La derecha se apoderó de la concepción de la economía de mercado y también la desvirtuó. El socialismo, por su mirada sentimental de la economía, no se dio cuenta o no alcanzó a notar que la idea central de la ʻcompetencia puraʼ es principalmente socialista y no capitalista. Lo vio al revés, tal como muchos lo ven hoy, y por lo tanto se puso en contra. Es éste el triunfo moderno de la derecha sobre la izquierda; acuñaron primero la idea, porque en la práctica se adaptaba mejor a su pequeño mundo -el del 1%-, que a la sociedad toda; y mejor aún para ellos, la forma torcida del mercado que vemos es proclive a ser asimilada por esta humanidad materialista en la que vivimos. Por lo mismo ahora la derecha es mayorcita.
Los socialistas, con el tiempo, atinaron a hablar de la ʻeconomía social de mercadoʼ, un intento por tratar de agarrar algo en este concepto que hasta a ellos les comenzó a gustar. Esta ʻeconomía socialʼ, de nombre, se fue convirtiendo en la llamada “economía del bienestar”, referida al interés de un gobierno por preocuparse de los más desvalidos a quienes no les tocan beneficios en este sistema, generando un Estado de garantías, lo que sin duda es importante, pero más bien esta definición es de todo gobierno y en cualquier sistema. Pero el punto es que en el camino eliminaron la idea central de la socialización de las empresas.
Lo social del mercado, visto como la desconcentración del factor productivo de la nación, es justamente la máxima expresión conceptual de la economía de mercado: la llamada ʻcompetencia perfectaʼ, un escenario económico donde existen ene oferentes y ene consumidores -se entiende muchos-, de tal manera que ninguno por sí solo o inclusive unidos con otros, son capaces de manipular el precio. Se desprende de la anterior definición que la ʻinformación económica relevanteʼ está siempre disponible, y al mismo tiempo, para todos los oferentes y consumidores. No hay información privilegiada. Así, en estas condiciones, el precio que se paga es el precio justo, un precio que premia al buen productor y permite que continúe con su empresa, y que beneficia al máximo al consumidor, dejándolo satisfecho.
Pareciera simple, pero se dice: “es utópico”.
Porfiemos y proyectemos la situación: Veríamos este país con una alta cantidad de empresas relevantes en los distintos mercados. Un escenario desconcentrado: el mundo de las pymes por excelencia; con una oferta de productos y servicios de calidad, atenciones verdaderamente personalizadas, diversidad de productos y servicios, alta segmentación en la oferta, puntualidad, responsabilidad… en resumen, una verdadera socialización del aparato productivo, funcionando en muchas manos empresariales y no en unos pocos, como en la actualidad (donde éstos tienen la información primero, poseen el capital o lo heredan de generación en generación, o tienen un acceso privilegiados a ellos).
Pero ya no es utópico.
Les recuerdo internet: el avance más socialista del último tiempo; tanto cultural como económico. Y cito el negocio de la música como caso archiconocido. El pirateo, equivalente a la revolución de antaño, logró doblegar a los sellos discográficos, quebró a varios incluso, dando paso a nuevas formas de negocio, donde se entiende que el único camino para llevar adelante estos mercados es bajando los precios, de lo contrario te piratean, incluso igual te piratean. No justifico las revoluciones, y por lo que acabo de decir, tampoco el pirateo, pero puedo aceptar a este último como la rebelión contra aquellos que cobran diez mil pesos por un disco de los cuales sólo mil pesos van al autor, es decir, el responsable del producto mismo. Ése autor hoy, vendiendo directamente su producto en mil pesos, ganará lo mismo que antes, pero el consumidor pagará un décimo que antes. Ya son varios los que se atreven. Una mujer, un hombre, por sí solos, hoy, con su creación, pueden llegar a desplazar a una corporación, a una transnacional. Y analicen lo que está pasando con los libros, con las películas, con los diarios, con la educación, con el comercio en general…
Aunque para no nublarnos con demasiado optimismo, hay que decir que replicar lo anterior en otros negocios que aún son exclusivamente físicos, es difícil. Y comparto que en pequeños países como el nuestro, con sus particularidades estructurales, geográficas, etc., no se ve fácil desconcentrar los mercados y hacerlos verdaderamente competitivos, en especial con la desigualdad económica que existe entre nuestras pymes y las grandes empresas.
Pero existe un arma para combatir aquello y emparejar la cancha: los impuestos progresivos.
En Chile, no sólo por necesidad del terremoto, sino por competitividad, es necesario iniciar una reforma tributaria que castigue la concentración económica. La empresa o grupo económico que desee seguir o estar en una posición monopólica u oligopólica, debe pagar más impuestos, y mientras deseen la concentración más deben pagar. Se requiere un sistema de impuesto a a renta de las empresas ʻprogresivoʼ. Éste es un camino práctico enfocado hacia la competencia perfecta.
Si así, en el largo largo plazo, predominaran las empresas pequeñas y medianas (predominaran no sobre el precio, sino como expresión económica), estaríamos frente a la socialización de una economía de mercado, un sistema donde se podrían crear más empleos comparativamente hablando, se podrían generar mejores productos, mejores servicios, se podría reducir significativamente la desigualdad y también dar paso al empresario por encima del especulador; al financista por encima del usurero; al trabajo por encima del dato; a la creatividad por encima de la codicia.
Royalty sobre ingresos, no sobre utilidades: presentable; menos recursos para armamento, por supuesto; pero lo principal, lo estructuralmente necesario, es un aumento del impuesto a la renta de las grandes empresas. Un mercado socialista.
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Ilustración: Freddy Agurto.
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