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Voto obligatorio: contra el individualismo

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La discusión abierta en este medio -hace algunas semanas- a raíz del artículo que publiqué titulado “Voto obligatorio: más que un derecho y más que un deber”, ha contado con muy buenas y sustanciales intervenciones, tanto a favor como en contra de de las ideas que defendí entonces.  

Quiero complementar lo que planteé en aquel escrito afirmando o contrariando (según el caso) algunos de los comentarios que hicieron parte del debate. Luego incorporaré una nueva arista que a mi juicio resulta esencial si lo que buscamos es contribuir al proceso de construcción de una sociedad justa y verdaderamente cohesionada. Veamos:

Estoy de acuerdo en que puede –aparentemente- resultar un sin sentido votar cuando las opciones parecen ser malas copias de un original indeseable, quizá con “pequeñas” diferencias: un poquito más de Estado, un poquito menos, más o menos mercado, etc. Sin embargo, resulta que si nos restamos del proceso lo único que logramos es petrificar esta realidad monocromática. En países donde el ausentismo es elevado, la clase política suele decir “la gente no vota porque está relativamente conforme con el sistema”. El no participar del proceso eleccionario no constituye un gesto político relevante, es más bien una acción individual indescifrable en términos sociales, que en nada contribuye a generar transformaciones.

También estoy de acuerdo en que la democracia de élite no se termina con el voto voluntario, ni con el voto obligatorio. Pero resulta que, a diferencia de lo que señalan algunos, el voto voluntario genera –como demuestra la evidencia- una mayor elitización del electorado. Sabemos que, proporcionalmente, más ciudadanos de Las Condes, La Dehesa o La Reina van a acudir a las urnas que de La Pintana, Pudahuel o Cerro Navia. Esa es la realidad a la que hago referencia cuando hablo del sesgo de clase que el voto voluntario introduce. Este hecho, finalmente, genera consecuencias en las políticas públicas, y en la agenda legislativa, que termina trabada por fuerzas conservadoras.

En respuesta a la pregunta ¿por qué interesa tanto que la población vote?, debo decir que al menos mi interés se vincula al hecho de que el voto del conjunto de la población –propiciado por la obligatoriedad- elimina tal sesgo de clase, lo que a la postre contribuye a democratizar las políticas públicas y dinamizar (en términos relativos) las transformaciones de las estructuras normativas.

Además –complementando la respuesta-, soy un convencido de que tenemos aún mucha república por construir. Somos parte de una nación en gestación, de una sociedad que perdió mucho en cuanto a cohesión social y unidad durante la dictadura, que se atomizó, y hoy es más un agregado de individuos -por cierto muy poco politizados- que un colectivo. Esa no es la sociedad que quiero para mis hijos. Para transformarla necesitamos revalorizar los espacios públicos y republicanos por excelencia, como la escuela, que debería (re)constituirse en el lugar de encuentro del Chile diverso. Pero además de eso, creo que debemos, todos, asumir compromisos y responsabilidades que contribuyan a gestar un nuevo espíritu comunitario, y a degradar el individualismo extremo que nos corroe. La obligación de concurrir a las urnas es un esfuerzo mínimo en este sentido.

Si me preguntan –aunque no creo que muchos lo hagan después de esta declaración- soy partidario de medidas más extremas y decididas en pos de los objetivos enunciados, como por ejemplo instaurar un servicio civil obligatorio en el que confluyamos trabajando para la comunidad, ojalá en áreas distantes del lugar de residencia, comunas apartadas, sectores rurales o urbanos disímiles del que acostumbramos transitar. Muchos estarán en desacuerdo pero, desde mi punto de vista, este tipo de medidas son necesarias para construir un verdadero espíritu “nacional” comunitario.

Por cierto, creo que es fundamental fomentar la participación mediante mecanismos directos (como plantearon algunos en la discusión), pero suele ocurrir que, ante la ausencia de motivación y falta del espíritu comunitario señalado, los espacios participativos terminan siendo cooptados por grupos de interés. El óptimo –a mi parecer- es encontrar las justas complementariedades entre aquellas fórmulas que contribuyen a la construcción de un sentido compartido de nación y de lo que implica vivir en comunidad –incluyendo la obligatoriedad del voto- con las que permiten ampliar los ámbitos para que los ciudadanos deliberen. 

Espero que mantengamos este gratificante y fértil diálogo. Muchas gracias a www.elquintopoder.cl por brindarnos el espacio idóneo para desarrollarlo públicamente.

