Septiembre produce en los chilenos una más que curiosa y sensible devoción por la patria, por el país, por lo propio. Es como si nos reserváramos este mes para exacerbar el sentido de pertenencia con nuestro país y su acervo cultural. Los seres humanos estamos sujetos a nuestras costumbres, y como tal, esta es una más que legítima, sobre todo si está orientada al divertimento y la alegría. Sin embargo, nunca está demás aprovechar dicho impulso para reflexionar sobre el trasfondo: el patriotismo y algunas de sus aristas.
La idea de identificarse con la tierra en la que se nació no es otra cosa que una hipérbole o una extrapolación del sentido del vínculo familiar, de alguna forma es ampliarlo. El patriotismo implica reconocerse parte de algo, tomando como base de esa pertenencia una serie de valores, afectos, elementos culturales e históricos.Cuando junto con la comprensión de símbolos como la bandera o la cueca vienen también lecciones orientadas a la alienación y el arbitrario separatismo entre ‘los que son y los que no’ de nuestro país, es imposible considerar el patriotismo como bondadoso o imitable.
En principio, como categoría afectiva el patriotismo no es analizable lógicamente, sin embargo sí lo es cuando escapa a dichos límites. Identificarse con una nacionalidad a priori no es nocivo ni repudiable, antes bien parece ser una consecuencia comprensible que emana del hecho nacer y vivir en un lugar determinado. Lo complejo se da cuando ese nivel de pertenencia escapa de la esfera sentimental y roza riberas ideológicas, cuasi políticas, y a veces incluso se utiliza como parámetro de análisis en cuestiones públicas.
El germen de esa tradicional y objetable conducta aparece en el propio sistema educativo. Una sociedad que enseña a sus miembros a no distinguir críticamente el patriotismo del chovinismo, está sentando las bases de lo que luego será una comunidad excluyente, discriminadora e intransigente. Es riesgoso intensificar el sentido de pertenencia mediante la diferenciación o incluso la exclusión de aquellos que no califican como nacionales.
Todos recordamos momentos en que, viendo un partido de fútbol un familiar descargó su frustración en un grito racista, o un profesor que espetó comentarios xenófobos en el fragor de una clase; casos donde el fundamento del insulto radica en que se vive al otro lado de una línea fijada en un mapa. Con hechos como esos, se está fomentando inconscientemente un sistema valórico que roza el extremismo, sobre todo cuando se afirma sin cuidado alguno que la nacionalidad supone algo de lo que sentirse orgulloso, se le predica como un factor comparativo que te hace mejor que los demás.
La propuesta que reconoce en la nacionalidad -natural o adoptada- un factor que genere autoestima, presunción o engreimiento es cuestionable pues generalmente esconde un pensamiento que contradice los principios de una sociedad multicultural. Cuando junto con la comprensión de símbolos como la bandera o la cueca vienen también lecciones orientadas a la alienación y el arbitrario separatismo entre ‘los que son y los que no’ parte de nuestro país, es imposible considerar el patriotismo como una idea bondadosa o imitable.
George Carlin, un lúcido comediante estadounidense afirmó: “nunca he entendido el orgullo étnico o el orgullo nacional, porque creo que el orgullo debe reservarse para aquello que logras u obtienes por ti mismo, no para algo que ocurre por el accidente de nacer. Tener una nacionalidad no es una habilidad, es un accidente genético. No puedes estar orgulloso de cuanto mides o de tener una predisposición genética al cáncer de colon, como no se puede estar orgulloso de nacer en un país. Se puede aceptar que estés feliz por ello, pero no orgulloso.”
Ahora bien, no pretendo abogar por la supresión de la idea de patriotismo. Es válido que quien lo estime relevante se identifique cuanto pueda con su tierra, su cultura, su historia. Sin embargo, hay ciertas cortapisas imprescindibles que deben acompañar esta idea. Cuando dicha valoración sentimental supera la esfera personal para fundamentar ideologías con trascendencia política existe un riesgo innegable. Sin duda, se debe enseñar a reconocer los elementos culturales que nos definen como chilenos, pero dicha formación debe orientarse a un sano y equilibrado afecto por el contexto sociocultural nacional asumiendo que eso no nos hace ni especiales, ni mejores, ni únicos.
Valoro la instancia de disfrutar las costumbres nacionales. Sin embargo, existe aún en nuestra sociedad esa peligrosa noción que justifica o naturaliza la exclusión con base en la historia y la nacionalidad, que necesita ser morigerado. Debemos reconocer que el patriotismo es un factor de riesgo y una muy fuerte arma pedagógica que usada desprolijamente resultará dañina.
Por último, enfatizar que distinguir lo nacional de lo extranjero puede resultar útil en políticas de Estado, pero es deber de las sociedades evolucionar ideológicamente hacia la construcción de criterios de convivencia sustentados en la comprensión de la multiculturalidad, la integración y el reconocimiento de lo distinto como un factor positivo. Si existe acaso una noción de patriotismo legítima y predicable, será una en la que podamos valorar el acervo cultural propio sin sobredimensionarlo menospreciando otros.
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