Durante muchos años el sistema político chileno ha utilizado formas de legitimación estrechamente vinculadas a lo religioso, expresadas en la existencia de partidos confesionales o de simbología religiosa presente en espacios y ceremonias públicas y oficiales.
Las recientes declaraciones de la candidata presidencial de la Alianza apelando a los/as creyentes evangélicos/as ponen en evidencia una situación que a menudo se suele pasar por alto a la hora de analizar los vínculos entre los ámbitos político y religioso.
La relación entre religión y política ha sido entendida en gran medida como la confrontación o lucha entre un Estado-nación que intenta quitar espacios a lo religioso para establecer una sociedad cada vez más secularizada, y una Iglesia (o iglesias o credos) que intenta mantener los espacios que tradicionalmente le habían correspondido. Sin embargo, es necesario comprender también cómo los sistemas políticos utilizan lo religioso y definen los espacios y momentos en que un credo o Iglesia, por ejemplo, será un actor relevante en la vida política de un país. Ejemplos de ello podemos encontrar abundantemente en la historia reciente de nuestro país, pero sólo traeremos al recuerdo el período de la dictadura durante el cual se instauró el Te Deum evangélico (1975), alineándose el régimen con una sección del mundo evangélico, como un modo de contrarrestar la importancia de la Iglesia católica del cardenal Silva Henríquez -que se enfrentaba y denunciaba las violaciones a los derechos humanos- y de adquirir una legitimación simbólica y ritual.
Este fenómeno se puede englobar bajo lo que el sociólogo francés J. P. Bastian llamaba “confesionalización” de la política, es decir, la fuerte articulación de lo religioso con el aspecto público, que para él era una de las características del momento religioso en América Latina en las últimas décadas. Durante muchos años el sistema político chileno ha utilizado formas de legitimación estrechamente vinculadas a lo religioso, expresadas en la existencia de partidos confesionales o de simbología religiosa presente en espacios y ceremonias públicas y oficiales. Asimismo, las creencias personales de las autoridades electas para gobernar para toda la ciudadanía han sido esgrimidas a la hora de abordar temáticas especialmente relativas a la sexualidad, la reproducción y las libertades individuales, siempre velando por la mantención de unos valores religiosos asociados a un credo particular pero igualados a valores nacionales, idiosincráticos e incluso universales y “naturales”. Es en esta búsqueda de legitimación religiosa por parte del sistema político chileno, donde encontramos parcialmente una explicación al hecho que aún no tengamos un régimen de convivencia social respetuoso de los derechos personales y colectivos, y no solamente en el diagnóstico de una determinada institucionalidad jurídica que podría considerarse poco laica (que también).
Muchas bromas se han hecho en torno a la afirmación de la candidata de la Alianza de que no hará nada que vaya en contra de la Biblia. Evidentemente, la frase daba para llevar el argumento al extremo del absurdo y era difícil tomarla en serio, a pesar de ciertas opiniones que llamaban la atención sobre un supuesto cuestionamiento a la separación Iglesia-Estado. Dejando de lado ambas posiciones -bromas absurdas y temores a la imposición de una teocracia- el llamado que hace la candidata de la Alianza puede interpretarse como el intento de un sector político de construir nuevos conglomerados morales para continuar utilizando el factor religioso como un eje legitimador de lo político, en el contexto de un país inmerso en un fuerte proceso de cambio como es el Chile actual.
Por supuesto, los diversos credos (fundamentalmente el católico, para que vamos a engañarnos) han utilizado y utilizarán los espacios que el sistema político les abra para mantener o instalar su preponderancia como actores relevantes en la disputa por las definiciones de las categorías que ordenan nuestra convivencia social. Pero acabarán fuertemente desgastados si entran en el juego de un sistema político desprestigiado y en decadencia. Los intentos por re-confesionalizar el sistema social no llegarán, probablemente, a ninguna parte pues el proceso de secularización -entendido como la diferenciación estructural de las esferas religiosa y política- se encuentra en un grado bastante avanzado en casi todas las sociedades actuales.
Pero el proceso de secularización no implica, necesariamente, la desaparición de lo religioso y lo sagrado en nuestras vidas individuales y colectivas, como se intentó hacer creer a los y las adherentes al credo evangélico con las declaraciones analizadas, sino su re-configuración y re-posicionamiento en el contexto de una sociedad diversa. En realidad, el actuar público de los diversos credos religiosos no necesariamente implicará una “intromisión” en las sociedades modernas ni un cuestionamiento del proceso de secularización y diferenciación de las esferas religiosa y política. Como ha señalado el sociólogo José Casanova, la religión puede desarrollar un papel social en el espacio público de la sociedad moderna, ámbito identificado no con lo estatal ni con las instituciones políticas oficiales sino con la sociedad civil, proponiendo orientaciones en el contexto de una sociedad civil plural y diversa y de un Estado que debe garantizar un régimen de convivencia que conjugue las libertades individuales y colectivas con la libre expresión de la diversidad valórica y religiosa.
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Foto: evelynmatthei2014
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