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Dignidad (grandeza), humanismo y antropocentrismo

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Continuamos investigando algunos elementos del concepto y la historia filosófica de la “dignidad humana” en la cultura occidental, en la línea de comprender la deriva temporal que nos hace pensar hoy de modo “antropocéntrico”. Tenemos un especial interés en comprender el pensamiento ecológico o ambiental contemporáneo, el pensamiento de la Naturaleza en la categoría, precisamente, de “medioambiente” –aquello alrededor de la existencia humana en el mundo-, y que trae consigo formas de una “ética ambiental”. Dejamos a un lado el pensamiento específico de Naturaleza de las ciencias, que requiere un tratamiento aparte.

Podemos encontrar al menos dos concepciones moderno-occidentales de la “dignidad” que, de diferentes modos, la hacen derivar de las sobresalientes facultades humanas de la racionalidad y la voluntad libre. En primer lugar, aquella de raigambre que se llama “naturalista”, o teológico cristiana, donde la dignidad procede de la condición humana universal de creaturas privilegiadas en tanto “hij@s de Dios”.


Podemos encontrar al menos dos concepciones moderno-occidentales de la “dignidad” que, de diferentes modos, la hacen derivar de las sobresalientes facultades humanas de la racionalidad y la voluntad libre.

Dignidad –del latin grandeza- se dice entonces de la capacidad humana de conocer y observar la ley moral –la norma especìfica del mundo humano, norma que no emana de los humanos mismos sino de la divinidad-, según el libre albedrío concedido a cada cual. “Por la razón y en la libertad”, se agrega, podemos conocer la norma –conocer el bien; distinguirlo del mal-, pero no la creamos ni promulgamos: procede de una instancia ajena (“superior”) al ser humano –ha sido pre/escrita en la misma “naturaleza humana”-. En el léxico kantiano, hablamos de heteronomía: la ley es dada por otro que el ser humano.

Dignidad dice aquí la posesión exclusiva en el mundo de razón y voluntad libre en tanto facultades donadas a los humanos para aprender a elegir el bien que nos corresponde, según el saber y la voluntad jerárquica de la divinidad. La relación privilegiada con la divinidad es el espejo de la dignidad.

Una segunda concepción –secularizada- habla de la “dignidad humana” como consistente en algo distinto de la pura decisión individual (arbitraria) entre opciones de alguna manera dadas –que se afirman o se niegan. Habla de la capacidad o facultad que tenemos los humanos de libremente producir y darnos a nosotros mismos una ley moral, las normas o reglas posibles para una conducta adecuada en el mundo.

En este caso se habla de la autonomía moral del ser humano. La diferencia se establece entre Naturaleza y Cultura, siendo la primera el reino de las leyes necesarias (causales), y la segunda de ley de la libertad, la norma social, para lo que se quiere o se puede. La idea de auto/nomía implica lo que podemos llamar una concepción activa de la libertad, puesto que podemos darnos o no la ley que queremos y nos autodeterminamos.

La dignidad, entonces, permite el privilegio de la libertad de los humanos respecto de la propia existencia. Las cosas del mundo son así objetos de esta libertad que evoluciona “humanizándolas” –volviéndolas de acuerdo con las leyes de la racionalidad y la libertad-.

Como se observa ambas contienen un recurso a la libertad de los humanos, de libre aceptación de un lado, y de libre constitución en el otro. En la primera, el contenido o el significado de la dignidad han sido fijados de antemano a la vida y experiencia humana; en la segunda éstos deben ser descubiertos y establecidos.

La dignidad emana así de la capacidad de obligarnos en el respeto a la libertad ajena –de los otros seres humanos. La libertad respecto de la norma es lo inherente a la condición y acción humanas; el reino de “lo que puede ser de otra forma”, como dice la rotunda fórmula aristotélica.

El valor de la dignidad es absoluto, en la medida que racionalidad y voluntad son facultades exclusivas del ser humano. Se dice “uno mismo” como entidad fundamental. Por eso se opone a la dominación de unos por otros, destruyendo la voluntad de otros, y niega hasta el darse voluntariamente por esclavo, entregando a otro la propia voluntad.

Los elementos del mundo y la Naturaleza son susceptibles –o, más fuerte: dependen- de una valoración humana; en la medida en que son objetos de la razón y voluntad humana –y en la medida en que toda norma hable de la relación mundo/humanidad-, toda norma refiere a alguna entre las cosas. El mundo aparece como “espacio de realización”, de formación “útil”, para satisfacer los poderes de la voluntad y los deseos humanos. En un sentido similar, también la razón descubre las leyes de las cosas, en todos sus niveles –desde lo cotidiano a lo cosmológico-, y consigna el poder para adaptarlas a un mundo humanizado.

Son limitaciones absolutas de esta autonomía de la voluntad, la libertad del otro humano quien, se dice, no debe tratarse como mera utilidad. La “persona” –razón y voluntad-, no tiene valor de cambio (menos un precio); no se debe medir por medio de una equivalencia a otra cosa. Uno mismo no debe tratarse como cosa y por eso la ley moral rechaza hasta la propia sujeción humana en la esclavitud.

La moral según el principio de autonomía nos convierte en señores, soberanos, de la acción. La dignidad es admirable, virtuosa, es buena, es deseable, se quiere. El optimismo de la razón y la voluntad dice que siempre se debe poder conocer y elegir lo que es digno para uno mismo, para el otro, y para todos.

Esta dignidad resulta humanista como una antropología filosófica de lo humano. Y resulta antropocéntrica en tanto abre (todo) el mundo como dominio, o sea como espacios circundantes para la obra y construcción de lo que surge como el bien o el mal. La ética puede ser antropocéntrica, aunque la dignidad la rebase.

TAGS: #Dignidad #Humanismo

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