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Foto: Entintado – Bud Spencer

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17 de junio

Hola Daniel,
Aún no se responden mis dudas respecto a los argumentos por el voto obligatorio. El argumento que presentas en cuanto a la interrogante estadística sobre participación versus grupo socioeconómico es importante, pero no define la problemática que abre el problema de la participación y el abstencionismo.
Esto debido a que confundes el problema de la participación dentro del sistema en sí, y el tipo de participación que conformas — y por ende el tipo de democracia deseado, que es el punto por el cual encuentras tan variadas posiciones al respecto.
Repito que en cuanto a patrones electorales, es posible encontrar soluciones para fomentar el voto, aparte del castigo, que sólo re-enmarca el voto dentro de la lógica coercitiva. La lógica coercitiva deslegitima el sistema democrático in toto.

Finalmente, no es adecuado presentar mi posición contraria al voto obligatorio como una de individualismo, siendo que la razón por la cual argumento esto es esencialmente comunitaria: Chile vive en una mentalidad de dictadura, por razones bastante evidentes y de la cual sólo va a emerger a medida que las elites permitan que el Estado finiquite esa relación (los dos millones de ciudadanos que no votan ya han hecho su parte).

Eso, por ahora. Saludos,

Iñigo

11 de julio

¡Hola! Disculpen por la demora pero hay mucho por hacer y poco tiempo para el placer… además esta el mundial ¿no?

Ya. Hoy pareceré el Tea Party norteamericano, me voy a puro NO. Pero será no constructivo e inteligente, contemporáneo y relevante. ¡Y no me disfrazaré de independentista o miembro del cabildo abierto para decir esto!

Si entiendo bien, hay una discusión sobre lo democrático o autoritario de obligar a la participación electoral. Así que quise ver en qué estábamos con números.

Para ello, aproveché que estoy trabajando ahí y decidí ocupar la información en la página de International IDEA (http://www.idea.int) sobre voto obligatorio y participación electoral. Voy a ocupar como rango los últimos 20 años por efectos de espacio y tiempo (sí, trabajo…) como también para ver qué pasa en esta última “oleada democrática”. Además, agregué los datos de Freedom House sobre derechos políticos, libertades civiles y democracia electoral. Armé una base de datos estilo SPSS y la puedo hacer disponible a quien quiera.

Sólo para recordar. De acuerdo a los argumentos presentados por Daniel, Iñigo, yo, y varios más en las columnas anteriores, la relación debería ser más o menos la siguiente:

Iñigo y Cia.: Si el voto es obligatorio, entonces el sistema político es menos democrático.
Daniel y Cia.: Si el voto es obligatorio, entonces el sistema político es más representativo.

Además, si el voto es obligatorio, y el sistema político más inclusivo, la legislación y las políticas públicas deben a) ser más progresistas y b) su cambio y transformación más dinámicos.

Y bueno. Crucé los datos, tiré correlaciones y otros trucos estadísticos y el resultado fue reinteresante. Al parecer, la tesis de Iñigo es más adecuada que la de Daniel, es decir: mientras máyor la proporción de votos emitidos, menos democrático (en términos de los índices Freedom House) es el país. O en números. La correlación entre participación electoral y los índices Freedom House es -0,45, con una significación estadística mayor a 95%.

En principio, se puede asumir que si un país tiene establecida la obligatoriedad del voto, ésta será más efectiva si la proporción de votos por votantes se acerca al 100%: mientras más efectivos los mecanismos de obligación, más alta será la proporción de votantes. Ahora, los índices de la Freedom House indican la efectividad de las libertades civiles y derechos políticos en un año dado en un país. Si unimos todo, lo que señalan los datos es que existe una clara relación estadística entre menos democracia y mayores resultados electorales.

(Insisto. Aquél o aquella que quiera revisar los datos y probar la correlación, es más que bienvenido. ¡Sólo mandarme un correo y estamos!)

Eso sí, este ñoño ejercicio estadístico está incompleto. Hay una segunda parte de la tesis de Daniel que tiene que ser demostrado o refutado empíricamente. De todos modos, estaría más que dispuesto a emprender el ejercicio, pero tengo que esperar un poco hasta terminar mi pasantía.

De todos modos, este segundo ejercicio corresponde a revisar los gobiernos que han sido elegidos durante las últimas elecciones y, ojalá, las políticas públicas y las leyes que han aplicado. Más aún, requiere medir el grado de transformación o cambio de las políticas públicas. ¿Alguien tiene una idea de cómo medir eso?

