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La fronda cabalga de nuevo

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El reciente acuerdo de falangistas y nacionales acerca de la reforma al régimen político abre un interesante espacio de discusión, el que creo corre el riesgo de difuminarse si se encamina por el camino anecdótico de quién sabía o no, o quién se siente traicionado o no y no se asume por la vía que a mi juicio es más interesante, cual es la de los contenidos de fondo de la propuesta.

Respecto al tema simbólico de los componentes de tan singular acuerdo, no me referiré – para no repetir lo señalado por Carlos Peña en El Mercurio, que creo que se hace cargo con justicia y buena letra – a los aspectos morbosos del asunto, siempre tan caros a nuestra República.

Entrando en materia, la propuesta nacional-falangista tiene una virtud, para partir, que es la de asumir la idea de evaluar el sistema político en su conjunto y proponer una mirada en esa dimensión. Busca una restructuración completa de nuestra institucionalidad. Y es curioso, porque el consistente reclamo de una Nueva Constitución, proveniente de diversos sectores, no siempre ha venido acompañado de una idea clara de lo que se pretende que la nueva Carta consagre. En este caso, los comensales de Gutemberg se hacen cargo de ello y lo hacen con claridad y valentía.

Sin embargo, en este intento por aportar una mirada refundacional global, mezclan tres temas que no sólo tienen distintos grados de madurez, sino que pueden resultar contradictorios. Por un lado la reforma al sistema electoral que origina el parlamento, por otro la descentralización del Poder Ejecutivo y, en tercer lugar, el cercenamiento de parte de la autoridad presidencial en una figura, la del Primer Ministro, que cuente con la venia del Congreso como requisito de origen.  

El primer elemento, el de la reforma al binominal es lejos el más maduro en el debate político nacional. La ciudadanía y gran parte de los dirigentes políticos pide a gritos un sistema proporcional que asegure una adecuada representación de mayorías y minorías en el parlamento, así como un correcto balance territorial, hoy absolutamente inexistente. Curiosamente en la propuesta Walker-Larraín, este aspecto merece sólo dos párrafos en un lejano punto 2, donde se hace mención a un “sistema electoral proporcional corregido”, sin explicar mayormente en qué consiste ni que es lo que “corrige”

El segundo, expresado en propuestas como la elección directa del Presidente del Gobierno Regional y de los Consejeros, se entronca en un debate de largos años y sobre el cual existen consensos importantes.

Sin embargo, el centro del documento y quizás la causa mayor de tan digna alianza, es la creación de una figura de Primer Ministro, nombrada con acuerdo (o veto, contrario sensu) del Congreso, que asuma gran parte de funciones que hoy tiene el Presidente. Creo que aquí reside la mayor debilidad y complejidad de la propuesta.

En primer lugar porque la Presidencia es una institución asentada claramente en la cultura política nacional y que no adolece de los vicios de origen que las personas perciben en la elección parlamentaria. La elección de Presidente o Presidenta es la única donde mayoría y minoría se expresan con claridad y donde el voto de cada ciudadano o ciudadana vale lo mismo sin perjuicio del territorio donde habite y vote.
Incluso, si en la Constitución del ’25 se generaban dificultades con esta legitimidad, era precisamente por el rol de dirimente que tenía el Congreso ante los procesos electorales en que no se alcanzaba la mayoría absoluta; tema hoy resuelto eficientemente por la segunda vuelta. Traspasar, entonces, parte importante de sus atribuciones al Congreso, parece entonces un contrasentido con la demanda de una mayor legitimidad de origen en la generación de las autoridades públicas.  

En segundo lugar, el documento abunda en frases donde se califica de excesivo el poder Presidencial. En una columna en cooperativa.cl, seguramente motivada por el entusiasmo del pacto, un intelectual de fuste como Sergio Micco, ha llegado a calificar de Imperial a la presidencia. Creo que es un exceso y un error.

Si analizamos históricamente la relación Presidencia – Congreso en Chile, podemos apreciar claramente que los únicos espacios que han tenido las mayorías reformistas en nuestro país se han generado a partir de la llegada a la Presidencia de candidatos que encarnaron un ideal de transformaciones. En todos estos casos, el Congreso (binominal desde 1990, pero también el proporcional de la Constitución del ’25 y el de la Constitución del ’33), jugó un rol de contención sobre dichos procesos de reformas, instalándose como trinchera privilegiada de los sectores conservadores. Quizás esto tiene que ver con la excesiva mediación de las elites en la generación de los liderazgos políticos parlamentarios. No lo sé.

