Puede no ser novedoso, ni sorprendente, el impacto que tienen los primeros estímulos en los desenlaces de la vida de niños y niñas, fundamentalmente por el hecho de haber sido postulados, o bien por ser conocidos empíricamente, desde hace muchos años. Sin embargo, en mi opinión, es realmente sorprendente (diría hasta novedoso) cuando comprendemos la forma en la que impactan los primeros estímulos. Es así como el tipo y calidad de los mismos puede repercutir en la niña o en el niño en sus primeros meses o años de vida, modificando epigenéticamente el cerebro. Este remodelado cerebral (en neuronas y en células glía), podría tener un enorme impacto en procesos tan relevantes como la sinaptogénesis y posterior poda, que ocurren en la niñez y en la adolescencia. Más aún, es extremadamente sorprendente el hecho que tales estímulos, incluso en la vida intrauterina, pudiesen tener impacto en un cambio genético del cerebro, al modificar el comportamiento de elementos genéticos móviles (genes saltarines) como es el caso de los retrotransposones. Esto último, generaría un mosaicismo genético cerebral con imprevisibles consecuencias, no solo en la vida del niño o la niña que se está desarrollando, sino que además en sus futuros hijos.
Los primeros estímulos
Entre los primeros estímulos podemos encontrar los estímulos hápticos. Al respecto, es sorprendente darnos cuenta el hecho que el roce de la piel produce sensaciones placenteras, las que pueden ocurrir durante las interacciones sociales, y pueden ser clave en la consolidación del apego (caricias que una madre da a su hija o hijo recién nacido). En el año 2013 se logró identificar una población de neuronas sensoriales relacionadas con estas sensaciones. Estas neuronas inervan exclusivamente la piel vellosa con grandes arborizaciones terminales y carecen de fibras de mielina e inervan exclusivamente la piel con vello. Estas neuronas se activan cuando se acaricia la piel, pero no ante una estimulación dañina, como puede ser una punzada o un pellizco. Es más, al aplicar estímulos nocivos se activan otras neuronas, que no responden a las caricias. Estos descubrimientos abren el camino para poder comprender la función de poblaciones especiales de neuronas sensitivas durante los comportamientos sociales. No hay duda, las caricias se constituyen como una importante acción en la constitución del apego.Es sorprendente como los estímulos en las primeras etapas de la vida impactan en el desarrollo futuro de niñas y niños, con efectos muchas veces imprevisibles, que causan metamorfosis, afectando sus aprendizajes y quizá también afectando a sus propios hijos, por herencia epigenética intergeneracional.
Tema aparte es la lactancia materna, un estímulo importantísimo en los comienzos de nuestras vidas. Sé que es un tema que aparentemente no debería aportarnos nada nuevo; sin embargo, todo cambia cuando comenzamos a reconocer lo que realmente es la leche materna. No es solo un alimento que proporciona nutrientes y entrega las primeras defensas (anticuerpos) al niño o niña. Sabemos que es una sustancia mucho más compleja funcionalmente, se puede comportar como un transmisor o relé entre el genoma materno y la regulación epigenética del receptor de la leche, que en condiciones fisiológicas es el recién nacido. El efecto epigenético de la leche tiene un papel fundamental en la regulación de la expresión génica de tejidos específicos, y por lo tanto alteraciones en estos procesos pueden inducir a largo plazo cambios tanto en la expresión génica como en el metabolismo, los que persistirían a lo largo de toda la vida. Al parecer, la lactancia materna tendría un gran impacto en la reconfiguración de las redes neuronales durante los primeros meses de vida. Eso es sorprendente, al menos para mí.
