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La noticia de este domingo fue el hallazgo con vida de los 33 mineros atrapados en el derrumbe de la mina San José. Ahora viene el desafío de mantenerlos en buen estado de salud y la operación de rescate a través de un conducto pequeño que se entrará setecientos metros por la tierra.
El gobierno manejó muy bien la crisis. A pocos días que los medios informaban del malestar que cundía en el campamento y un posible descontrol, las autoridades lograron contener la ansiedad de las familias y de los copiapinos que acudían en cantidad. Los anillos de seguridad dispuestos por carabineros evitaron el ingreso masivo a las faenas. Por su parte, el ministro Golborne mantuvo informadas a las familias y los ingenieros perseveraron en el programa trazado.
Es difícil no conmoverse después de ver por lo que han pasado y tendrán que pasar los familiares y los mineros accidentados, pero también resulta indignante la actitud de los dueños de la empresa, que con prepotencia o temor no reconocen responsabilidades y adelantan una eventual quiebra. ¿Son de otro planeta?
Mucho se habla de la ambición descontrolada y negligente, tal vez es eso. Otras opiniones afirman que la estructura de la mina obedece a su extensa veta y resultaba difícil hacerla más segura. Según ex empleados de la empresa, los muros de contención habrían sido debilitados en el afán de extraerles un mineral de leyes generosas. ¿Cómo dejar en el abandono esa riqueza que está ahí, al alcance de la mano?
La ambición ha alimentado desde siempre la imaginación de los mineros, pero sin un matiz mezquino. La vida en Copiapó se teje con el relato de viejas historias de fortunas repentinas que no tardan en dilapidarse. Se trata de cuentos trágicos, en los que alguien malgasta sus años tras un hallazgo esquivo; cateadores que lo pierden todo por el amor o el juego; antiguas minas que cobran vidas para esconder sus secretos, como la famosa “Dulcinea”. Pero todos sienten que la riqueza está ahí, debajo de los pies.
La ciudad rescata ese espíritu soñador. El monumento a Juan Godoy, antiguo cateador y descubridor del rico mineral de Chañarcillo en 1832, es un testimonio de la fortuna y miseria del minero. El premio nacional de literatura, Salvador Reyes, exaltaba la historia de Juan Godoy:
“…¿se hizo rico, fue feliz con el fabuloso hallazgo? No, no fue rico. Vendió sus derechos a don Miguel Gallo y, después de lamentable experiencia de comerciante, volvió a Chañarcillo. Don Miguel fue buen amigo y le dio la explotación de una mina. Juan Godoy ganó lo suficiente para vivir y morir tranquilo en su rincón, mientras en la lejana capital la veta descubierta por él reventaba en palacios y en esplendores que el pobre minero ni siquiera pudo imaginar”. (Andanzas por el Desierto de Atacama. Ed. Zigzag, 1969.)
El derrotero perdido o la veta que se niega aquí y que aflora en la mina de enfrente, forman parte del ethos del minero. La San José se cerrará, su historia de accidentes lo amerita. ¿Será recordada por eso?. En unos meses más, lo más seguro, es que se hable de la mina del milagro, por cierto, no gracias a sus dueños.
La mina que devolvió a treinta y tres que salvaron de la voracidad del cerro y de los hombres, dará paso a la especulación por sus riquezas. La veta de cobre que se perfilaba hacia delante o el filón de oro lejos de agotarse. Historias que se acrecientan y adornan con el tiempo. Vendrán los codiciosos o los incautos, si es que antes no llega el progreso y destripa la montaña de una vez por todas. Pero falta mucho para todo esto. En lo inmediato, todo se centra en el rescate, una historia feliz que, en los próximos meses, irá dando paso a una nueva leyenda en la que se mezclará la ambición y, por qué no, la generosidad.
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