Uno de los aspectos más críticos que revela la situación del sistema de protección de la infancia en Chile es el estado actual de lo que se suele denominar como oferta o sistema de cuidados alternativos. Históricamente, y en todo el mundo ha estado presente, la dolorosa situación de niños que se ven expuestos a la pérdida parcial o total de sus vínculos. Las instituciones de protección y acogida surgen precisamente como una respuesta ante la situación de niños que por diferentes circunstancias son privados del cuidado de sus padres. Las guerras, las catástrofes naturales, los fenómenos migratorio del campo a la ciudad, la exclusión social y la pobreza, las situaciones de violencia ejercidas desde lugares de poder, están dentro de las causas por las que un niño queda expuesto a la posibilidad de ser privado de sus lazos afectivos y de pertenencia.
Todas las sociedades requieren de sistemas alternativos que puedan brindar un cuidado digno, justo y responsable a todos aquellos niños que no sólo han sufrido la experiencia de una vulneración de derechos, sino que también se ven expuestos al drama de la separación y al despojo de sus referentes significativos. Nuestro país cuenta básicamente con dos modalidades de cuidados alternativos: residencias de protección y programa de familias de acogida. Actualmente existen aproximadamente 14.000 plazas en todo el sistema de cuidados alternativos, de las que el 70% corresponden a plazas de residencias de protección, mientras que el 30% restante son plazas para familias de acogida. Si vemos las cifras según el número de programas existentes, hay 264 residencias de protección a nivel nacional, mientras que sólo 66 programas de familias de acogida. ¿Debe ser considerado un problema la existencia de este número de residencias y las significativas diferencias con los programas de familias de acogida? Si consideramos la precariedad histórica presente en los cuidados residenciales, tal como lo hemos visto en las últimas semanas, y que la experiencia internacional acumulada por décadas describe los contextos de internación de niños como lugares que tienden a dañar más que a reparar las experiencias de vulneración y separación, es a todas luces insostenible mantener la actual configuración de nuestro sistema.Distantes de cuidar, las residencias y las familias de acogida poseen un funcionamiento enraizado en sus lineamientos técnicos que opera la mayoría de las veces en un sentido contrario a favorecer una experiencia reparatoria de la vulneración de derechos.
Nuestras autoridades y los organismos colaboradores subvencionados por el Estado han privilegiado seguir sosteniendo en las residencias la principal respuesta frente al problema de la privación de los cuidados parentales en aquellas situaciones en donde la separación es la única alternativa. Si no ¿cómo se entiende la inversión de 12.500 millones en el mejoramiento de infraestructura para centros de colaboradores y de administración directa durante el año 2015? Se ha preferido mantener una oferta de programas de acogimiento residencial por sobre la generación de un sistema de cuidados alternativos basados en la prevención, reparación y revinculación del niño con su familia y comunidad.
Ahora bien, la solución de este problema no sólo involucra el cierre o disminución de residencias de protección, o la ampliación de la oferta de familias de acogida. Ambas modalidades pueden proveer de cuidados adecuados, pero también de tratos negligentes si no se incorporan orientaciones claras que puedan acoger el malestar de un niño que ha sufrido por la violencia y la separación. Se trata más bien de configurar un sistema, inexistente por lo demás, que pueda brindar el cuidado y acompañamiento necesario a niños y familias envueltos en situaciones de alta vulnerabilidad y donde la ruptura de los vínculos es una amenaza permanente.
El cuidado es precisamente uno de los elementos más ausentes en este campo de intervención. Distantes de cuidar, las residencias y las familias de acogida poseen un funcionamiento enraizado en sus lineamientos técnicos que opera la mayoría de las veces en un sentido contrario a favorecer una experiencia reparatoria de la vulneración de derechos. A su vez, no se generan las suficientes acciones orientadas a la preservación de los lazos, la historia y la identidad, así como tampoco se favorecen procesos de revinculación con algún referente significativo que le permita al niño reestablecer su lugar en el campo social. Hay investigaciones que señalan que cuatro de cada cinco niños en instituciones de protección tienen padres que podrían cuidar de ellos. Por lo tanto, los niños no se encuentran realmente en situación de abandono, sino que se hayan separados de estos, principalmente por una medida judicial. Factores como la pobreza, la falta de acceso a los servicios sociales básicos y la ausencia de un apoyo especializado a los padres, inciden en que se generen las situaciones de crisis y violencia al interior del núcleo familiar que tienen como consecuencia la vulneración de derechos y el daño consecuente de la separación.
Si realmente existe un auténtico interés político por el cuidado y la protección de los derechos de los niños debiesen generarse señales de movilización y trabajo conjunto de todas las instituciones que componen el sistema de protección de la infancia. La principal tarea debiese ser la construcción de un sistema de cuidados alternativos que tenga como prioridad el apoyo a las familias y a las comunidades para que puedan cuidar de sus propios niños y niñas. El cuidado ético que debería estar a la base de este sistema sólo será posible de inscribir en la medida que la cultura de la caridad y de la beneficencia, tan presente en en el campo de la infancia vulnerable y vulnerada, se modifique por un enfoque de protección integral en el marco de una cultura de derechos humanos.
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