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Ley Hinzpeter: la ley como mecanismo de represión social

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La ley Hinzpeter se transforma en un mecanismo eficaz para evitar la manifestación social en tanto afecta directamente a una serie de mecanismos de presión utilizados históricamente en nuestro país. Pero no sólo eso: cumple una función disuasiva esencial, pues no basta sólo con el temor que infunde la penalidad asignada, sino que implica un grado alto de arbitrariedad para carabineros y fuerzas especiales en la propia manifestación al momento de una eventual detención que genera, por supuesto, temor.

Para nadie es un misterio que el año 2011 estuvo marcado por las movilizaciones sociales que se levantaron desde diferentes sectores del país. Asimismo, no debiese sorprendernos que, ante dichas manifestaciones que marcaron la agenda pública, la respuesta del gobierno -y del Estado mismo- haya sido la de buscar, mediante la ley como herramienta “legítima” del orden social, reprimir y castigar a quienes alcen la voz crítica, todo esto en pos de la “calma”, la “institucionalidad” y “paz social”. El objetivo es uno solo: mermar la incidencia social y con ello el avance de un pueblo mismo, que en su justo y necesario despertar reivindicativo atenta contra los intereses de un puñado de individuos que detenta el poder económico, político y de los medios de comunicación en nuestro país.

Cuando la movilización se acrecienta y las herramientas represivas del Estado no logran dar abasto o surtir el efecto deseado, la ley es un buen mecanismo para disipar ésta. Chile sabe de ello: amparándose en un concepto de excesos y el recurso constante de la violencia, nuestro país ha vivido claros períodos en los que se ha limitado y hasta suprimido el justo derecho a la protesta social, muchas veces sin más argumento que, lisa y llanamente, la defensa de los intereses del gobierno de turno. De esta forma, por ejemplo, durante las primeras décadas del siglo XX Chile vivió las consecuencias de la llamada “cuestión social”, buscando transformar nuestro Estado hacia uno con atisbos incipientes de uno de bienestar. No obstante esto, la respuesta estatal para lograr dicho propósito continuó bajo la senda de la represión: entre 1924 y1938, bajo una serie de protestas, golpes de Estado y dictaduras, la mantención del “orden público” jugó un rol fundamental, generándose diversas leyes y decretos de ley que dieron nacimiento a la Ley de Seguridad Interior del Estado. Una de las más relevantes es el Decreto Ley N°50 de 1932, donde se expresa la necesidad de castigar a través del Código Penal (en adelante CP) las manifestaciones públicas contrarias al gobierno. ¿El porqué de ello? Básicamente porque, en virtud de su posición política, éstas respondían a “movimientos anarquistas” o a “terrorismo” cuyo objetivo era destruir las instituciones básicas la sociedad, como la familia o la propiedad. En el año 1937, las anteriores disposiciones se fusionan en el primer texto de la Ley de Seguridad Interior del Estado. En 1948, además, se proscribe al Partido Comunista en el mismo cuerpo legal, anulándose ello el año 1958 junto a una serie de decretos que dio origen a la actual Ley de Seguridad Interior del Estado.

Así, la Ley de Fortalecimiento del Orden Público, en adelante “Ley Hinzpeter”, refiere a una viva expresión de lo referido: hay una respuesta gubernamental fundada en el temor que provoca la violencia publicitada por los medios que busca reflejar, a pretexto del “orden público”, la necesidad de evitar que ésta vuelva a surgir en las manifestaciones sociales. Existe, de dicha forma, una supuesta defensa para cada los ciudadanos de nuestro país. En lo concreto, la ley -a cuyo proyecto se espera se le hagan modificaciones para su nueva presentación en marzo- propone principalmente:

1. Que cometer o resistir con violencia, emplear fuerza o intimidación (art. 261 CP) contra fuerzas especiales y gendarmería sea considerado atentar contra la autoridad. Se crea así una diferencia elemental: fuerzas especiales tiene un estatus distinto al manifestante en cada marcha.

2. Que, como pena para el delito anterior, podía decidirse entre reclusión menor en su grado medio (540 días a 3 años) o multa de 11 a 15 UTM. Ahora, sólo podrían establecerse delitos que conlleven restricción de libertad.

