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Esto no es una cuña: “¿te invité yo a vivir aquí?”

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Nadie parece haber advertido en esa respuesta visceral –y, por lo tanto, cargada de una honestidad tan escasa como accidental– la expresión involuntaria de un modo de comprender el ejercicio del poder.

Esto no es una cuña[1]: “¿te invité yo a vivir aquí?”[2]

Tan sólo una pregunta, tan breve como precisa. ¿Quién la formula? ¿A quién se le plantea?

Es una frase informal, sin duda, propia de una conversación entre conocidos (familiares, amigos, una pareja quizás). Descartando la auténtica curiosidad –como en el caso de alguien que haya, efectivamente, olvidado una invitación pasada–, no parece una frase amigable. Más bien sarcástica, desliza una suerte de verdad incómoda y no declarada, algo así como: “¿Sabes? yo no te invité; lo que te haya pasado es tu problema”.

Afín con una discusión entre convivientes que tienen un mal día (o tal vez una prolongada crisis), sorprende que dicha frase sea parte de la respuesta que un alcalde –de cualquier ciudad del mundo– pueda darle a un ciudadano (así es, ni poblador, ni vecino: ciu-da-da-no; eso, dígalo, no tema). ¿Cómo es posible que dicha expresión haya tenido cabida? ¿Cómo es posible siquiera que haya sido pronunciada? La reacción en medios de comunicación y redes sociales no se hizo esperar y sancionó rápidamente la ineptitud del alcalde. Sin embargo, más allá de recalcar su condición de militante del partido más conservador de Chile (partido –vale recordarlo, siempre– cómplice de la dictadura y su legado), de apelar a cualidades y defectos de índole personal (ser huevón, roto o político a secas) o de recurrir a la crítica políticamente correcta (afirmar, por ejemplo, que “no corresponde a una autoridad reaccionar de esa manera”), nadie parece haber advertido en esa respuesta visceral –y, por lo tanto, cargada de una honestidad tan escasa como accidental– la expresión involuntaria de un modo de comprender el ejercicio del poder. Y esto último, claro, no se reduce a la biografía de Jorge Castro, ni a la envergadura de lo ocurrido en Valparaíso; ni siquiera al hecho circunstancial de que hubieran periodistas al momento en que un damnificado tuvo la osadía de dirigirse a la autoridad mediante un correcto “Sr. Alcalde…”. El ejercicio del poder posee la peculiaridad de ser siempre una relación, mediante la cual, y sobre determinadas materias –en este caso, ante la falta de suministro de agua–, alguien puede decidir sobre la situación de otro u otros. En este sentido, la institucionalización del poder nos involucra a todos, seamos de la UDI, anarquistas, místicos o flaites. Y lo que deja entrever la mordacidad de Castro es precisamente una manera de relacionarse con ese poder –conferido y temporal, por cierto– y ejercerlo. ¿Qué tipo de relación sería ésta? Evidentemente, no podemos saberlo con precisión; pero sí podemos identificar en la inesperada frase, al menos, tres rasgos bien definidos que logran darnos una idea.

