El esperado diálogo tiene fecha: sábado en la mañana. Tal vez llame la atención la poca premura, pero teniendo en cuenta el comprobado hecho de que la rapidez de reacciones va asociada a la poca prolijidad, más vale así.
Lo estábamos esperando desde hace tres meses, y no faltará quien exprese, indignado, que se ha perdido un precioso tiempo que, probablemente, costará pérdida de año lectivo en muchos casos.
Puede ser, pero por otra parte, la extensión del conflicto ha causado su profundización y ello es bueno. Dicho de otra forma: a los interlocutores del día sábado les debe quedar absolutamente claro que el problema es real, es de fondo y no acepta parches.
Lo han dicho los estudiantes con sorprendente claridad: no vamos a negociar unos puntos en la tasa de interés, unos cuantos dólares en el presupuesto, el pase escolar, el estado de los baños en alguna escuela. Esos temas desde luego que deben ser tocados y solucionados. Pero así lo fueran, no basta. Lo que el país necesita – según ellos y un altísimo porcentaje de la ciudadanía – es un cambio profundo en el sistema. La educación NO es un bien de consumo sujeto a las leyes del mercado. Es un proyecto nacional, es una inversión social, es la búsqueda de una identidad, es un camino al desarrollo. Los estudiantes han sido certeros en captar la voluntad nacional: queremos ser un país bien educado. Hemos comprendido que en la medida que nuestra educación mejore, lo harán los índices de felicidad, productividad, bienestar, salud, vivienda, delincuencia y todos los demás medidores de una sociedad.
Pues bien, el gobierno y quienes lo apoyan (un magro porcentaje, digámoslo) piensan exactamente lo contrario. La educación ES un bien de consumo, el mercado debe regirlo, con algunos controles, de acuerdo, pero en general, lo que nos ayudará es MÁS mercado, más iniciativa particular, más lucro.
Las visiones antagónicas que presenta el tema hacen presagiar que la duración de la reunión sabatina puede ser muy breve. – Buenos días, qué gusto de verlos, asiento, un cafecito- y eso sería todo. Cualquier intento de largar un discurso fecundo y fructífero en defensa del sistema actual desencadenará una reacción abrupta. -Muchas gracias por el cafecito, estamos muy ocupados, hasta luego.
El desafío para ambos sectores es otro: lograr un diálogo. Ese diálogo no puede ir en el sentido de tratar de convencer al otro. Eso no tiene ninguna posibilidad de éxito en ninguno de ambos sentidos. El diálogo sólo puede estar dedicado a la negociación. A exponer con habilidad y fuerza a la vez, aquello que se está dispuesto a transar y en qué condiciones. Y es eso precisamente lo que hace más difícil la situación para el gobierno. Él debe estar dispuesto a sacrificar ideas – ícono de su sistema. Fin al lucro en el sentido de crear fortunas personales en la “explotación” del “recurso” educación, para usar ese curioso lenguaje creado por los seguidores de Friedman. No más recursos del Estado en sustentar estructuras levantadas exclusivamente para el negocio. Aceptar que la educación no se “vende”, sino se proporciona a la población por medio de un sistema de financiamiento compartido entre la ciudadanía de acuerdo a sus niveles de ingreso. O sea, impuestos, aquella terrible palabra que los empresarios temen y odian como a la peste. En todo lo demás, el gobierno puede diseñar estrategias de mediano plazo que satisfagan las exigencias y se amparan en la evidencia que los pasos necesarios tardarán algunos años. Dicho de otra manera, chutear la pelota para adelante firmando papeles.
Por el lado de los estudiantes, está claro que no cederán en ninguno de sus principios. Puede sonar algo altanero, pero como están dadas las cosas, la exitosísima campaña de manifestaciones les ha dado un peso específico que les permite ser intransigentes en el plano de los principios. Ello, desde luego, no significa un triunfo en toda la línea. El problema de ellos ( y de todos cuantos los apoyamos) es el manejo de los tiempos y de las garantías. De nada serviría un documento firmado pomposamente, ni tampoco, repetir el operático gesto de tomarnos todos de la mano arriba de un escenario y levantar los brazos como si hubiéramos logrado un prodigio de sabiduría y acción política. El fin de los pingüinos está dolorosamente vivo en la memoria.
Documento, desde luego, habrá al final. Siempre que se llegue a un acuerdo, lo que no es evidente. Ese documento debe ser sobrio, preciso y concreto. Debe tener fechas, plazos y, sobre todo, responsables. Debe ser transparente y estar disponible para cualquier ciudadano interesado en que los proyectos se cumplan. Los estudiantes tendrán organismos que vigilen que los acuerdos se cumplan no sólo en la letra sino ante todo, en el espíritu. La ciudadanía está demasiado habituada, lamentablemente, a las acrobacias de la letra chica que nos han hecho conocer la industria financiera, el retail, las farmacias, y otros.
La fuerza necesaria la tendrán los estudiantes en la medida que, más allá de las manifestaciones actuales, sean capaces de plasmar sus energías en poder político. Y ello, en las democracias, se hace mediante el voto. Deben estar inscritos todos ellos en los registros electorales. No pueden ser tan ingenuos de creer en la inscripción automática que hoy es imposible, al decir de las autoridades. Hay que actuar de manera proactiva, previendo todas las alternativas en esta materia. Yo aceptaría cualquiera apuesta en el sentido de que no será plenamente automática la inscripción y que algún trámite será necesario para votar.
Si no tienen la posibilidad de negociar con el poder de sus votos, los estudiantes serán nuevamente sometidos por parlamentarios que han perdido representatividad. El futuro parlamento debe estar compuesto por diputados y senadores comprometidos a fondo con los estudiantes. Sólo así se podrá fiscalizar los acuerdos hipotéticos del sábado. Las manifestaciones pasan, los parlamentarios quedan.
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Foto: Manuel Venegas / Licencia CC
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