A tres semanas de aprobada la construcción de Hidroaysén por parte de la Comisión de Evaluación Ambiental de la undécima región, podemos ver que el llamado conflicto medioambiental ha causado un revuelo estentóreo, reclamando ser revisado.
La problemática en torno a Hidroaysén es divisible en dos puntos —uno de corta duración y en solucionable en breve plazo, y otro de larga duración, el cual requerirá medidas a largo plazo— El primero (1) es el problema que suscita la pregunta: ¿es aceptable la construcción de cinco represas en los ríos Pascua y Baker bajo el costo de destruir el medioambiente de la zona?
El segundo (2) es el problema relativo a la gran frustración que siente un número importante de chilenos al ver que cada vez es más grande la brecha entre lo que los ciudadanos quieren que las autoridades en el Gobierno decidan y lo que finalmente acaban ellos decidiendo. Esto no se trata de derecha o izquierda, sino de un contenedor que se está saturando hace décadas.
Da la impresión de que (1) ha tomado inusitada fuerza toda vez hizo visible a todos los chilenos (2), de otro modo no se explica que pese al desastre del transporte público y luego una significativa alza del pan la mayor movilización ciudadana haya recaído en el rechazo a la inundación de 49.1km² en una zona que ni un 5% de los manifestantes sabría ubicar en el mapa. Es por ello que es el segundo problema el que requiere mayor análisis.
Si acaso es cierto que la ley es una declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la forma prescrita por la Constitución, manda, prohíbe o permite (Artículo 1 Código Civil) y que La soberanía reside esencialmente en la Nación (Artículo 5 Constitución) entonces con justa razón la población iracunda acusa en la calle el vicio en el Estado de Derecho. Pero, por otro lado, es de una candidez inefable pensar que todas las decisiones gubernamentales deben tomarse previa consulta ciudadana; razonablemente el mismo Estado de Derecho contempla que ciertas decisiones deben ser tomados previo plebiscito y otras no. Respecto al exiguo margen que nuestra Constitución deja a la consulta ciudadana es un tema que no podrá ser abordado aquí por razones de extensión.
La ponderación anterior —entre (a) el pueblo como ente que legítimamente ejerce su soberanía constitucional eligiendo y (b) las autoridades que legítimamente ejercen las facultades que la Constitución les concede para decidir en pos del bien común— deja, inevitablemente, una brecha. Por supuesto, no es esperable que todos participemos de las decisiones públicas votando a mano alzada como en la democracia originaria de la antigua Atenas. No es esperable que esa brecha deje de existir. Pero sí es esperable (y exigible) que la brecha existente no sea grosera. Es preciso que exista una relación de funcionalidad entre lo que el ciudadano que vota espera de su candidato con aquellas decisiones que su candidato acaba tomando. Existe un margen de error, claro, pero el excesivo acrecentamiento de esa brecha genera una disfuncionalidad política que corroe los sistemas alimentando la intuición colectiva de que no es tan cierto que los ciudadanos se gobiernan a sí mismo.
En España han declarado “no somos anti-sistema, el sistema es anti-nosotros”, y han nominado a su movimiento bajo la acepción más aguda de la palabra indignados; no aquellas personas enojadas —su manifestación es pacífica— sino aquellas personas que han sido lentamente desprovistas de su dignidad. Al ver las imágenes de violencia en nuestras marchas pienso que los indignados en Chile responden a ambas acepciones.
La destrucción de los bienes de uso público y la grotesca agresión a funcionarios inermes será siempre condenable e injustificable, porque nos diezma a todos. Pero la ira y el repudio no deben sesgarnos hasta desatender al problema de fondo; las calles, históricamente, dicen mucho.
Foto: Todas las marchas
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