¿Y qué diríamos del juego? Poco después del destete, prácticamente todos los mamíferos entran en un período que se caracteriza por altos niveles de juego social con características específicas con ciertas similitudes en los mismos rangos de edad. A pesar de ser arriesgado y energéticamente costoso, el juego social durante el período juvenil es un comportamiento motivado y altamente gratificante. También hay algunas pruebas de que el juego puede estar bajo control homeostático con breves períodos de privación que resultan en rebotes compensatorios. Sin embargo, este efecto compensatorio solo se manifiesta durante una ventana específica de desarrollo juvenil. El hecho de que el juego está conservado, motivado y, posiblemente, bajo el control homeostático, indica que es probable que esté desempeñando alguna función útil, de valor evolutivo, para guiar la maduración del cerebro y el comportamiento.
Los animales privados de oportunidades para jugar durante el período juvenil tienden a mostrar bajos niveles de comportamiento social en la edad adulta. Las interacciones sociales, que ocurren en los animales privados del juego, tienden a ser torpes e inflexibles.
Se ha demostrado que el juego induce una actividad coordinada entre varias regiones del cerebro en animales juveniles, a saber: amígdala, tálamo y corteza prefrontal. El papel que desempeñaría el juego serviría para guiar el desarrollo de los circuitos neuronales de las regiones activadas por el mismo. Es interesante observar que hay evidencias relativamente recientes que sugieren que el juego puede inducir modificaciones en el desarrollo de las dendritas dentro de la corteza prefrontal medial que las hacen más maleables a una variedad de experiencias (tanto sociales como no sociales) que se encuentran posteriormente en la vida adulta.
Metamorfosis
En el contexto de la dinámica de interacciones que viven los niños y niñas en sus primeros meses y años de vida, podríamos imaginarnos que cada niña y niño correspondería a un nodo de una red de redes de interacciones multidimensionales. De una red que además es dinámica, que evoluciona en su campo de relaciones espacio temporales. En este hipotético modelo, niños y niñas están sujetos a las mismas “fuerzas” que moldean a todos los seres vivos, donde las memorias inter y transgeneracionales son clave para crear nuevas soluciones de continuidad, en una constante metamorfosis de emociones y razones.
En la metamorfosis de nuestras vidas, las “fuerzas” que gobiernan nuestras acciones y decisiones se ven inundadas con nuevas memorias, nuevos instintos, nuevas emociones, nuevas percepciones y nuevas motivaciones.
Visto así, si es nuestro entorno -con el cual nos relacionamos día a día- el que a través de sus continuos estímulos nos emociona, modificando nuestro genoma y epigenoma cerebral -generando con ello nuevas memorias inter y transgeneracionales-, es entonces aquí donde deberíamos detenernos, reflexionar y preguntarnos, entre otras cosas:
¿Qué es lo que emociona (causa metamorfosis) a los niños y a las niñas, dentro del contexto del aprendizaje?
Ahora bien, realizarnos preguntas de esta envergadura nos podría poner en una incómoda situación. Quizá no tengamos una única respuesta para cada pregunta formulada y eso nos lleve al desaliento, creyendo que tiene que existir una única respuesta, una única “verdad”. Además, en la búsqueda de las respuestas, no solo debemos mirar hacia el interior de los niños y niñas, sino también hacia afuera, hacia lo que les rodea, hacia aquello que los ha moldeado, hacia aquello que los ha modificado genéticamente y epigenéticamente, y que es responsable de sus diversas respuestas adaptativas predictivas, que causan emociones, las diferentes emociones que viven día a día.
Al parecer, no es necesario ir muy lejos para reconocer lo que motiva a niñas y niños. Lo que llama su atención, lo que causa metamorfosis en su sistema nervioso central, es todo aquello que les rodea y con lo que se han relacionado desde su primera infancia e incluso desde mucho antes. En sus exposomas podríamos encontrar las respuestas a nuestras muchas preguntas
Entonces
A pesar que muchos lo podrían considerar una obviedad, a mis ojos es sorprendente como los estímulos en las primeras etapas de la vida impactan en el desarrollo futuro de niñas y niños, con efectos muchas veces imprevisibles, que causan metamorfosis, afectando sus aprendizajes y quizá también afectando a sus propios hijos, por herencia epigenética intergeneracional.
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