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¿Sabrán los pobres gastar bien el 10%?

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¿Por qué tendemos a pensar que las decisiones económicas y financieras de los pobres serán siempre erradas?

Este es uno de los enigmas sobre los que siempre he buscado argumentos como para convencerme de las bondades del pensamiento estratégico de economistas y financieros pero, como ya se podrá imaginar, estos argumentos se parecen más a convicciones y éstas, antes que aparecer como pilares ideológicos del neoliberalismo o del ismo de moda, asoman con su verdadero rostro de mero prejuicio o abierta acción discriminadora hacia las clases sociales menos afortunadas.

Un estudio de la Universidad de Harvard, ha podido dar con una explicación que se me antoja más cercana a lo que, en verdad, ocurre cuando se trata de juzgar o prejuzgar las decisiones económicas que tomarían los pobres.


Tendemos a juzgar a las personas de familias con menos ingresos en forma negativa cuando consumen artículos que las personas que poseen más ingresos consumen habitualmente.

Pero antes, algunos de los prejuicios más famosos, que han pasado a ser parte de este enorme y falaz paradigma: Lo que nosotros desechamos para otro es un regalo. O más procazmente dicho: ¡Cómete toda la comida! ¡¿Acaso no sabes que los niños en África no tienen qué comer?! O aquellos cuyo rango dentro de la institucionalidad nos hace llorar y reír al mismo tiempo, como el de la Ministra del Trabajo, María José Zaldívar, quien señalara que no quería ver a la gente retirar su 10% “saliendo con plasmas de las tiendas”. O el escatológico y que ha rendido tanto beneficio al corporativismo de la voluntad: “Los pobres no necesitan que les des un pescado sino que les enseñes a pescar”, un común denominador del “buenismo” ignaciano, instalado en el gobierno, las fundaciones, corporaciones de auxilio y de superación de la pobreza”

Sin duda, lo que consideramos aceptable para los pobres, no lo consideramos para nosotros mismos y  aún más, cuando nos situamos dentro de las categorías de abusados o desposeídos en cualquiera de sus dimensiones, tendemos a justificar que sean otros, con más estudios y mejor posición social, quienes califiquen nuestras decisiones.

Tendemos a juzgar a las personas de familias con menos ingresos en forma negativa cuando consumen artículos que las personas que poseen más ingresos consumen habitualmente. Se forma una sanción social evidente e involuntaria que podemos observar en los supermercados de las comunas donde estos grupos sociales pueden encontrarse. Esto ocurre de manera más apodíctica cuando se trata de personas a quienes colocamos en un nivel valórico o de dependencia inferior al nuestro. Asimismo, solemos juzgar estas decisiones no solo cuando han sido tomadas, si no también antes, a modo de consejo tecnocrático: “Pero para qué va a necesitar un televisor más grande o nuevo, Chepita, si con uno usado o chiquito alcanza”. Esto, por cierto agrega una presión social que se suma a las existentes restricciones materiales que ya deben/debemos soportar.

La situación de pobreza es una amalgama de elementos que colocan a las familias en una posición de competencia desleal e injusta en el sistema económico y financiero. Hay restricciones y deprivaciones con la que buena parte de nuestra sociedad inicia, transita, termina su vida y suele transmitir a la siguiente generación, sin cambios, a pesar de todo el “mérito” que pueda tener la familia o la persona para superar dicha situación.

Esta posición en la sociedad les somete a un prejuicio común: de que los gustos y preferencias de los pobres – los que solemos identificar con necesidades- deban ser más frugales que los del resto.

Hace pocos años conocí a une militante de un partido de izquierdas, transgénero y activista, del que tengo la mejor impresión como persona. Conversando con amigos por su presencia y excelente manejo de grupos en su discurso, uno de mis allegados me comenta: “Pero ¿Te diste cuenta? Está usando un iPhone último modelo… y se cree revolucionario!”

Esta es una de las clásicas salidas de los que no aceptan que quienes sustentan un modelo ideológico, moral o que pertenezcan a posiciones sociales menos aventajadas, tomen decisiones que consideran “de mal gusto”, al menos,  para su grupo.

Sin duda, no se trata de poder gastar, esa clase de poder no es la que está en juego en esta discusión, sino la de poder como dominación. El consumo, como argumento para obligar.

Piense en el primer retiro del 10% de los fondos de pensiones a los que se accedió, tras largos meses de tiras y afloja en el Congreso, un estallido social que enfrentó a la policía contra la mayoría de las comunidades, una larga data de revuelta y manifestaciones contra el mismo sistema de pensiones, la desestructuración del status quo económico tras dichas manifestaciones en todo el territorio y posterior pandemia por Covid-19, que encerraron  a un gobierno impávido y violento que terminaba cediendo poder del ejecutivo ante un desordenado pero sediento parlamento.

