La reforma electoral de inscripción automática y voto voluntario es casi una realidad. Falta la revisión del Tribunal Constitucional, cierto, pero todo parece indicar que la iniciativa legal en cuestión llegará a buen puerto.
Sin embargo, esta reforma que hoy ya casi es ley vigente tambaleó, al punto de peligrar no su época de aprobación, sino su vigencia misma. Y es que si bien existía consenso en la idea de inscripción automática, dicho acuerdo no se producía en materia de voto voluntario. El temor a una reforma que desfavorecería las políticas en materia social pasó a ser el principal eje de discusión, desplazando, con todo, el carácter “valórico” de la misma.
Así, de la noche a la mañana, criterios sustentados en la autonomía y la libertad del ser humano se vieron forzados a ceder espacio a sus posibles efectos sociales y, de forma más solapada claro, al cálculo del establishment político.
Que votarían los más ricos, que no votarían los pobres, que las políticas sociales retrocederían, que ganaría la derecha, esas y muchas afirmaciones similares fueron mentando el camino de la idea de que el voto no es un derecho sino un deber. Y cuando la duda ya estaba instalada, remataron magistralmente con una analogía sumamente persuasiva en la que compararon el voto con los impuestos, llevándonos así a la más que razonable pregunta: si puedo abstenerme de votar ¿por qué no podría abstenerme de pagar impuestos?
En la lógica de quienes se oponían al voto voluntario tenía sentido, pues si los impuestos permitían al Estado financiar los costos de los servicios básicos y de las políticas dirigidas a los más necesitados (lo que motivaba su obligatoriedad), si el voto obligatorio permitía la vigencia de dichos servicios y políticas, o en un sentido parecido, si el voto voluntario iba en contra de los mismos, parecía sensato que la solución no fuese otra que la obligatoriedad del voto.
Sin embargo a esta idea debo hacer dos comentarios. Primero, que la analogía es imprecisa. Cierto es que los impuestos permiten al Estado sufragar los costos que implican las políticas sociales que benefician a los más desfavorecidos, contra ello cuesta oponerse. Ahora ¿existe un sustento estadístico? Se han aportado ciertos datos que muestran un antes y un después en materia de políticas sociales en los países que han aprobado el voto voluntario que parecería tener cierto asidero, a pesar de que muchos han planteado críticas a los estudios presentados explicando que dicha situación no es más que una correlación y que no aporta antecedentes suficientes para establecer una relación causal. Pero, para evitar extendernos en el tema, tomaré el dato como cierto en esta ocasión: supongamos que efectivamente el voto voluntario afecta las políticas sociales.
Aún con la suposición del párrafo anterior el argumento de los “obligacionistas” no es viable. Lo anterior se explica sobre la posibilidad de alterar los resultados indeseados por parte de los afectados. Así, en la medida en que los estratos socioeconómicos más necesitados no reciban los beneficios sociales que les permitan estar en igualdad de oportunidades porque otros no pagan los impuestos que los financian están completamente atados de manos. Claro, dirá usted, aún pueden trabajar o tratar de mejorar de su posición económica sin la colaboración estatal, sin embargo dicho alcance desconocería que las políticas sociales muchas veces funcionan (o al menos así deberían funcionar) como un elemento equiparador de oportunidades, que les permite posicionarse en condiciones mínimas para surgir y desarrollar un proyecto de vida. En otras palabras, sin la intervención estatal, les resulta imposible surgir por no contar con las herramientas básicas para hacerlo.
Sin embargo en el caso del voto voluntario el tema es distinto. Si efectivamente se afectan las políticas sociales, las personas afectadas por la medida sí pueden cambiar el curso de las cosas mediante su voto, y para ejercerlo no necesitan nada más que acudir al centro de votación el día de las elecciones. Así, en la medida en que quiénes no se ven favorecidos por la ausencia de políticas sociales puedan cambiar el resultado de las cosas, la obligatoriedad no es necesaria. Por ello se explica que el impuesto sea obligatorio y el voto no, de lo contrario se haría cargar la desidia electoral de algunos al resto de la sociedad.
¿Sería deseable que votasen todos? ¡Por supuesto! Sin embargo por muy deseable que sea el resultado, si depende de las personas en relación a sí mismos, el Estado no debe obligar. De lo contrario dibujar la línea es muy difícil. Por ejemplo: es muy deseable que las personas no consuman alcohol, comida chatarra o cigarrillos, pero no por eso el Estado puede prohibírtelo.
Ahora quisiera pasar al segundo punto de esta columna. Este año muchos políticos se hicieron amigos del plebiscito, en especial en el contexto de las movilizaciones de la CONFECH. Abandonando toda responsabilidad republicana optaron por rendirse a la opción de reducir la solución en materia educacional a una sola pregunta con dos respuestas, olvidando y obviando la complejidad que engloba este delicado asunto. Sin embargo, estos mismos políticos que hacían gárgaras con la representación popular, desde Jackson, Vallejo y Cía, hasta la DC, incomprensiblemente cambiaron de opinión cuando se trató de confiar en la decisión del pueblo sobre votar o no. En otras palabras felices de confiar en la sabia voluntad popular, pero si esa sabia voluntad popular decide no querer participar, no, eso era inaceptable y allí había que obligarlos porque estaban equivocados.
¿Alguien entiende tal grado de inconsecuencia? A mí me hace sentido sólo en la medida en que se opine con calculadora política en mano, cuestión que si bien le aporta un grado de lógica (no apoyar medidas que favorecen al rival) no por ello lo hace menos criticable (al final prima su interés mezquino de poder más que las libertades ciudadanas). En esta misma línea esbozo la siguiente pregunta ¿qué pasará el 2012 con las marchas después de que el resultado del plebiscito en la comuna Santiago señaló que la ciudadanía de dicho sector no quiere más marchas allí? ¿Se respetará esa voluntad popular?
Abogar por un discurso popular ciertamente te provee de buena fama, más si te rindes ante sus deseos y lo explicitas una y otra vez. Sin embargo, permítame llamarle hipócrita cuando, en pleno uso de dicha bandera, decide obviar la decisión del pueblo cuando sus resultados no le agradan o no le convienen.
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Foto: Kena Lorenzini
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