Chile ratificó la Convención sobre Derechos del Niño en 1990, rigiéndose en 4 principios fundamentales: la no discriminación, el interés superior del niño, su supervivencia desarrollo y protección, la participación.
Desde el trabajo con niños y niñas víctimas de maltrato, resulta trascendental reflexionar sobre la vulneración, más allá de cómo esté tipificada, sino que desde la lógica del desconocer los derechos fundamentales de otro. Resulta un tema sensible, pues nos interpela en cada uno de nuestros espacios; no sólo es complejo por la violencia que sufren niños y niñas de manera constante, sino que también por el horror con que esta violencia nos atraviesa en los lugares llamados a detenerla, y sobre todo, porque desde nuestra condición actual de adultos, sabemos que también fuimos niños vulnerados, tal vez no de la misma manera que aquellos que acogemos día a día, pero en el entendido de una sociedad adultocéntrica que invisibiliza la infancia y la relega a un lugar de total de-subjetivación. Fuimos niños y niñas de una época en que recién se comenzaba a adscribir a los derechos de la infancia, inmersos en una cultura de la violencia ensalzada por el alcohol, la tradición nacional y familiar. Fuimos niños y niñas que vivimos vulneración, porque en nuestro contexto, la infancia es lugar de los oprimidos.Ser vulnerable –en la infancia- equivale a la posibilidad de estar en desventaja frente al mundo adulto. Pero estar en desventaja frente al mundo adulto, también pudiese ser un aliciente para la protección y el cuidado, y no una oportunidad para abusar del poder que podemos ostentar. La vulneración se inscribe en este espacio, en el “te daño porque puedo”
En cuanto a vulneración, como experiencia inscrita fuera de la palabra, nos animamos a dar definiciones. Daño, agresión, transgresión, violencia y omisión, son palabras que surgen en contra de la dignidad, del derecho humano. Nadie quiere ni debería vivir estas situaciones. La vulneración quebranta la otredad, la subjetividad y posibilidad de experiencia, no da espacio alguno para el reconocimiento. Es un atentado directo al ser.
Sus consecuencias tendrán efectos devastadores en los distintos ámbitos de vida de las personas, dejando huellas confusas en la historia y memoria del sujeto. Se refleja la tristeza en sus rostros, el sentimiento de culpa, sensaciones inscritas en el cuerpo como fantasmas que atraviesan. No podemos nombrarla de otra manera que no sea tortura; nunca serán suficientes las palabras para dar cuenta de los desbordes que genera el maltrato. Es tal su violencia, que arremete con las fuerzas de la negación y la escisión para la subsistencia del sujeto; todo ello, amparado en la tradición, en una historia nacional constituida desde la violencia “al que le gusta lo dulce le tiene que gustar lo amargo”.
La vulneración retumba en todos los lugares; política, social, económica, lingüística; nos hacemos conscientes de cómo aparece en nuestras acciones e indiferencias; y cómo continúa su reproducción; un juego de agresores y agredidos. La violencia hacia los niños y niñas no es una historia nueva, sin embargo, no deja de ser actual. Los niños y niñas, son parte de la vulneración a todos los niveles (por pobres, por género, por raza, por cultura, por quiénes son sus padres), y en última instancia, por nosotros los adultos, aun cuando nos cueste reconocernos en ese espacio de potencial, maltratador.
La infancia es el momento de la vida de mayor dependencia hacia los demás, es el espacio privilegiado de constitución psíquica y subjetividad para el ser humano. Es el tiempo en que niños y niñas ponen en juego; sus confianzas, sus afectos, lo genuino de su espontaneidad, y sin duda, están marcados por el lugar que ocupan en el discurso de sus padres, pero también en el discurso social.
La vulneración viene a plantear la pregunta de ¿qué es ser vulnerable?, ¿ser vulnerable guarda relación con ser frágil o dañable? Ser vulnerable –en la infancia- equivale a la posibilidad de estar en desventaja frente al mundo adulto. Pero estar en desventaja frente al mundo adulto, también pudiese ser un aliciente para la protección y el cuidado, y no una oportunidad para abusar del poder que podemos ostentar. La vulneración se inscribe en este espacio, en el “te daño porque puedo”.
Tenemos en nuestras manos la posibilidad de no seguir reproduciendo violencia. Que el sufrimiento, no sea motivo de venganza y reproche en contra de las nuevas generaciones, que la negación, el olvido y/o la distorsión de la memoria, no nos vuelvan insensibles (Barudy, 2005). Es por ello, que reflexionamos y continuamos en esta búsqueda de hacer un quiebre a la tradición, haciéndonos también cargo de nuestro rol como agentes de cambio.
Como Psicóloga estoy en el lugar privilegiado de ser testigo del horror que un ser humano es capaz de arremeter en contra de otro, y es una responsabilidad ética reconocer el sufrimiento del sujeto, que duela lo que tenga que doler, el rol de decir lo que se puede y no aceptar, ser aquel Otro de la Ley, que desde allí admite el dolor del otro y se presta a la posibilidad creativa de quien sufre, en cuanto a la subjetividad construida del sujeto a partir de los eventos de su propio existir, para de allí en adelante, mantener la posibilidad de seguir explorando y disfrutando, que las vulneraciones no roben el derecho al existir (a la experiencia).
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