¿Cuáles han sido las principales preferencias de quienes solicitaron este retiro?

Según un estudio de la Cámara Nacional de Comercio de Chile, el retiro del 10% de los fondos previsionales ha servido, principalmente, para la compra de alimentos, gastándose principalmente en supermercados y comercio minoristas (almacenes, minimarket) y el 38% restante en pagos de servicios básicos, más apaciguamiento de deudas (créditos en educación y vivienda, mayoritariamente) y salud.

 Es fácil apreciar que el 10% del retiro es una reinversión para el apalancamiento del consumo y reactivación, al menos momentánea, del comercio y de los sectores -fíjese usted- en los que invierten las mismas AFP o los grupos que las controlan. Por lo que se trata de un reintegro del circulante, sin afectación alguna del factor inflacionario, base del sistema actual, sí, el mismo que dejó de funcionar hace más de una década.

De la misma forma en que el estudio de pruebas de Harvard indicase que existían patrones de conducta, en que personas de bajos ingresos decidían invertir en televisores plasma (los mismos que no quería ver la Ministra Zaldívar). Esta conducta, demás está decirlo, sería reprochada por personas con mayores ingresos.  De hecho, en uno de los grupos de control de dicho estudio, a las personas no se les indicó el nivel de ingresos de las personas por lo que no pareció tan descabellado, hasta que se enteraron de su segmento de ingreso. Como vemos, el consumo solo está mal visto para el pobre.

Este doble estándar en la apreciación de las decisiones de consumo de las personas en cuanto pertenezcan o no a segmentos más o menos afortunados, también recae respecto de otros bienes, incluso inversiones de mayor importancia, como pretender una casa cerca de un hospital o en un vecindario seguro, lo que implicaría que, con un ingreso bajo, buscar seguridad o protección de salud, representaría un capricho innecesario e incluso inmerecido.

Una pregunta interesante surge, entonces, si sometiéramos la canasta básica que aplica el INE mensualmente para medir el IPC y su impacto en las decisiones de los consumidores segmentados por grupo de ingreso familiar. ¿Cuáles son los productos que considerarían “lógicamente” como necesarios y cuáles suntuarios, dependiendo del grupo social al que pertenezcan las familias? Si esa correlación existe, entonces tenemos un problema que tiene y tendrá consecuencias más complejas que el mero reproche o respingo de nariz de nuestra Ministra o de usted, si se ha pillado haciéndolo en más de alguna ocasión.

¿Compran los pobres cosas equivocadas? ¿Lo harán con un segundo retiro de las AFP?

Esther Duflo, Nobel de Economía 2019, analizaba una de las afirmaciones que corresponden al común de los prejuicios: “si das ayudas a una familia, haces que trabajen menos”. Los estudios revelan con abrumador impacto, que las personas que solventan bienestar y seguridad económica (empleo, vivienda, protección social y de salud), en efecto, proveen de mejores respuestas a las demandas críticas de una economía inestable como la nuestra.

La complejidad de todo este asunto, ahora que se asoma el nuevo retiro de fondos de las AFP en Chile, es cómo impactará en las condiciones de consumo, cuánta distancia generará entre aquellos que pertenecen y no a las familias de menores ingresos. ¿Acaso no eran esas mismas distancias las que se acrecentaron tanto en los último 30 años que terminaron generando una implosión al interior de nuestro sistema político, económico y social? ¿Cuáles serán las repercusiones y cuáles deben ser las repercusiones ad portas del proceso constituyente que se encuentra por inaugurarse?

Porque cuando resuena esto de que al darle menos margen de acción en las decisiones de los económicamente más vulnerables parece hacer mención a tópicos aún más profundos como la autonomía de la persona y el efervescente mérito al interior de sociedad complejas como la del Chile actual. Tendremos que preguntarnos si condiciones de entrada al sistema económico que están vedadas para las familias de escasos ingresos como vivienda y barrios dignos, salud y protección social educación (como siempre), precariedad laboral seguirán siendo parte de un mínimo que se encuentra lejos para la mayoría de las personas en nuestro país; o bien debatir como alternativas interesantes y robustas como la del Ingreso Básico Universal, puedan ser una nueva puerta de entrada incluso a partir de la nueva Carta Magna que se discutirá en los próximos meses.

Determinar cuáles serán los prejuicios que mantendremos y que dejaremos atrás como sociedad es la clave necesaria para avanzar a donde las nuevas conversaciones nos lleven, la dignidad tiene que ver con este tipo de dilemas en los que no sólo es más difícil abordarlos sino que pareciera que no tenemos experiencia alguna en siquiera tomarlos en consideración, porque hasta ahora nos han parecido innecesarios, superfluos.

TAGS: #Pobreza #Prejuicios Consumo Retiro Fondos AFP

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