Cuando, en unos años más, miremos la crisis política por la que atravesamos, quizás no la recordemos con la seriedad que parecemos – o deseamos – verla hoy. La evidencia no está de nuestro lado: en la sociedad construida por nuestras élites, los momentos de “crispación” similares a estos suelen ser superados ya sea por la violencia de las armas contra el pueblo o por acuerdos interiores a la clase dominante que aun con cierta náusea terminan siendo aceptados cuando se debe salvar la “condición del Estado” y otras fantasías decimonónicas.
Las salidas que pretenden algún grado de radicalidad son rechazadas de lado y lado por los temores y las “lecciones” de esa historia. La derecha advierte que un descalabro mayor podría entrañar el regreso de la violencia, mientras la centro-izquierda prefiere la paz neoliberal, antes que leer de nuevo su propia historia o sus declaraciones doctrinales. En ese contexto, no resulta fácil para las fuerzas progresistas proponer una salida frente a una crisis que, detrás del espectáculo, amenaza con dar un golpe de gracia a lo político en un país donde su desaparición se ha ido instalando como sentido común desde hace décadas.La única forma de desenmascarar a los primeros y convencer a los últimos es demostrar que queremos reintroducir el referendo para cambiar Chile y no para santificar las soluciones y respuestas que la política binominal nos propondrá una vez más.
¿A qué echar mano en un momento como este? No somos pocos los que creemos que la única respuesta se encuentra en un retorno primordial hacia la ciudadanía. La Asamblea Constituyente, como proyecto ciudadano de rediseño político, aparece ahí como la alternativa necesaria, pero su llamado requiere un paso de legitimación previo, donde el pueblo le demuestre a la clase política que ésa es la vía que desea seguir para superar esta crisis. El referendo popular, el plebiscito, puede servir de herramienta para esa exigencia.
Chile bien sabe de plebiscitos, pero la historia de esas consultas, particularmente la de 1988, no sólo ha sido dulce como quiso convencernos la Concertación. Por un lado, a los que vivimos ese momento nos resulta imposible negar que el simbolismo de sacar al dictador con un lápiz, aunque tuviera mucho de spot publicitario, motivó efectivamente una victoria épica que terminaron reconociendo hasta los más críticos. Sin embargo, lo que vino después fue una historia mucho más amarga que feliz respecto a la valoración de la política pues la salida que permitió el referendo terminó siendo la entrada a la desafección neoliberal y la consolidación del travestismo político de la centro izquierda.
Si queremos reinstalar la idea del plebiscito debemos, por lo tanto, cuidarnos de este último punto y ampliar el imaginario de la consulta mucho más allá de lo que se instalara hace casi treinta años. Primero, respecto al proyecto de fondo. No podemos quedarnos sólo en la salida al impasse, como el 88; el camino que debe marcar la demanda por reinstaurar el referendo popular en nuestra Constitución es sólo un comienzo, cuya finalidad es viabilizar el cambio más radical y de fondo: la Asamblea Constituyente.
Pero la lucha por la reinstauración del referendo no puede quedarse sólo en ese proyecto; ella es en sí misma una mejora sustancial a una democracia representativa anquilosada. En varios países, el plebiscito se ha implantado para dirimir cuestiones de interés nacional con notables resultados: grandes iniciativas de inversión productiva o de obras públicas, como en Suiza; aspectos fundamentales de la “agenda valórica”, como en Uruguay; o cambios político-institucionales sustantivos, como en varios países de la región, pueden dirimirse mediante una consulta popular masiva e informada, que devuelve a los ciudadanos la capacidad de decidir sobre este tipo de asuntos cuando resulta necesario.
Los críticos de este llamado serán muchos. Desde la derecha se nos acusará de buscar una salida populista a la crisis; la vieja guardia concertacionista estará dispuesta a un uso gobernable del plebiscito; cierta izquierda preferirá la razón de su doctrina antes que la consulta real a los grupos que cree representar – los pobladores, las clases subalternas, las “comunidades” locales. La única forma de desenmascarar a los primeros y convencer a los últimos es demostrar que queremos reintroducir el referendo para cambiar Chile y no para santificar las soluciones y respuestas que la política binominal nos propondrá una vez más. Si somos capaces de sumar a muchos, podremos aportar a la superación de la crisis y a la instalación de un nuevo ciclo para la política chilena.
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