Hace un par de días terminé de leer una breve novela titulada Animal farm (George Orwell, 1945). Para aquellos que no han tenido el placer de leerla, trata de un grupo variopinto de animales habitantes de una granja, sometidos a la opresión del granjero y las labores por este impuestas. Sin embargo, motivados por las ideas subversivas de los cerdos (animales ejes de la historia), deciden rebelarse y expulsar al granjero, tomar el control de la granja constituyendo una suerte de sociedad más justa, con base en sus capacidades y talentos a la hora de producir.
La novela transcurre desde la concreción posible, pero no garantizada, de esos nobles ideales hasta su transformación en algo muy diferente. Aunque se considera la obra de Orwell como una crítica hacia los totalitarismos, no deja de ser una lúcida advertencia sobre cómo las ideologías y las promesas que ellas enarbolan terminan siendo algo distinto en el mundo real. Al volver al presente no puedo dejar de pensar en Chile, su democracia y los políticos autocomplacientes, que se ha llenado la boca acerca de las bondades del sistema, pese a las flaquezas que está demostrando, y que parecen empeñados en negar.No quiero ser pesimista. Creo que existen caminos para reconciliar a la sociedad civil con el establishment político y económico, y de paso, sanear nuestra institucionalidad. Ese camino es el de la apertura, el de la inclusión y la verdad.
Hace aproximadamente veinticinco años nuestro país abría sus brazos a la anhelada democracia y a las banderas de libertad y equidad con las que ella venía envuelta. Las multitudes respiraban un aire más fresco y puro; se podía ver una luz brillante al final de un oscuro túnel de diecisiete años. Recuerdo haber ido con mi padre a las populosas manifestaciones en el Parque O´Higgins a comienzos de los noventa, repitiendo con júbilo consignas contra la dictadura. Crecí esperanzado con una sociedad mejor, en el valor de los derechos civiles y de la participación ciudadana.
Ciertamente eso significa democracia, o al menos eso me enseñó mi familia y mi posterior vida universitaria; que en la sociedad debe primar el respeto y la solidaridad, que hay lugar para todos, aunque pensemos distinto, y de no ser así, que es nuestra obligación velar porque así sea. Más allá de la idílica retrospectiva, la democracia debe ser capaz de transmitir la certeza de que todos podemos aspirar a vivir bien, no en la opulencia, pero al menos sin hambre, sin frío y seguros de una buena educación y un trabajo decente… y ¿por qué no decirlo? Potencialmente felices. O al menos, facilitar las condiciones para que lo seamos.
En los últimos meses hemos sido golpeados por una seguidilla de casos que demuestran la poca probidad de nuestros políticos, muy dispuestos a recibir incentivos a la hora de legislar, sin dejar de mencionar a las numerosas empresas que, defensoras de la libre competencia, han hecho todo lo contrario para asegurarse suculentos beneficios de espaldas a los consumidores y a la legalidad vigente. Descubiertos, desfilan ante la opinión púbica empresarios y políticos clamando arrepentimiento, cuando no inocencia o ignorancia sobre lo sucedido. No se trata de romper vestiduras. Suponer un mundo sin delito o imperfección sería, aparte de irreal, un desconocimiento de la historia de la humanidad.
Acá el tema es otro. Se trata de percatarnos de un sistema ideado para delinquir favoreciendo deliberadamente a unos pocos. Sin embargo, no se trata de cualquier tipo de delito. Es el abuso de buena parte de los políticos y empresarios sobre los recursos naturales del país, sobre los recursos públicos y sobre los derechos de la sociedad civil. Son indiferentes a la ley pues saben que, si no les favorece, la pueden ignorar sin temores. Han inutilizado al Estado de derecho. La clase dirigente ha sido verdaderamente exitosa en crear un modelo que provoca descontento, apatía y la sensación de que los ciudadanos corrientes no podemos hacer mucho para cambiar la situación.
No quiero ser pesimista. Creo que existen caminos para reconciliar a la sociedad civil con el establishment político y económico, y de paso, sanear nuestra institucionalidad. Ese camino es el de la apertura, el de la inclusión y la verdad, no el de los mesianismos que exclaman que la política no es realmente importante, ya que ella es un asunto de técnicos que deben resolver lo único que importa: los problemas de la gente (como si la solución de muchos de los problemas cotidianos no pasara por asuntos de voluntad y claridad política).
En ese sentido, el proyecto de una nueva Constitución no es un tema baladí. Sería contraproducente que la renovación de nuestro sistema se hiciera entre cuatro paredes y que la participación ciudadana quedara reducida a un pie de página, especialmente cuando las exigencias de una parte importante de la ciudadanía van en sentido opuesto.
Quisiera cerrar estas líneas retomando la obra de Orwell, concretamente acerca del destino de la granja animal (así fue bautizada la granja por los propios animales tras la toma del poder). Pues bien, los cerdos concentraron toda la toma de decisiones y dirigencia de esa suerte de pequeño Estado, haciendo ver mañosamente que eran los más indicados para gobernar, relegando paulatinamente a los demás animales solo al trabajo. Una de las tantas moralejas que obtuve tras la lectura fue la certeza de que siempre hay cerdos en el mundo. No obstante, a diferencia de los sucesos de la granja, si tenemos la posibilidad de erradicarlos de la política, deberíamos intentarlo. Ello no es ninguna garantía de un mañana mejor, pero vale la pena correr el riesgo. Y de paso, no olvide leer Animal farm.
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