3. Por modificación al art. 269 del CP se castiga con pena que va entre 61 días a 3 años a quienes participen en desórdenes o cualquier otro acto de fuerza o violencia, a través de:

a) Paralizar o interrumpir, valiéndose de fuerza en las cosas o, de violencia o intimidación en las personas, algún servicio público. Como ejemplo, la paralización (con los resguardos que se toman, claro) algún servicio de salud.

b) Invadir, ejerciendo violencia o intimidación en las personas, y sin contar con el consentimiento de los dueños, diversos bienes inmuebles, sean privados, fiscales o municipales.

Es decir, la toma de una universidad o colegio, mecanismo de presión regular de los estudiantes, podría ser considerado delito, llevando aparejado una pena de hasta 3 años de cárcel.

c) Impedir o alterar, ejerciendo violencia o intimidación en las personas, la libre circulación por puentes, calles, caminos u otros bienes de uso público semejantes, resistiendo el actuar de la autoridad.

Por ejemplo, una barricada o corte de calle, medidas utilizadas en Aysén, Magallanes y Freirina, podría considerarse fácilmente dentro de este punto.

4. La pena en cuestión se establecerá sin importar si corresponde aplicar otra a los responsables de dichos delitos que se pretenden tipificar. Acá se infringe abiertamente el principio penal, consagrado en nuestra Constitución y en diversos Tratados Internacionales de Derechos Humanos, de “non bis in idem” (latín: “no dos veces por lo mismo”). Éste implica que no se puede sancionar penalmente más de una vez por un mismo hecho. De esta forma, una persona podría ser procesada y castigada por el delito de saqueo que pretende establecer esta ley y a su vez por el delito de robo con fuerza en las cosas en lugar habitado o no habitado (arts. 440 a 445 del CP) por un mismo hecho.

5. No se castigará sólo a quien realice la acción que comparta el delito, sino también a quienes participen, inciten o fomenten dichos desórdenes. La pena asignada será la misma referida, es decir, de 61 días a 3 años.

Ahora la pregunta es: ¿quiénes promueven? ¿Los convocantes, por ejemplo? ¿Qué se entiende por fomentar? ¿Quienes estén al momento de la ocurrencia de alguno de estos actos se consideran dentro de la participación? ¿Quién difunde una manifestación de forma “incendiaria” por Facebook, también? Probablemente sí. Con esto se genera un incentivo perverso para el gobierno de turno: estimularla violencia en las manifestaciones para luego castigar a las organizaciones que las promovieron por medio de sus representantes.

6. Al actuar quien ejecuta el acto con capucha o algo que no permita “identificar el rostro”, se forzará a castigarlo con el máximo de pena correspondiente acorde al delito que refiera esta ley.

Ahora bien, en las manifestaciones son usuales los pañuelos o símiles que se utilizan para disminuir el efecto de los gases lacrimógenos. La utilización de estos podría considerarse fácilmente como una forma de “evitar que se identifique al autor”, asignándole, si la pena corresponde, 3 años de cárcel. Ello deja un gran margen para la arbitrariedad, la medida nos retrae a lo que en derecho penal se denomina “derecho penal de autor”, modelo propio de regímenes autoritarios como el de la Alemania nazi. De esta manera se busca castigar no el acto en sí, sino características personales del actor.

Volvamos entonces a lo anterior: la ley se transforma en un mecanismo eficaz para evitar la manifestación social en tanto afecta directamente a una serie de mecanismos de presión utilizados históricamente en nuestro país en el contexto de protesta. Pero no sólo eso, sino que dicha ley, la cual ha sido criticada por diferentes organismos internacionales como la ONU, cumple una función disuasiva esencial: no basta sólo con el temor que infunde la penalidad asignada, sino que implica un grado alto de arbitrariedad para carabineros y fuerzas especiales en la propia manifestación al momento de una eventual detención que genera, por supuesto, temor. Debido a lo indeterminado o el campo abierto que deja muchos de sus conceptos, puede ser recurrente que sin “violencia o intimidación”, por ejemplo, se lleve detenidos a quienes realicen un acto cultural que altere el tránsito en una plaza. Al fin y al cabo, quienes determinarán si se cumplen los requisitos de los delitos que señala la norma para proceder a la detención serán los mismos agentes policiales. Así, no es sólo la pena ni la determinación del delito las herramientas de represión, sino las mismas potestades que se le otorgan al Ministerio Público a través de carabineros y fuerzas especiales. Asustar e intimidar se transforma en un mecanismo eficaz para reprimir la protesta.

