Pocos fenómenos sociales despiertan tan viscerales pasiones como el religioso, sobre todo cuando se le pretende encajar adecuadamente en una sociedad democrática y plural como la chilena. Como tales, la posesión y exteriorización de un credo son plenamente legítimas, sin embargo, hay que comprenderlas racionalmente buscando compatibilizar su inherente diversidad en aras de la convivencia pacífica de una comunidad, determinando además el papel del Estado en dicha materia. Es esto último a lo que llamamos: el problema de la laicidad del Estado.
Siendo realistas, Chile no es un Estado Laico. No al menos en los términos formales ni materiales que se esperarían en una sociedad moderna. Por un lado, nuestra Constitución carece de una declaración clara al respecto, y solo regula parámetros para el ejercicio de la libertad de culto (19 Nº 6). Por otro, la separación Iglesias-Estado solo se admite formalmente. Todavía la influencia religiosa permea y limita las discusiones públicas mezclándolas con legítimas pero inconducentes ideas valóricas que tienen origen y sentido solamente en el marco de una fe.La laicidad es la respuesta racional de un sistema democrático a la diversidad cultural y no un paradigma antirreligioso per se. Así el Estado, consciente del pluralismo que tiene lugar en la comunidad, ha de articular su actuar conforme a criterios de igualdad, secularismo y objetividad, definiéndose como neutro religiosamente hablando.
Si agudizamos el análisis veremos que esta carencia estructural, sumada a un profundo desconocimiento sobre el tema, genera un altísimo grado de confusión cada vez que lo religioso entra en contacto con lo público, donde además rara vez las discusiones se resuelven con sensatez.
La subvención estatal a la remodelación de una catedral; suprimir la mención de Dios al iniciar las sesiones del Congreso; la institución del Te Deum ecuménico como símbolo republicano; el día nacional de las iglesias evangélicas; la instrumentalización política de valores morales religiosos y su introducción en discusiones públicas, son ejemplos evidentes de cómo la falta de una perspectiva clara respecto a la laicidad del Estado dificulta el manejo de lo público. La contingencia exige una reflexión sobre el Estado y una comprensión seria de cuál es su papel al respecto.
Se debe entender que la laicidad es la respuesta racional de un sistema democrático a la diversidad cultural y no un paradigma antirreligioso per se. Así el Estado, consciente del pluralismo que tiene lugar en la comunidad, ha de articular su actuar conforme a criterios de igualdad, secularismo y objetividad, definiéndose como neutro religiosamente hablando, es decir, ajeno a las discusiones relativas a la dimensión espiritual, la comprensión de lo atemporal y lo almático y las diferentes cosmogonías que responden a ello.
Ello implica no solo velar porque las actuaciones estatales se verifiquen en un marco de igualdad, descartando privilegios religiosos como los señalados arriba, sino también garantizar la no intromisión arbitraria de cualquier credo, fe o religión en cuestiones públicas. La separación Estado-Iglesia no pretende suprimir a esta última de la sociedad, sino distinguirla de lo civil reconduciendo su actuar a la esfera que le corresponde, esto es, el fuero personal de los individuos.
Es razonable que las personas puedan (re)afirmar públicamente su credo en un marco de tolerancia, pero dicha exteriorización no puede implicar el secuestro de discusiones públicas. Si los valores religiosos pretenden ingresar a la discusión política propiamente tal, deberán someterse necesariamente a un escrutinio político abierto, crítico y libre de dogmatismos. Cualquier otra forma supondría una inadmisible reminiscencia de un Estado confesional.
Por otro lado, la calidad de laico posee también un trasfondo ético, exigiendo al Estado el compromiso firme y único con la construcción de un escenario equilibrado y propicio para el libre e igualitario ejercicio de los derechos, así para creyentes como para no creyentes, evitando caer en fundamentalismos: ya religiosos o antirreligiosos. Solo de esta forma se podrá responder al dilema de la diversidad, dando cabida a todos los sistemas de pensamientos compatibles con el principio democrático.
Así las cosas, un Estado Laico no puede ser cristiano, musulmán, hindú, judío, ni tampoco ateo, agnóstico o panteísta. El Estado sencillamente no puede tomar partido, pues se trata de materias sobre las que no tiene ni debe tener opinión. Quienes pueden detentar -o negar- creencias son los individuos, de ahí entonces la necesidad de que la neutralidad estatal deba ser estricta, pues es la única forma en que los individuos podrán desarrollar su esfera almática en un marco de igualdad y comprensión. Cualquier otra lógica conllevaría reconocer cierta predilección del Estado por una fe o sistema de pensamiento, un prejuicio discordante con la propia laicidad.
Por último, se debe asumir que la laicidad del Estado no es una opción, no se trata aquí de un paradigma que esté sujeto a la contingencia política o que pueda ser sometido a revisión cada vez que una coalición pierda protagonismo. La laicidad es un principio que se rige por la igualdad no más que por la tolerancia, y como tal es inherente al sistema democrático, lo define, lo limita, le da forma y lo hace sustentable al integrar a la comunidad bajo un manto de inclusión, tolerancia y respeto, valorando el hecho religioso como una expresión cultural relevante pero sin privilegiarlo.
Comentarios
01 de noviembre
Buen artículo. Mientras leía reflexionaba acerca de nuestro país, históricamente dominado por una aristocracia ultraconservadora. Y aunque hoy por hoy se defiende a brazo partido el concepto de libertad, se hace sólo desde el punto de vista económico, ya que en lo valórico continuamos bajo el mismo conservadurismo retrógrado derivado de lo religioso. Por un lado la iglesia y su esperable rechazo hacia la laicidad, ha demonizado la idea haciéndola parecer sinónimo de anticlericalismo o antirreligiosidad intelectual, mientras que por otro, y lamentablemente, lo laico (en cuanto concepto) es desconocido para la mayor parte de la población, ya que, ciertamente, su conceptualización primordial emana no precisamente desde lo popular, sino que desde la libertad de conciencia exigida por una burguesía cada vez más pujante a lo largo de varios siglos, lo que le ha valido de adjetivos como «academicista» y/o «elitista», siendo en gran parte la razón de la ignorancia en torno al tema, y derivado de lo cual la laicidad exige hoy en día, y de una buena vez por todas, ser enarbolada como bandera popular y en defensa de la real y total libertad de conciencia de los pueblos.
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