Sin embargo, es evidente que el Congreso ha sido esencialmente moderador y conservador y el espacio político de las transformaciones ha estado situado en el Ejecutivo. Incluso en algunos momentos, el Congreso ha ejercido estas atribuciones sobrepasando los límites de la institucionalidad como en 1891 promoviendo una guerra civil contra el presidente Balmaceda o acercándose peligrosamente a ello como en 1970 con el Estatuto de Garantías Constitucionales o en 1973 al declarar que el Presidente había roto la Constitución, con las consecuencias por todos conocidas.

En otros momentos no necesitó de tanto, sino que sólo ejerció sus atribuciones para borrar de una plumada procesos como la reforma agraria (propuesta por el Presidente Pedro Aguirre Cerda en su programa y rechazada como moneda de cambio de la ley CORFO), retrasar por décadas el despacho de la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria (aunque usted no lo crea alguna vez hubo instrucción primaria pública, gratuita y obligatoria) o frenar las leyes sociales propuestas por el Presidente Arturo Alessandri, donde fue necesario el ruido de sables de la oficialidad reformista para sacar a la oligarquía parlamentaria del sueño inveterado donde se aislaba de la crisis social y política que asolaba Chile.

La leyenda negra de la fronda antipresidencial tiñó de epítetos como populismo, presidencialismo extremo y hasta dictadura a los reformistas que electos por mayoría popular intentaron hacer de Chile un país distinto.

Ambos poderes se necesitan y se complementan, pero tan dañino como el Ejecutivo sin Congreso (dictadura), ha sido el poder del Congreso expandido hasta la intromisión en la gestión del Ejecutivo.

Quizás la DC sienta que este acuerdo le devuelve el papel de jugar un rol articulador y le entrega el mérito de destrabar la discusión constitucional. Lo más probable es que tenga justa razón en ello. Pero el precio que cobra Larraín es el de desviar el debate desde la legitimidad del Congreso al cercenamiento del poder Presidencial, tarea a la que su sector y su familia se han abocado desde los albores mismos de la República. 

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Comentarios

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25 de enero

Estimado Felipe:

Muy buen análisis, desde lo histórico y lo política.

Insisto en lo que plantee en la columna de ayer, lo más importante en el affair walker-larraín ( a propósito de fronda) es que deja aislado a los que creen que nada ha de cambiar.

Creo que lo único que cabría agregar a tu panorámica es la sospecha de que los dos partidos con menos probabilidades de elegir Presidenta (e) sean aquellos que se aprovechen del tremendo daño que la gestión de SP le ha hecho a la institución presidencial, para, como tu bien dices, mediatizar la presidencia a través de un «premier» que dependa de un congreso aún menos legitimado y que garantiza los acuerdos estructurales.

26 de enero

Don Felipe, discrepo. Su visión del presidencialismo es un paternalismo encubierto. No es necesario ser partidario de la fronda para cuestionar el excesivo poder presidencial que es un fósil viviente del concepto de capitanía general colonial. Por ello soy partidario de un régimen al menos semipresidencial.
Ah, y una recomendación Evítemos hacer intepretaciones históricas basadas en conspiraciones familiares contra el Estado. No desestime la capacidad del homo sapiens chileno para hacer mala política.

26 de enero

Discrepe no más, estimado:

La capacidad del homo sapiens chileno para hacer mala política… Punto concedido.

Lo de la Capitanía general no me convence tanto, porque en cierto sentido, cuando pasamos de monarquía a república, en el papel, debiese haber aumentado la capacidad de autogobierno de las elites locales y por tanto la Presidencia debiese ser una institución asentada en ellas. Está bien, pero en la práctica creo que hay una contracorriente de recelo a la autoridad presidencial, que se nace del tránsito práctico de pasar de una monarquía ilusoria, cuya máxima autoridad vivía al otro lado del mundo y en 300 años jamás se dignó pisar el continente y por lo tanto generaba un espacio de control por parte de las oligarquías locales, fundidas en el entramado institucional, mayor y más opaco que el que va instalándose conforme la Presidencia comienza a ampliar sus bases de orígen.

Conforme la Presidencia genera instancias que la autonomizan de la elite local, muchas veces buscando para ello alianzas más o menos paternalistas, clientelares o democráticas con sus electores (que cada vez trascienden más la elite), la última se tiende a refugiar en su recelo al Estado, a la Administración y a la Presidencia como espacio sintético y simbólico de lo anterior.

Es un largo debate, pero creo que vale la pena ponerlo sobre la mesa en este contexto.

Saludos

30 de enero

Felipe:
Una pequeña corrección: su afirmación «cuando pasamos de Monarquía a Republica» – que yo sepa Chile nunca a sido una Monarquía, fuimos una «colonia del Reino de España». Atravéz de la guerra por la independencia, contra el colonialismo Español, pasamos a constituirnos en Republica.

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