Hace más de 500 años, la paz que reinaba en el trozo de tierra que hoy conocemos como América se vio violentamente interrumpida por un grupo de conquistadores europeos que, con el objetivo de ampliar sus vastos dominios y obtener riquezas, arrasaron con enormes imperios indígenas, sin discriminar edad, género ni condición. “Tomaron prestadas” las bondades de sus generosos suelos para beneficio personal.
Estando ad portas de la celebración del bicentenario de varios países latinoamericanos, la reflexión acerca de cómo nace Chile nos debería conducir a dos sensaciones muy distintas: Nostalgia y alegría. Lo primero, por lo que se relató al principio, lo segundo, por el entrañable amor que sentimos por nuestra patria. Estos sentimientos son claramente contradictorios. No se puede estar triste y contento a la vez. ¿Qué hace que nuestras almas estén un poco más tranquilas respecto de aquel salvajismo ocurrido hace 500 años? Son dos cosas: La lejanía temporal del suceso y, lo más importante, el hecho de saber que una escena así de cruenta jamás volverá a ocurrir en nuestro continente.
Resulta inconcebible para cualquiera que un grupo de personas venga a extraer oro y plata de nuestras tierras, utilice a las personas como esclavos para estos propósitos – en condiciones paupérrimas de trabajo – y, para colmo, edifique en terrenos que para nosotros tienen algún significado importante, violando nuestra condición de etnia latinoamericana…
Aunque si lo pensamos dos veces, no es tan inconcebible. Actualmente, ambas cosas están ocurriendo y la sensación de nostalgia comienza a sembrarse en nuestros corazones, rememorando aquella barbarie ocurrida hace cinco siglos. Hoy, un país completo está consternado por la situación de 33 compatriotas que fueron víctimas de condiciones laborales deplorables e indignas en faenas mineras (¡faenas que son el motor de nuestra economía!). Hoy, también, los pueblos nativos sufren el rigor de un Estado que no atiende sus necesidades, que no respeta su categoría de pueblo originario, que construye sobre tierras que para ellos son sagradas.
Peor aún, lo que hace mucho tiempo ocurrió a manos de colonizadores europeos, hoy, -evidentemente guardando las proporciones- sucede a manos de compatriotas.
Esperemos que sea el bicentenario el punto de inflexión en estas materias y que de una vez por todas, los sacrificados trabajadores mineros y las nobles razas autóctonas de nuestro país obtengan el trato que merecen. Celebremos 200 años, no retrocedamos 500.
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