En el contexto de La Fiesta de los Abrazos, asistí a la presentación del libro Croquis del Corazón de Nicomedes Guzmán, presentado por la fundación que lleva su nombre. En la ocasión, Pablo Vásquez, hijo del escritor, David Hevia, director de la SECH y Roberto González, editor de la Editorial Victorino Lainez estuvieron encargados de hablar del libro y del desaparecido autor.
Debiera existir, como sucede en otras latitudes, una consciencia de que la producción intelectual es necesaria para un país, así sea porque refuerza la identidad y la pertenencia y porque nutre la necesidad humana profunda de ser personas, de escapar de la necesidad y obtener aquello que en mis tiempos se llamaba autorrealización
Croquis del Corazón es un texto que el autor quiso que permaneciera inédito y es un descubrimiento relativamente reciente incluso para sus hijos, dado que fue un ejemplar hecho a mano con como regalo para su mujer. El texto recoge la obra de juventud del autor y está firmado con su primer pseudónimo: Darío Octay.
Durante la presentación los expositores destacaron el rol que tuvo la revista El Peneca en la formación de la intelectualidad, especialmente en aquella de origen obrero, como era el caso de Nicomedes. Esta y otras plataformas, diríamos hoy, hicieron que una generación soñara con ser escritores y poetas, dando finalmente a luz a un grupo de creadores que incluyó a dos premios Nobeles y a figuras aún hoy legendarias, como Pablo de Rokha, Vicente Huidobro y otros muchos.
La rememoración de aquellos años hace inevitable la comparación con el tiempo presente y con ello la fe en el progreso del país y acaso de la humanidad se tambalea. Primero fue el aporte de la televisión y más tarde una serie de instrumentos de evasión los que hicieron que el sueño de las generaciones fuera simplemente el consumo, lo cual implicaba trabajar más para comprar más. Una plétora de medios, de los que aquella maligna televisión ya no es más que su herramienta más ineficiente, se dedicaron a crear una serie de necesidades artificiales en las personas, que dejaron a un lado las auténticas necesidades del espíritu humano.
Del sueño de la poesía, acompañado hasta el punto de ser indistinguible del sueño de una sociedad mejor, se pasó al sueño de cambiar el auto todos los años. Los intelectuales, sean creadores, académicos o humanistas de cualquier índole, quedaron relegados a un segundo lugar. Se nos vendió una mayor preocupación por las ciencias duras, sin embargo, esta preocupación solo tiene lugar en la medida que la ciencia y la tecnología sirvan a los intereses mercantilistas de un élite que se ha hecho con el control del país.
A no ser en círculos que se han vuelto esotéricos, nadie osaría presentarse a sí mismo como poeta. Los profesionales de las humanidades y la filosofía que cargamos con un cartón, que más que un logro parece una condena, enfrentamos la terrible necesidad de “enchular” nuestros currículums para mostrar que somos útiles. Así por ejemplo, cuando se sale al mundo real, vale más haber calculado las remuneraciones de un proyecto FONDART, que haber ganado los fondos en cuestión.
Esto nos hace preguntarnos en manos de quiénes está la creación de la identidad de Chile. Mi observación es que, por una parte, tenemos a los privilegiados que pueden darse el lujo primero de ejercer una actividad no rentable, para luego, a punta de contactos, llegar a volver dicha actividad productiva tanto de dinero como de prestigio social. Por otro lado, tenemos a aquellos arrabaleros que vienen de las castas más bajas de la sociedad y que no le temen a la miseria porque siempre han vivido en ella. Así, tenemos en el primer caso un arte o una producción intelectual completamente desconectada del diario vivir del ciudadano medio y por el otro un resultado que no se ajusta a normas y que presenta talentos en bruto que son la expresión valedera de una marginalidad, pero no del chileno que todavía debe pagar sus cuentas.
Por supuesto que hay excepciones que logran salir de esta dicotomía, como en algún momento lo hiciera Jorge González, sin embargo, tenemos una producción intelectual que no representa a nadie, que no el habla a nadie y que no es más que el reflejo de la profunda división y desigualdad que vive nuestra sociedad.
Creo que, lamentablemente, compete a la autoridad ya sea estatal, municipal o incluso a los privados que son capaces de manejar recursos elevados, hacer algo respecto de esto. En ningún país la poesía es “rentable”, sin embargo, en los Estados Unidos, por ejemplo, muchas fundaciones privadas financian publicaciones de libros y, sobre todo a creadores para que produzcan dichos libros.
Debiera existir, como sucede en otras latitudes, una consciencia de que la producción intelectual es necesaria para un país, así sea porque refuerza la identidad y la pertenencia, porque aumenta los nuevos índices de felicidad de moda o más bien, porque nutre la necesidad humana profunda de ser personas, de escapar de la servidumbre de la necesidad y obtener aquello que en mis tiempos se llamaba autorrealización.
Nicomedes Guzmán, Pablo Neruda, Gabriela Mistral y otros tantos existieron porque tuvieron un suelo fértil en el cual germinar y convertirse en estrellas. En el siglo XXI, nuestras estrellas parecen ser los protagonistas de los realities y quienes publican videos ingeniosos en Youtube. Un mundo mejor, una sociedad mejor y país mejor pasan necesariamente por el desarrollo cultural de los individuos. Si aspiramos a la igualdad de cambiar el auto todos los años o de endeudarnos igualmente con productos de consumo no es posible que lleguemos demasiado lejos.
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