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Aysén: violencia y soberanía

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Hay una relación directa entre soberanía y violencia. El Estado moderno se define, y en ello hay coincidencias, por monopolizar la violencia, que se pretende legítima, sobre un territorio y una población determinada. Se habla entonces de un Estado soberano, por cuanto no acata poder externo dentro de sus delimitaciones territoriales. El monopolio de la violencia, en un Estado democrático moderno, se supone delimitado por un cuerpo legal por todos conocido y respetado. El respeto, siempre en el ámbito de los supuestos, emanaría de la participación popular en la definición de ese cuerpo legal. El poder constituyente, esto es, una forma vital de ejercicio de la soberanía popular o soberanía social, se encargaría de establecer democráticamente el marco legal y, tan importante como eso, se traduciría en que la soberanía del Estado sería la expresión jurídica de la soberanía popular.

En el caso de Aysén lo antes expresado no alcanza, siquiera, a ser una ficción jurídica. Es una farsa.
 
De lo que actualmente conocemos como Chile, Aysén fue el último territorio colonizado. Fueron hacheros y pescadores chilotes, como en  Llanquihue, quienes primero se establecieron en esas tierras. Tehuelches y Yaganes habían penetrado escasamente la pequeña franja entre la cordillera y los canales, y no fue si no a principios del siglo XX que el Estado tomó posesión efectiva del territorio. Hasta entonces, cuando se fundó la propiedad, el territorio y las gentes que lo habitaban vivían sin Estado. La soberanía sobre el territorio, y sus habitantes, se definió entre Santiago y Buenos Aires, Londres mediante. La soberanía popular, o social, sólo fue considerada asunto de Estado a inicios de la década de 1930. Esto es, a su población no se le reconocieron derechos civiles ni políticos hasta entonces.
 
Las concesiones de miles de hectáreas que, mediante acuerdos corruptos, obtuvieron del Poder Ejecutivo especuladores como Tornero, Moritz Braun y Julio Vicuña, no alcanzaron la magnitud que les permitió la rentabilidad de la explotación ovina en los territorios argentinos de Chubut y Santa Cruz, el chileno de Magallanes y la provincia de Chiloé. Sin embargo, un paso atrás del latifundio comenzó a instalarse el Estado. Sin caminos, sin postas, sin escuelas, sin correos, sin puertos, con carabineros.
 
Desde que se inició la colonización de Llanquihue y Osorno, decenas de familias de colonos chilenos, chilotes y williches se instalaron en Aysén. En pequeñas explotaciones, como en Chile Chico. Hasta allí llegaron huyendo del horizonte trágico de convertirse en empleados o inquilinos de los latifundios que prosperaban, gracias a la acción del Estado, al norte. Su comercio se realizaba, como hasta hoy, fundamentalmente con Chiloé y con los territorios argentinos. Allí educaban a sus hijos, cuando podían hacerlo, allí recibían atención médica, cuando existía la posibilidad.
 
En la década de 1910, las compañías ganaderas formadas por capitales europeos y asentadas en Magallanes y Santa Cruz comenzaron a avanzar sobre Aysén, despojando colonos y expulsando yaganes y tehuelches. Entonces el Estado se hizo presente, por primera vez. Lo hizo emitiendo órdenes de desalojo contra pobladores. Reivindicando su derecho a poblar, los colonos ignoraron las órdenes hasta el arribo de un contingente formado por carabineros y administradores de compañías. Luego de ofrecer resistencia, los colonos fueron derrotados, sus propiedades incendiadas, sus animales dispersos. Lo que se conoce como la Guerra de Chile Chico marcó la entrada efectiva del Estado, el reemplazo de la soberanía de los colonos por la de las compañías. Ese resultado, que he llamado soberanía de ovejas, significa que el territorio es ocupado por animales, antes que por personas, y es apropiado por latifundistas amparados legal y militarmente por el Estado. La soberanía estatal en Aysén, así, nació mediante actos jurídicos de expropiación y acciones de violencia nunca antes vista, una violencia practicada por agentes del Estado para infundir miedo.
 
Como en todo proceso colonial, se divorció al territorio de sus pobladores. El territorio era chileno, por cuanto las compañías gozaban de autorizaciones del Estado, mientras la población era sólo formalmente chilena, por cuanto para ella no regían los derechos civiles y políticos reconocidos por el Estado de Chile. Soberanía sobre el territorio sin soberanía popular.
 
