” respecto de ese otro, proviene de una identificación empática con él. En un lugar clave, somos individuos igualados por el sufrimiento. Así el espectáculo de la desgracia ajena no nos deja impasibles.
El filósofo Richard Rorty se refiere a las novelas sociales de Dickens como escuela donde “cada cual puede comprender a quien se cruza por la calle. Su intención consistía en… que se reconociera el derecho de cualquier persona a ser comprendida”.
El escritor Milán Kundera propone una utopía democrática de tipos humanos incontables, diversos e inclasificables. Lo humano no es definible, parece decir. Para él no hay patrón normativo previo; hay que percibirlo como una fuga abierta poblada por figuras y novedades impensables.
No estaría demás, pues, continuar un debate inacabado en torno de las virtualidades morales de la filosofía y la literatura, de modo que la “generalidad vacía” de los principios logre la encarnadura plena de las historias de personajes, ni ángeles ni demonios, que todos podamos reconocer y en los cuales podamos reconocernos. En este sentido, sin embargo, seguimos señalando la “cultura” como vehículo de humanidad. Si “nada de lo humano me es indiferente” quizá debamos aceptar la crueldad como otro signo de lo humano. La admiración ante la apertura a la libertad de la acción humana puede significar el vértigo de todo lo entonces posible.
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