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Los dilemas de la Comisión Nacional de Acreditación.

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Originalmente, la CNA buscaba conciliar dos cuestiones esenciales, de un lado, la expansión de la cobertura y la diversidad institucional, y de otro, la “libertad de elección” de los padres o los propios estudiantes. De allí que bien vale reconocer que esta institución en sus comienzos se disponía a establecer una prevención regulatoria frente a los “ciclos políticos”. Sin embargo, ha quedado en evidencia que este impulso inicial no pudo trascender el juego de intereses corporativos.

En la actualidad, los criterios de acreditación para las universidades chilenas se centran –fuertemente- en el campo de la gestión institucional y la sustentabilidad financiera en materias de infraestructura, recursos humanos, equipamiento y actualización tecnológica. Ello nos indica que la controversial definición de la “calidad”, antes resguardada por planteles académicos identificados con un proyecto nacional -más la inversión en investigación científica- ha cedido a otros mecanismos de regulación donde destacan los intereses de diversos “grupos de presión”, o bien, criterios directamente asociados a mecanismos de mercado. El bullado informe OCDE del año 2009 no escatimó adjetivos para advertir que “…las instituciones [universidades chilenas] harán todo lo posible por conseguir la acreditación, pero no está tan claro si esto está logrando un mejoramiento significativo de la calidad de la enseñanza y el aprendizaje en la sala de clases, que se pueda medir a través de los resultados y la experiencia de los alumnos” (p.74). Se trata de una primera voz de alerta que no ha sido comentada en el debate público.

En nuestra opinión, el problema no se agota con delimitar una amplia gama de universidades bajo la modalidad de instituciones docentes. Más aún si consideramos que una parte importante de la educación superior cae en esa categoría, con excepciones bastante puntuales. Por ello, y sin el ánimo de desestimar los requerimientos técnicos aquí consignados, la investigación social –salvo honrosas experiencias que tienden a monopolizar los mecanismos de indexación- queda desmedrada respecto de su tradicional función donde el “saber” tenía un poder creativo en las políticas del desarrollo. Desde nuestro punto de vista es necesario retomar la discusión, por cuanto hoy en día se ha establecido como axioma la acreditación de universidades en docencia y gestión institucional y se ha dejado en un segundo plano los programas de investigación, y menos la constitución de discursos críticos. Más del 90% de las acreditaciones –entre el 2008 a la fecha- no consideran el ítem de investigación, sino que centran buena parte de su cuestionario en indicadores de sustentabilidad. Simultáneamente, aquellos criterios referidos a la retención de cohortes, tasa de titulación, expansión de la matrícula con relación a la extensión de la planta académica, está relacionada con una casuística de mercado de difícil proyección. Esta fue la situación que –entre otras- afectó a la Universidad de las Américas y se tradujo en rechazar su acreditación, pese a que internamente pueden existir programas acreditados. Ello lleva a la paradoja de titular profesionales de una carrera acreditada desde una institución que a su vez no goza de acreditación institucional. Esta vez la explosión de la oferta académica sugerida por la propia CNA no mantuvo el equilibrio con la tasa de retención.

Esto se ha visto agravado porque el rasero de la CNA se sirve “esencialmente” de indicadores de logro (retención, cobertura, inserción laboral, morosidad, tasa de titulación) que no apoyan necesariamente un programa de formación ciudadana como parte del proceso formativo, sino que supervisa la adecuada entrega de “servicios”. Lejos de negar la relevancia de los indicadores de logro, ellos tampoco pueden fundar per se una política académica, pues los resultados se traducen en una docencia sin insumos investigativos, restringida al modelo par time, y la prestación instrumental en el mercado del trabajo. El desmantelamiento de la matriz estatal bajo la des-regulación de los años 80’ estableció las bases de una modernización que fue alevosamente profundizada en los últimos dos decenios. Originalmente, la CNA buscaba conciliar dos cuestiones esenciales, de un lado, la expansión de la cobertura y la diversidad institucional, y de otro, la “libertad de elección” de los padres o los propios estudiantes. De allí que bien vale reconocer que esta institución en sus comienzos se disponía a establecer una prevención regulatoria frente a los “ciclos políticos”. Sin embargo, ha quedado en evidencia que este impulso inicial no pudo trascender el juego de intereses corporativos. El año 2012 tuvo lugar un escándalo que no vale la pena comentar. Ese mismo año, en pleno proceso de acreditación, la CNA de modo algo inexplicable externalizó una función financiera en una “aseguradora de riesgo” como Feller Rate, cuyos criterios están más bien asociados al mundo del “retail” (y riesgos de la banca), a diferencia de una universidad y sus externalidades -intangibles. A pocos días fue la propia Superintendencia de Valores y Seguros fue quien rechazó públicamente la función complementaria de la “asegurado de riesgos” designada por la CNA. Se trata de otro síntoma.

