Hace una semana la prensa informó que el Presidente de la Cámara de Diputados dirigiría un oficio al Senado con la finalidad de “objetar” lo que, en opinión de la Cámara, constituían actos de “fiscalización encubierta” por parte del Senado. La tesis del Presidente de la Cámara se basa en el contenido y redacción de la Constitución que prohíbe expresamente al Senado y a sus miembros “fiscalizar los actos del Gobierno” y “de las entidades que de él dependan, ni adoptar acuerdos que impliquen fiscalización”. La tesis de los redactores de la Constitución, es que si el Senado debe actuar como jurado frente a una eventual acusación constitucional en contra de los miembros del Gobierno, entonces no resulta sensato que puedan realizar actos que puedan implicar prejuzgamiento o parcialidad.
En términos simples, lo que la Cámara le reprocha al Senado es infringir abiertamente la Constitución. Como se ve, la mera circunstancia de que la Cámara plantee esta objeción es de una evidente gravedad, sobre todo si se considera que la Constitución no dispone de un sistema de solución de controversias o arbitraje institucional cuando se suscita este conflicto entre las Cámaras.
Para muchos ésta es una práctica suscitada por largos años en el Congreso y que habrían comenzado, bajo la Constitución de 1980, los parlamentarios que llegaron al Congreso en la década de los 90, profundizándose cuando varios de los “fiscalizadores” pasaron a integrar el Senado.
Pero lo cierto es que el ejercicio del poder desde la Constitución se verifica, precisamente, a partir de ciertas prácticas que regularmente desafían el contenido preceptivo de la misma.
La historia constitucional chilena demuestra que las prácticas inadecuadas del Congreso y sus relaciones con el Ejecutivo, han sido constitutivas de consecuencias institucionales desastrosas.
En efecto, bajo la Constitución de 1833 la demanda por reformas que relativizaran el carácter autoritario de ella, llevaron al cambio de alguno de sus contenidos en 1874 y a partir de ahí a una expansión de ciertas prácticas que desnaturalizaron un sistema, que tuvo su crisis institucional en 1891 y que finalmente se tradujo en la denominada “República parlamentaria”. En resumen, el Congreso actúo en oportunidades como si operáramos en un sistema parlamentario, pero sin las flexibilidades y oportunidades de gobernabilidad que dicho sistema otorga.
Eso explica que la Constitución de 1925 se construyera con un objeto central: fortalecer la figura del Presidente de la República. Sin embargo, bajo su vigencia también fuimos testigos de prácticas que la desnaturalizaron, igual que a las relaciones entre el Congreso y el Ejecutivo, cuestión que tuvo su máxima manifestación con la recurrencia de acusaciones constitucionales y la rotación ministerial. Otra vez, persistir en prácticas asociadas a un sistema parlamentario, sin las flexibilidades de éste.
El caso de la fiscalización que realiza el Senado y sus integrantes al Ejecutivo desde hace ya más de una década, es una verdadera infracción a la Constitución, pero se ha transformado en una práctica que desnaturaliza el sistema político, tolerada y a ratos promovida por éste.
El cambio de Gabinete ocurrido ayer es otra de esas prácticas que alteran las reglas de relaciones en una democracia, al nombrar masivamente Ministros desde el Congreso. Si bien es cierto que la reforma de 2005 admitió la figura –
que fue objetada cuando se utilizó por primera vez– , implica alterar la regla de representatividad ya distorsionada por el sistema binominal. Esa práctica ha llevado en un año a cuatro senadores a transformase en ministros, dejando las bancas del Congreso en manos de la nominación de los partidos. Otra vez, una práctica aparentemente cercana a un sistema parlamentario, pero sin sus virtudes.
Las prácticas del sistema político en un sistema constitucional pueden ser virtuosas o viciosas. Son virtuosas cuando hacen de la Constitución un texto inclusivo que gobierna sensatamente nuestras decisiones. Y son viciosas, cuando distorsionamos sus propósitos con fines diversos a los diseñados institucionalmente.
La historia del sistema constitucional chileno demuestra que las prácticas constitucionales viciosas, han sido un buen predictor de crisis institucionales y de eso pareciera que la clase política debiese hacerse cargo.
Como he señalado
en otro momento, si la Constitución representa la manera cómo vivimos y decidimos nuestros acuerdos colectivos, la práctica de la Constitución de 1980 sólo demuestra que hemos simplificado y vulgarizado su contenido, de manera que resulta sensato preguntarnos si responde a un verdadero pacto fundacional.
Las prácticas constitucionales del sistema político responden negativamente a esa pregunta y hacen urgente la necesidad de una genuina reflexión por el cambio de nuestro sistema institucional.
* Luis Cordero Vega es profesor de Derecho Administrativo e investigador senior del Centro de Regulación y Competencia (RegCom) de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Entrada publicada originalmente en El Post.
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