Nacido y criado a la orilla del mar no resulta raro que disfrutara mis vacaciones en la infancia en un departamento ubicado en el horno santiaguino. Aquel calor que desespera y agobia a millones yo lo gozaba tan intensamente como un niño de la capital disfruta de las olas y la arena en la playa.
Extraño, pero así es.
En uno de esos veranos, posiblemente rondando los 7 u 8 años y al regreso de la piscina Mund, cada día me refugiaba dentro del fresco closet donde había una extensa colección de revistas Life (también Pan de Pascua sobrante de Navidad que roía con mis nacientes dientes, pero esa es otra historia).
Medio siglo después exorcicé aquellos fantasmas de Life que me producían tanto espanto y escribí un novelón de 400 páginas sobre el infierno del Somme entre 1916 y 1918 que algún día estará en los anaqueles de una Librería.
En un tiempo donde la TV no estaba masificada, a los niños no nos quedaba otro opción que el juego y la lectura, y las Life no solo ofrecían lectura, sino que imágenes, muchas fotos y dibujos que lograban amplificar y magníficar hechos y acontecimientos más aún en una mente fantasiosa.
Había un número especial de la Life que concitaba mi atención, o mejor dicho, mi obsesión, por no decir mi espanto.
Se cumplía el 45º aniversario del inicio de la Batalla del Somme y la revista dedicó gran cantidad de páginas a retratar todo el horror de la Gran Guerra a través de docenas de ilustraciones a todo color.
Explosiones, cuerpos desmembrados, camiones estancados en el lodo, alambres de púas, caballos muertos, piezas de artillería, aviones batiéndose a duelo en el aire y la vida en las indignas trincheras eran magistralmente estampadas por el artista en notables dibujos que atrapaban mis ojos como un imán.
El corazón latía fuerte y rápido y mi mente no lograba entender el por qué los hombres llegaban a esos extremos cuando la vida era una maravilla (…por la mañana había rozado los labios de N, un año mayor, y había sido obligado a rozar los de su hermana P, dos años mayor que yo, o caso contrario mi tía se enteraría de mis andanzas…)
Al terminar el diario festín de atroces imágenes bajaba al patio común de los edificios a gozar de esa otra y maravillosa «life», mientras desde el balcón de mis amadas se oían las notas de «Volare» (Nel blu, dipinto di Blu) de Domenico Modugno y una brisa refrescante esparcía el aroma de los cardenales recién regados.
Pero las imágenes del Somme tenían una fuerza propia e inconmensurable que me perseguían durante el sueño, logrando que la absurda inutilidad de la carnicería que me planteaba con fuerza y durante la vigilia se tornaran en una pesadilla donde la razón se veía imposibilitada de interceder.
Medio siglo después exorcicé aquellos fantasmas de Life que me producían tanto espanto y escribí un novelón de 400 páginas sobre el infierno del Somme entre 1916 y 1918 que algún día estará en los anaqueles de una Librería. Pero, igual que el Pan de Pascua roído en secreto en el fresco closet, esa es otra historia.
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