En una reciente columna, Iván Salinas expone los que según él son los puntos débiles del pensamiento liberal. Básicamente, ataca a los liberales por exacerbar el rol que éstos asignan a la decisión individual al momento de construir proyectos colectivos, siendo que muchas de estas realidades no pertenecen al ámbito de la libre elección, sino a la necesidad dada por las condiciones sociales del entorno. Creo importante hacer algunas precisiones al respecto.
El autor no se equivoca al sostener que muchas formas de organización social no nacen del mero acuerdo voluntario de las partes. Me parece que, empíricamente, es verdad aquello de que las opciones de vida de una persona no son infinitas y que finalmente deberá escoger desde un reducido abanico de alternativas de acuerdo su contexto social. En algunos casos, puede que ni siquiera exista la posibilidad de ejercer algún tipo de elección. Pero se equivoca rotundamente al atribuir la posición contraria a quienes denomina, con cierto desdén, “liberales-progre”.
El liberalismo, por cierto, asume ciertos compromisos filosóficos, que a partir de su idea de la dignidad intrínseca de los seres humanos deriva en el entendimiento del individuo como ser independiente y merecedor de igual respeto. Pero es fundamentalmente una propuesta política, que busca organizar la vida en sociedad. Como proyecto esencialmente político, el liberalismo consiste en una serie de arreglos institucionales que limitan la capacidad del poder para afectar los espacios inviolables del individuo. Esto, en ningún caso, niega la naturaleza de ciertas organizaciones sociales y su fuerza vinculante más allá de los particulares actos de voluntad.
Lo que sí hace el liberalismo es asumir que las opciones de vida de las personas pueden ser distintas, especialmente en las sociedades pluralistas. Reconociendo que ninguna persona tiene el derecho moral de imponer sobre las demás su concepción de la “vida buena”, el pensamiento liberal construye un marco para que todas ellas tengan la posibilidad de expresarse en libertad. Esto no es necesariamente relativista, ya que no implica que las personas sean indiferentes o esencialmente escépticas respecto de los distintos proyectos de vida. Simplemente carece de la arrogancia de decirle al resto que está equivocado. Las personas pueden seguir participando en este marco con sus propios condicionamientos culturales y sociales. No se les pide que entren desnudos en la oscuridad, atomizados o desvinculados.
Es cierto que algunas de las más resonantes presentaciones del liberalismo nacen a partir de un contrato social hipotético en el cual las partes “escogen” las cláusulas que ordenarán la vida social. Pero ese ejercicio teórico tiene por objeto justamente asignar los derechos y obligaciones en el ámbito de lo político. La construcción de la identidad, personal y social, queda inmune en este proceso. Aun así, no pocos liberales han llamado la atención respecto de que el concepto central para su tradición no debiera ser el de “autonomía” (entendiendo por ella la capacidad de elección racional), sino precisamente el de “diversidad” (asumiendo entonces que distintos grupos sociales y culturales conservan todos los rasgos que les son propios). Lo único que exige el liberalismo en este punto es que ningún colectivo sea capaz de forzar su pertenencia, ni aun a pretexto de que constituye una marca “natural”. En ese sentido he puesto el acento respecto de la importancia de la voluntariedad en contraste con la obligatoriedad.
Esto no borra las discrepancias que el liberalismo sigue manteniendo con los ideales comunitaristas. Tampoco es fácilmente reconciliable con la premisa marxista de que la libertad individual es un espejismo que rivaliza con el despliegue social. Pero no se incomoda un ápice frente a cargos que no le empecen.
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