El primero de ellos –dada su cotidianeidad– adquiere mayor nitidez al formular una pregunta clave, a saber: ¿habríamos sido testigos de una respuesta similar ante un ciudadano bien vestido y sobre calles pavimentadas? O, mejor aún, ¿habría sido posible pronunciar la misma frase –ante una catástrofe semejante– en un barrio del sector de Cerro Alegre o Recreo? Resulta tan obvia la respuesta como el clasismo de la autoridad. Lo inquietante es que este clasismo permea y configura las conductas cotidianas de muchas y muchos chilenos. Podría haber sido un profesor con un estudiante (o viceversa), un cliente con un vendedor o una patrona con su nana, pero no, esta vez fue un alcalde con un poblador. El ejercicio del poder, desde una perspectiva clasista, permite tratar a un otro no como a un igual –al otro lado del poder conferido, podríamos decir– sino como a una extensión de los propios deseos y decisiones. En este caso el político electo como autoridad no sólo se permite tratar a un ciudadano como a un subordinado (“¿te invité yo…?”, nótese el tuteo desdeñoso frente al cuidado “Sr. Alcalde” del hombre anónimo; tono inimaginable frente a un eventual vecino de un loft siniestrado) sino que sugiere, cruelmente, que no posee ninguna responsabilidad ante las dificultades comunitarias, pues él “no los ha invitado” (todavía se permite proyectar inadvertidamente una propiedad imaginaria de la tierra; inaudito). El aspecto central de este clasismo vinculado al poder político es que la palabra del otro es vaciada de toda legitimidad siendo, incluso, innecesaria su presencia, a menos que, claro, se haya cursado una invitación (basta con pensar en las conferencias de prensa o en las cada vez más célebres consultas ciudadanas) que garantice una reproducción de esta asimetría. Después de todo, quien aspire a mejores condiciones de vida, debe mostrar respeto (en el fondo, cierta cuota de sobria sumisión) ante la autoridad clasista, pues lo que se halla en juego no es nada menos que –en este caso– el suministro de agua; pero eventualmente puede ser el contar con alumbrado público, una cancha de fútbol o pavimento.

Dada esta asimetría anhelada por el clasista –ya que gracias a ella limita la acción del otro y facilita la consecución de sus propios intereses–, el segundo rasgo se configura prácticamente por sí solo: el clientelismo. Del mismo modo que Castro se desentiende momentáneamente del drama humano mediante una frase indolente puede –si así lo requiriere– mostrarse conmovido por el clamor del damnificado. Si pudo preguntar con arrogancia “¿te invité yo…?” podría igualmente “invitar a los pobladores” a buscar una solución. La clave –desde la matriz clasista– estriba en que la relación de poder penda de la aparente buena voluntad de la autoridad de turno. Es decir, la asimetría se reproduce ya no sólo desde lo formal (la sobria sumisión y su consecuente –y favorable– ausencia de crítica) sino que desde lo material (de necesitar agua, luz, pavimento o una cancha, convendrá asentir –ojalá con una sonrisa– a las propuestas y peticiones de la autoridad). En el fondo, todo reclamo –más aún si proviene de gente que vive en quebradas– no es reconocido como justo o como parte de los deberes institucionales del cargo, sino que, de ser acogido, lo será en el seno de una relación ya distorsionada: la solución a los problemas de los necesitados será consecuencia de una empática y noble autoridad (un buen ejemplo de esta pretendida nobleza es la segunda pregunta de Castro al hombre que lo interpela: “¿y por qué no me dijiste lo de la luz que llegó, lo de la cancha que se hizo…?”; claramente su generosidad espera una debida gratitud; más aún si entre los presentes se halla uno que otro periodista cubriendo tan reveladora escena).