Después de un siglo, nuevamente, represión descontrolada ante la reivindicación de derechos. La reivindicación social de soberanía es enfrentada nuevamente con violencia. Con una violencia doblemente ilegítima, por cuanto el orden legal chileno no nació, ni expresa el ejercicio, de la soberanía popular, y porque se niega a la comunidad la capacidad de decidir sobre decisiones que le competen. Es decir, la soberanía del Estado está divorciada de la soberanía popular, como divorciada se quiere a la población de su tierra. A modo de ejemplo, una compañía extranjera con apoyo del Estado podría decidir la inundación de miles de hectáreas, para producir energía para compañías mineras también extranjeras en Antofagasta, sin respetar la voluntad social.
 
En Aysén, como en Coihaique y antes en Magallanes, la disputa es entre dos nociones de soberanía, que podrían potenciarse recíprocamente. De hecho, un argumento central en las demandas sociales de Aysén es la responsabilidad del Estado para con sus ciudadanos en una zona fronteriza y lejana. Es decir, se demanda responsabilidad para quienes, por habitar la frontera y por ser ciudadanos, son doblemente sujetos de soberanía. Se demanda inversión y exenciones fiscales, como lo hizo Perón en la Patagonia argentina, el Frente Popular en Magallanes, Allende en Panguipulli, Pinochet, a su manera, sin soberanía popular, en Aysén, y desde entonces los gobiernos argentinos y chilenos con Tierra del Fuego. Y se demanda, al mismo tiempo, y por lo mismo, poder de decisión.
 
La respuesta del Gobierno Piñera-Hinzpeter, inepto como pocos, ha sido desconocer la responsabilidad del Estado hacia las zonas extremas (ya lo hizo en Magallanes y en Arica) y negar los derechos de esos ciudadanos. Respecto de lo primero, antes que la inversión pública opta por privilegiar la privada, lo que es más propio de la estrategia colonial del Estado oligárquico que de las políticas implementadas los últimos 100 años. Respecto de lo segundo, lo ha hecho interviniendo las precarias instituciones locales de decisión frente a Hidroaysén y, ahora, desplegando una fuerza represiva que nunca, desde 1918, se conoció en la zona.
 
Lo que se juega en Aysén es un problema de Estado. No hay soberanía territorial sin responsabilidad estatal por los habitantes de ese territorio. Al menos por su patriotismo de banderita y efeméride debiera el Gobierno construir una buena relación con los sujetos que construyen soberanía.
 
Lo que se juega en Aysén es, además, un problema de soberanía social. Ella pone en duda la legitimidad de un Estado que la ciudadanía, mayoritaria y crecientemente, considera viciada por origen y por ejercicio. La única salida que garantiza una solución de fondo es la realización de una asamblea constituyente, donde la soberanía efectiva sea ejercida por los ciudadanos. Sabemos, sin embargo, que el Gobierno no impulsará un proceso democratizador. Lo que puede exigirse, eso si, es que el Gobierno detenga la única salida que garantiza que la crisis de legitimidad se profundizará: la estrategia del no-diálogo y la violencia represiva. Retirar a las Fuerzas Especiales, una tropa llevada desde la metrópoli que actúa de manera extremadamente violenta contra el conjunto de la población, es el paso que debe dar el Estado. De no hacerlo, el Gobierno daña a largo plazo la soberanía territorial y a corto plazo la soberanía popular. La primera no es demasiado preocupante. La segunda es asunto de vida o muerte.
 
Es entendible que la actual Derecha, criada por la Dictadura, se resista a reconocer los procesos de empoderamiento ciudadano, a cuestionar su institucionalidad, a modificar su modelo económico. Tiene todo el derecho de hacerlo. Pero no tiene ningún derecho a jugar con la vida y la muerte de los ciudadanos. Con esa estrategia resultó victoriosa en el pasado -nadie sabe tan bien como la Derecha de desprecio por la dignidad. Ya no corre la guerra fría, ni es viable pensar en una nueva dictadura. La Doctrina de la Seguridad Nacional no convoca, salvo a un 15 a 30% pinochetista.
 
No es posible apelar al respeto a la vida, ni al respeto a la mayoría ciudadana, para exigirle al Gobierno que no continúe la violencia que tan profundos dolores ha dejado en nuestro país. Es sencillamente por estrategia que el Gobierno debiera enmendar el rumbo frente a la protesta social. Porque dos años pasan rápido, dejarán de ser Gobierno, y el empoderamiento ciudadano va a continuar creciendo. Mientras más quiera defender al pequeño, dominante y aislado sector social que representa, más sensato sería que asumiera que es un Gobierno de minoría, que no puede seguir violentando la soberanía popular y que debe empezar a dialogar con ella. Porque la muerte sería intolerable y la Derecha está demasiado cerca de volver a matar. En Aysén o en cualquier parte.
 