Yo todavía estoy pensándolo y trataré de llegar a algún método, pero por mientras tengo una observación. Respecto a lo que Daniel plantea respecto al dinamismo en políticas públicas y la “agenda legislativa trabada por fuerzas conservadoras”, el asunto es un poco más complejo y no depende exclusivamente ni parcialmente de la obligatoriedad del voto. Todo lo contrario. En caso de que existan sistemas que permitan la existencia de múltiples actores de veto, siguiendo el término de George Tsebelis, por muy obligatorio que sea el voto las transformaciones legislativas serán mucho más complejas y requerirán consensos de varios actores, algunos de los cuales son colectivos y pueden o no estar cohesionados en torno a sus posiciones. Pensemos el caso de Chile: acá tenemos al Presidente, la cámara de Diputados, el Senado, la Corte Suprema y el Tribunal Constitucional. Todos estos son actores de veto institucionales y o partidarios. Y eso que acá no estoy considerando aquello que resulta de un análisis de políticas públicas en términos de redes: si tomamos en cuenta todo el intercambio entre diversas agencias gubernamentales, semi/para-gubernamentales, y de la sociedad civil (desde empresas nacionales y transnacionales a juntas vecinales y la Sra. Juanita), la cosa se ve aún más compleja.

Ahora, hay un argumento que plantea Daniel que debe ser refutado aún más rapidamente.Y eso tiene que ver con el inherente progresismo de la masa (o de los trabajadores, de los intelectuales, de las mujeres de color subordinadas, etc…) y la democratización de las políticas públicas. Esto es irreal, y nos lleva a errores en términos de comprehensión de nuestra realidad y acción: no hay un progresismo o democratismo inherente en nadie, o mejor dicho lo hay en todas personas, y toma su taza de té todas las tardes junto al pequeño fascista que llevamos dentro. Ejemplos hay muchos y van de lado a lado: dirigentes vecinales que votan por Lavín; miembros de la elite que votan por Bachelet o Frei; apoyo de casi 45% al Sí en 1988; apoyo mayoritario de la población a la estatización de cuanto servicio y comercio se pueda…

Finalmente, respecto a la primera tesis, aquella de lo que quiere decir el votar o no votar, esa es una discusión que no puede responderse en general. El significado de la abstención viene dado por el contexto y la historia del país. Comparemos, por ejemplo, Australia y Chile. En ambos países el voto es obligatorio.

El sistema político australiano se desarrolló de un modo que puede ser considerado altamente democrático. A principios del siglo XX, los australianos, y las australianas en ciertos estados, acordaron crear la Federación. Además, cada estado y territorio tiene su propia constitución, y las reformas son en general, con la excepción de los 10 años de gobierno de Howard entre los 90’s y 00’s, democratizadoras y progresistas. Y propias de las y los australianos.

En cambio, el actual sistema chileno fue desarrollado -aunque inspirado de algún u otro modo en constituciones anteriores y manteniendo la continuidad del centralismo santiaguino y el presidencialismo- durante el régimen autoritario. A pesar de que fue mediante voto popular que se ratificó la constitución de 1980, fue a través de un plebiscito cuestionable. Y, a pesar de todos los intentos, y a pesar de las reformas firmadas por Ricardo Lagos, sigue siendo la constitución de Pinochet. No tuya. No mía. No nuestra. De Pinochet.

Ahora, en ambos países, la cantidad de votantes y votos emitidos ha disminuido durante los últimos años. Ojo. Eso está pasando en todos los países y corresponde quizá a otros fenómenos. Por lo pronto, se me ocurre que se puede tratar de una discusión y cuestionamiento de la legitimidad y efectividad del sistema estatal de organización y dominación en comparación con, digamos, modos locales o regionales, supra o paraestatales. Ahora ¿cómo no va a ser que este punto sea fundamental? Si la ciudadanía no está votando en las elecciones porque, hipotéticamente, cuestiona el sistema estatal y lo que conlleva -incluyendo representación en el Congreso-, ¿cómo no va a “hablar” el voto?

Hay que recordar que el voto (o la ausencia de) no es solo una acción desprovista de otros significados. Son actos discursivos potentes, tanto aquél de votar como aquél de no votar. Y el que no sepamos del todo distinguir cuales son las asociaciones de significados, sus relaciones con nuestro sistema político, en definitiva aquello que se dice cuando no se vota, no debe cegarnos: por el contrario, es ese “abecedario” el que tenemos que aprender a leer.

Muchos saludos a todas y todos

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