Hoy, la mirada de quienes se sienten satisfechos ha comenzado a chocar con aquella que comprende que la realidad es muy distinta
Hemos comenzado a ser testigos del debate en torno a la reforma laboral. Serán muchos los expertos que con pasión, pero no siempre con razón, darán a conocer su opinión. Se debatirá sobre los pro y los contra que ella traerá a nuestro país y los peligros o beneficios que otorgará a este pueblo emergente.
Desde la Doctrina Social de la Iglesia, bien leída y sin confusiones, el trabajo se comprende como un medio que contribuye a la dignificación de la persona, nunca como un fin en sí mismo.
Desde una mirada conservadora, moralmente satisfecha y complaciente, el trabajo se entiende como colaborador en la dignificación del hombre. Más aún, le santifica. “La santificación en el trabajo diario”, dirán algunos, es el despliegue de una naturaleza humana animada por un dios que busca dar felicidad a sus hijos. De este modo, el hombre es feliz en lo que hace y debe dar gracias a un ser poderoso que le cuida y mantiene. El hombre debe estar contento en el trabajo que “le ha tocado hacer”: gásfiter, nana, auxiliar en algún colegio, minero, abogado, médico, ingeniero, campesino, cartero, auxiliar de enfermería, profesor o ayudante de algo. En todas estas labores es feliz porque una realidad que le rodea -y supera- así lo ha establecido. En esta perspectiva, todo está bien y nada debe ser transformado. Si esto es así, entonces, todo marcha bien; ¿para qué hacer reformas?
Pero, parece que las cosas no van bien, algo no calza, el zapato ceniciento no encuentra su pie. No hay concordancia entre este razonamiento político-religioso, que solo quiere ver alegría en el trabajo y es incapaz de enfrentar las injusticias y desigualdades que en él se dan, con lo que muchos -y hace tiempo- han comenzado a plantear y a buscar nuevos caminos.
Hoy, la mirada de quienes se sienten satisfechos ha comenzado a chocar con aquella que comprende que la realidad es muy distinta. El mundo del trabajo no tiene que ver con los frutos producidos, sino con el gozo que da el “saberse actor de algo”; con el reconocerse protagonista de una “realidad que se viene” y, como tal, escausa de esperanza.
Cuando la persona comprende que es actor y no productor asistente, la necesidad de cambio y transformación es inevitable. En este contexto, no toda tarea produce alegría y menos santificación. Hay trabajos -y condiciones laborales- que no llevan a la persona a reconocerse como actor y colaborador de la obra creadora. Todo lo contrario, hay trabajos que convierten, a quienes los realizan, en seres sin razón y sentido. Cuando esto pasa, el trabajador comienza a ver que su labor no da frutos auténticamente humanos, sino que sólo es parte de un proceso. Ciertamente, este modo de enfrentar el trabajo no santifica a nadie, todo lo contrario, lo condena a un devenir esclavo y finito. No todo trabajo santifica al hombre; en muchas ocasiones lo reduce, transformándolo en un objeto a utilizar en vistas a un fin específico, transitorio y fugaz. Si queremos hablar de un trabajo que santifique a la persona en su vida diaria, nunca olvidemos su condición natural: el hombre ha sido creado para pensar y hacer, para vivir y recrearse, para hacer familia y comunidad, no para moverse según las exigencias del mercado, sino para ir en búsqueda de un horizonte abierto e ilimitado, donde nada ni nadie puede oponerse.
En Chile es necesaria una reforma laboral que dignifique al trabajador. No cerremos los ojos ante una realidad injusta (realidad que se acomoda bajo el nombre de «santificación», para que todo siga igual). Si queremos una patria inclusiva, hagamos el esfuerzo para que quienes tiene más, comprendan que el futuro solo se construye con participación, con alegría y esperanza, no solo por algunos que, no por obra divina, han alcanzado dicha y satisfacción a costa de los más débiles.
Comentarios