Por último, cabe destacar algo elemental y básico: si no podemos manifestarnos en pos de nuestros derechos, simplemente estos se vuelven invisibles, desaparecen, se manifiestan a nivel discursivo en nuestra Constitución. Si no podemos exigirlos, nuevamente se verán desplazados. Si están siendo violados, no podríamos reclamar en un contexto que no les sea propicio a los intereses de los mismos que promueven esta ley. Si no podemos manifestarnos simplemente se acalla nuestra voz, y con ello, triunfando, logran aplacar al mismo pueblo. Vale la pena reivindicar el derecho a la protesta, y con él el alzamiento real de gran parte de nuestros derechos que hoy se transforman fácilmente en sólo letra muerta.

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12 de febrero

Concuerdo plenamente en lo planteado.

No obstante, me llama la atención que no se aluda al mensaje presidencial Nº-497-354 de noviembre del año 2006, donde la entonces presidente Michelle Bachelet proponía un proyecto para fortalecer el orden público, que entre otras cosas contemplaba hacer responsables de los desmanes a quienes convoquen por cualquier medio, a reunirse o manifestarse.

Me llama la atención que no se mencione, cuando ese mensaje se hace un mes después de la Revolución Pingüina como clara respuesta del poder a la movilización social que generó dicho movimiento.

Y me llama la atención porque dicho proyecto coincide plenamente con el punto cinco, cuando planteas que con la ley Hinzpeter “No se castigará sólo a quien realice la acción que comparta el delito, sino también a quienes participen, inciten o fomenten dichos desórdenes. La pena asignada será la misma referida, es decir, de 61 días a 3 años”.

El despotismo blando hace tiempo se desplegó en Chile con el beneplácito de muchos supuestos demócratas…

12 de febrero

Agrego, la «detención por sospecha» en las manifestaciones que se llevaban a cabo en el mandato de la señora Bachelet, duraron todo el tiempo en el cual los estudiantes salieron a la calle.

Fui testigo de cientos de detenciones por parte de carabineros, de civil y uniformados, a estudiantes por el acto de andar con mochila y gorro, en pleno invierno. Todo eso bajo el mandato «ciudadano» de doña Michelle.

O sea, está bien criticar la aberración Hinzpeter, pero leamos la historia reciente también, en la cual el liderazgo concertacionista muestra similitudes con lo que hoy se critica, la ley Hinzpeter.

22 de febrero

Estimados,

Antes que todo, mil disculpas por no responder antes. Estuve sin acceso a internet.

Y en verdad la respuesta es bastante simple: acá no se trata, como lo manifiestan las desconfianzas, de atacar a un gobierno o defender a la Concertación. Muy por el contrario. La nota tiene su raigambre en la respuesta que dan los gobiernos, a través del Estado, a las manifestaciones sociales a través de la ley. En sus cimientos más teóricos, cómo la misma ley actúa como un mecanismo ajeno al pueblo mismo, donde la voluntad soberana -que debiese ser la que da origen al cuerpo legal- se relega a un plano aún más ficticio, donde no sólo se realiza por un Congreso ajeno a la realidad social, sino que se utiliza en contra de la misma ciudadanía que le otorga legitimidad. En el fondo, lo que podríamos llamar un proceso de alienación legal.

Así, la Ley Hinzpeter es el ejemplo coyuntural. Y se recalca porque no es el proyecto de Bachelet el que debe detenerse, sino esta ley que cumple ya dos años tramitándose. Y claro, éste es nuevo año complejo: los pasados, a la Concertación no le convenía su aprobación a pretextos del apoyo a los movimientos sociales, los mismos que desarticularon y restringieron en sus años de gobierno. En el 2013 está en juego la votación presidencial y la posible futura gobernabilidad de Bachelet, por ende no me extrañaría que se llegase a consenso con la derecha -la no encubierta- para la aprobación del cuerpo legal. Y es ahí donde debemos agitar, criticar y movilizarnos.

Saludos.

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