* Alberto Harambour es historiador y académico de la Universidad Diego Portales.
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22 de marzo

Tu artículo explica muy bien cómo el Estado -da lo mismo el nombre que le coloquen o el carácter de los gobernantes- pasa a llevar derechos de propiedad de las personas.

Y claro, muchos dirán que sin Estado no hay derechos de propiedad, pero tal como describes, los colonos e incluso los pueblos originarios, ejercían el derecho de propiedad basado en el principio del primer ocupante, que es en definitiva un derecho de propiedad sobre la tierra establecido en base a quien la coloniza primero y además la trabajada.

Si aplicamos tal principio para evaluar la legitimidad y justicia de los derechos de propiedad vigentes, reconocidos por el Estado, nos llevaremos muchas sorpresas. No todos han sido establecidos por libre intercambio sino por conquista, es decir, mediante el uso de la fuerza y la coacción, aunque a todo eso le llame razón de Estado, patriotismo, pacificación, o lo que sea.

Saludos

enzo-abbagliati

22 de marzo

Muy buena entrada, Alberto, que deja planteado -a mi juicio correctamente- el problema de fondo. Lo de Aysén es ante todo un conflicto sobre cómo el Estado de Chile articula y se relaciona con las comunidades que habitan sus distintos territorios, y que rol juegan éstas en los procesos de toma de decisión. Por eso, la solución no pasa -necesariamente- por cuánta plata se pone en un plan de desarrollo regional que dé cuenta de un conjunto de demandas específicas, sino cómo y quiénes definen ese plan.

22 de marzo

Creo que el cómo y quiénes ya no es el gobierno central, sino los gobiernos locales. Irremediablemente, el Estado chileno -y esto sin importar el gobierno de turno- se enfrenta ante un dilema, o sigue siendo centralista al extremo, pero sin reconocimiento soberano; o acepta que las sociedades cambian y que por tanto, su estructura de poder, centralista, hiperpresidencialista, hoy está obsoleta en contraste con una sociedad que quiere un poder más distribuido.

Ese dilema entre lo que podemos llamar centralismo -al que aún adscriben moros y cristianos- y lo que podemos llamar el federalismo en ciernes, es el que hoy comienza a situarse como tema. En lo personal, opto por el principio federativo.

22 de marzo

Me remito a los dos últimos párrafos del autor que me parecen algo maniqueos. El autor subestima la voluntad de diálogo de la sociedad chilena. que puede aflorar en situaciones mucho más complejas en términos de convivencia social, como por ejemplo, el año 1988. Reducir a la derecha a una máquina de violencia es caer en un simplismo riesgoso porque es una manifestación de miedo, y eso puede ser peor que el odio. Hinzpeter y Piñera no son la derecha.

23 de marzo

si Hinzpeter y Piñera no son la derecha entonces es difícil saber cual es. Es el único Presidente de derecha electo en medio siglo, y la base de apoyo que mantiene es básicamente la misma que apoyó a la dictadura de derecha. La «voluntad de diálogo de la sociedad chilena» me queda más que clara. La que no aparece es la del Estado, y de este Gobierno en general. Las negociaciones de fines de la Dictadura obedecen a otras, muchas condiciones de posibilidad. La principal, que en ellas no participó la sociedad movilizada, si no sólo partidos políticos sobre la base de la desmovilización social. Por lo mismo, la tarea para el Estado, por ahora, es aprender a negociar con sectores distintos a los que han participado de su administración por demasiado tiempo.

22 de marzo

Profesor debido a errores en su mención a la Guerra de Chile Chico, recomiendo un libro de su colega, historiadora local, Danka Ivanoff Wellman: La Guerra de Chile Chico – Los pobladores no fueron derrotados..

23 de marzo

Conozco ese libro, y unas cuantas fuentes. Mi conclusión sobre la Guerra de Chile Chico es que significó una derrota para los colonos. Hubo varios muertos, viviendas incendiadas y desalojos, en lo inmediato. A mediano plazo, por supuesto, la colonización espontanea se mantuvo, escapando a las fronteras del latifundio, pero no se consiguió reconocimiento estatal al asentamiento libre salvo en excepciones, y durante la mayor parte del siglo XX resultó más factible establecerse más allá de la frontera chilena. La poca cesantía actual tiene que ver con el trabajo precario, si, pero también por la migración laboral a la otra Patagonia, la de la estepa.

Javier Sánchez

08 de mayo

Para escribir y comer pescado hay que tener mucho cuidado. Anda bastante perdido don Alberto. Le recomiendo lea la obra de la historiadora aisenina Danka ivanoff W. y sobre todo lea con atención La Guerra de Chile Chico

08 de mayo

En general soy cuidadoso, lo cual no impide que a veces me equivoque. Si usted me pudiera indicar en que ando tan perdido podría intentar corregir la falta.

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