Si bien conviene revisar los límites de la matriz estatal (intervencionista) respecto de otras formas de instrucción educacional donde se reconozca una mixtura entre bienes públicos y gestión privada, no podemos obviar  la ausencia de un debate nacional sobre la liberalización educacional durante los años 90’. Ello agravó la instauración de nuevas instituciones de educación superior –muchas veces- se sustentaban en base a decretos administrativos, o bien, en virtud de su carácter legal. Como si la expansión de la cobertura resolviera per se el difícil tema de la “calidad”. Es parte de la evidencia pública que en el caso chileno el proceso de des-regulación también estimuló la constitución de unidades con un débil fortalecimiento académico-institucional (falta de infraestructura, difusos estándares de calidad, problemas de inversión), como asimismo, la escasa entrega de información sobre la inserción laboral.

Hoy es necesaria la elaboración de un marco regulatorio (Superintendencia) que no implica el retorno a un estatismo educacional intrusivo. La Ley Beyer constituye una variante -extremadamente controversial- si atendemos a los ciclos de movilización del período 2011/2012. Ahora es posible una mirada creativa sobre las nuevas mixturas público-privado, sus aportes y sopesar la constitución de modelos complejos de educación que bien pueden contribuir a una educación que –inclusive- pueda salvaguardar los territorios públicos de la ciudadanía. No podemos negar la existencia de universidades privadas con vocación pública, este es el caso de una serie de instituciones que emergieron con un discurso crítico hacia la Dictadura –y que se harían parte de la invocada diversidad institucional. Convengamos que una universidad puede defender una concepción pública sin estar sujeta a los dictámenes del Estado. Como antes señalamos, “lo público” no es exactamente igual a lo estatal. El ciclo de secularización que experimenta la sociedad chilena nos hace prever que se trata de un debate en desarrollo para los próximos cuatro años.

Más allá de la relevancia de las dimensiones sancionadas por la CNA para medir “calidad” (propósitos, integridad, estructura curricular, resultados del proceso de formación, recursos humanos, infraestructura y vinculación con el medio), existe un “vacío” referido a una dimensión más integral en torno a una ciudadanía con cualidades éticas y solidarias –expuesto en otro registro por el CRUCH. Esto resulta fundamental, a saber, la educación como un espacio de convivencia colectiva; como una extensión torna especialmente relevante dada la disgregación social en una sociedad de bienes y servicios. Más aún, cuando actualmente las fluctuaciones del mercado laboral y el déficit de cobertura estatal expresado en focos de empleabilidad; asesorías, diplomados, OTEC, cursos a distancia, que han ido fortaleciendo procesos que difieren de los clásicos postulados universales, culturales e ideológicos que eran el soporte de la educación integración social en el marco de un proyecto país. Se trata de un mercado educacional –con pocas prevenciones regulatorias- que expresa demandas inarticuladas y ello es un problema del mercado educacional.

Con relación al paradigma de turno de los últimos dos decenios cabe hacer una importante precisión. Los gobiernos de los últimos 23 años adoptaron una política que favoreció la continuidad de un diseño elaborado en los años 80 referido a la educación superior, su privatización y el virtual desmantelamiento de las universidades públicas. Pero curiosamente los primeros informes de la OCDE (2009), como también, políticas del BANCO MUNDIAL, estimularon –en el caso chileno- una insospechada vocación tecnocrática en los lineamientos educacionales, toda vez que destacaron el mejoramiento de la cobertura para el caso nacional. Es muy interesante consignar este punto porque nos ayuda a comprender la perpetuación de “enfoques” imperfectos. Esta es una fundada discrepancia técnica por cuanto no sabemos con qué evidencia y en qué tipo de juicio analítico la OCDE pudo concluir que –originalmente- no hubo una “disminución general en la calidad de la educación chilena”. No sabemos a qué alude el concepto de “general” ni tampoco a qué dimensión de “calidad” se estaba refiriendo. Parece que aquí han primado más bien juicios de valor que un análisis objetivo de la realidad que interesaba abordar. En opinión de Luis Riveros (2013), este controversial informe sirvió para brindarle un sustantivo apoyo a todos los sectores que desde la Concertación eran los encargados de diseñar cambios que ordenaran el sistema educacional.

Por último, si bien cabe ponderar los aportes fundacionales de la cuestionada CNA, debemos subrayar que su acento en la dimensión presupuestaria  obstruye un debate de excelencia encabezado por figuras académicas nacionales –con prescindencia de las representaciones corporativas. El problema de fondo se relaciona con que la acreditación funciona como un subsidio a la demanda por cuanto el crédito con aval del Estado (CAE) se obtiene bajo la visación de la CNA: ello estimula una “mezcla” entre asignación de recursos y mecanismos de aseguramiento de la calidad. Estos aspectos “defectuosos” deben ser corregidos si la Universidad Chilena no quiere padecer la desazón de un “acreditador no acreditado”.

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