Clasismo y clientelismo son, por tanto, dos de los tres rasgos característicos de este peculiar modo de relacionarse con –y mediante– el poder. El vínculo político entre la autoridad y el ciudadano se distorsiona al punto en que se transforma en un mero intercambio de bienes: el político devenido autoridad utilizará los recursos disponibles para satisfacer determinadas demandas, en la medida que los beneficiados den cuenta de la correspondiente gratitud y lealtad. Sin duda, desde una perspectiva clasista, resulta mucho más sencillo –y deseable– lidiar con las peticiones de ciudadanos en condiciones de pobreza (pues, en general, sus necesidades referirán a cuestiones vinculadas a infraestructura básica) que con las aspiraciones de aquellos cuyas exigencias ya no demandan cosas (agua, luz o pavimento) sino, muy por el contrario, relaciones cada vez más simétricas de poder. Y es que en esto consiste el tercer rasgo de la autoridad clasista y, consecuentemente, clientelista, a saber: en carecer de una racionalidad ético-política en sentido estricto. Si bien esta última expresión resulta algo alambicada refiere a una situación de sobra conocida: si la ética alude –dicho en simple– a la reflexión permanente sobre principios de acción que promuevan la dignidad humana; y la política al modo de organizar la vida en común de acuerdo con la reflexión ética, cabe preguntarse: ¿bajo qué principios se configura nuestra experiencia cotidiana de la política? La bajeza e ineptitud de autoridades como Castro –y, en el fondo, de una pseudo-ética predominante en la política chilena– reside en el hecho de que esta pregunta les parece absolutamente irrelevante, pues desde la rencilla electoral (lo que algunos siúticos gustan llamar Realpolitik, queriendo disimular con ello su falta de ideas y visión) la fórmula es simple: Negociar cosas a cambio de una sobria sumisión –sobre todo si hay cámaras– pero nunca alterar la asimetría de poder en la relación autoridad/ciudadano. En este sentido, un político como Jorge Castro preferirá, sin duda, excusarse en televisión por su inadecuado exabrupto antes que ver en ese hombre anónimo de aspecto desprolijo y voz acongojada a un igual. Su olfato mediático sólo le permite intuir una eventual baja en las encuestas y un pequeño tropiezo en su carrera, pero no mucho más; después de todo –para él y para buena parte de sus colegas– las cuñas se olvidan rápido y la política, tal como los negocios, son sin llorar.

La verdadera inquietud, tras esta mediocridad ética de la política clasista, es si los ciudadanos seremos capaces de sustraernos a este perverso empobrecimiento del vínculo político y transformarlo, a partir de nuestra experiencia cotidiana, en una relación sustentada sobre el aprecio a la dignidad humana y no sobre el usufructo de sus carencias.

Notas:

[1] “En un periódico, noticia breve que se imprime para mejor ajuste de la plana” (RAE).

[2] Extracto de la respuesta dada por el alcalde de Valparaíso, Jorge Castro (UDI), a la interpelación de un damnificado por el incendio ocurrido entre los días 12 y 16 de abril en los cerros de la ciudad puerto. Audio disponible en el sitio del diario electrónico El Mostrador.

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servallas

16 de mayo

En realidad vivimos en un baile de máscaras, todos tienen la suya y esta a veces se cae, sobre todo cuando se esta cansado, agotado y estrasado como debio haber estado el alcalde. No lo culpo. Ahora si miras con detenimiento las razones por la cual se produce la tragedia, te darás cuenta que en parte importante es también culpa de quien requiere socorro. Hay en nuestro país una cierta cultura de la pobreza que tiene unos rasgos innegable de dejadez, de tosudez y de vivir al límite, esperando que el estado, es decir todos nosotros, vaya un día al rescate.

17 de mayo

Me gusta la imagen que propones del «baile de máscaras». De hecho, lo que intenté plasmar en la columna, es la manera en que las palabras son parte esencial de aquellas. En ese sentido, es irrelevante quién sea el alcalde o la autoridad de turno; o si tuvo un buen o mal día; lo crucial es lo que esas palabras nos dejan ver (el clasismo, sin duda, es transversal a la sociedad chilena; pero en el caso de quien pretende ser autoridad se espera, al menos, un comportamiento a la altura). Respecto de lo que dices sobre la pobreza, me parece interesante tu concepción –que comparto– del Estado como expresión de la vida común (es decir, de todos nosotros). El pobre, al igual que el rico o el ciudadano promedio, también es parte de ese «nosotros». La diferencia está, precisamente, en que algunos gustan de suponer que pueden prescindir de su vínculo con la comunidad (dadas sus eventuales ventajas socio-económicas), pero no logran –o, quizás, no les conviene– tomar consciencia del hecho de que su adorado estatus sólo es posible en relación con ese que, eventualmente, se dan el lujo de despreciar.

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