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El último numerito

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Sorpresa, asombro, Indignación, incredulidad son algunas de las reacciones de la ciudadanía ante lo que no parece ser más que otro, el últino numerito de La Moneda. Último, desde luego, en el sentido de más reciente y no de que la serie haya terminado. De las reacciones nombradas, la primera es mínima, porque ya son demasiados los chascarros que nos han ofrecido y que aquí no vale la pena recordar. Otro tanto pasa con el asombro ,que ya se ha ido debilitando con el paso del tiempo y las escenas vividas.

Más serio es lo de la indignación. En un primer momento, cuando se pensó que la respuesta a la invitación era de verdad una felicitación por la brillante iniciativa, creo que la compartimos todos. Luego, en un acto de corrección que el vocero ya domina con bastante soltura, la indignación no tuvo más razón de ser. Un error, una persona que no tuvo el criterio, la experiencia ni el tino político como para darse cuenta de que esa invitación era no sólo inaceptable, sino que también, irrespondible. Su único fin cuerdo era un breve viaje a la papelera. Responderla, así sea en un formato automatizado, era darle demasiada importancia, era subirle el nivel. Sin ser un admirador de las políticas del gobierno actual, no podía creer que esa respuesta hubiera sido de quien figuraba como dando excusas de agenda y felicitando por la iniciativa.

La funcionaria fue despedida de inmediato, única reacción posible a su desafortunado acto. La ciudadanía se pregunta qué tipo de elección se verificó al nombrarla. De acuerdo, el error humano existe y es relativamente frecuente. Lo hemos podido verificar en nosotros mismos en numerosas ocasiones. Se dice algo sin pensar, se pulsa el botón equivocado, se ejecuta mal un acto cualquiera de la vida ordinaria de todos los días. Tú, yo, usted él y ella.  El problema no es ese; es que el error no sea previsto en funciones tan delicadas. Si llegan mil invitaciones diarias, debe haber un primer nivel que las reduzca a doscientas. Un funcionario que elimine las evidentemente eliminables. Y que suba a un nivel de selección mayor las restantes. Éste segundo filtro las reducirá a , tal vez, veinte. Es muchísimo más fácil dar una excusa  por algo que se perdió y no fue respondido que responder algo que no debería haberlo sido . Y menos, de la forma que ocurrió en este caso. Ante la más mínima de las dudas, el funcionario – filtro debe pasarla al nivel superior. Eso es lo que indica el sentido común.

Cabe entonces preguntarse:¿Cómo ocurrió este mal paso? ¿Hay suficiente personal en aquella oficina? ¿Tienen los funcionarios suficiente preparación? ¿Hay algún mecanismo de seguridad? Todo indica que las respuestas son tres rotundos no.

He escuchado opiniones – no es necesariamente la mía – que ponen en duda la teoría del error funcionario. Que se quiso dar una señal que después se vio excesiva. Tal vez, ésta sea la más grave de todas. Aquella que pone de relieve en la importancia de la credibilidad, atributo en que la actual administración tiene serios problemas. Hay quien recuerda ciertas promesas electorales que no fueron claramente pronunciadas y por ello, cien veces desmentidas. Me parece que la mayoría cree, o desea creer, que las convicciones democráticas del mandatario son genuinas. Yo parto de la base de que lo son. Que es verdad que votó por el no, que trabajó – en su estilo – por la recuperación de la democracia. Pero ante  hechos como el que comentamos, nace una razonable duda. Especialmente, si recordamos otros episodios como el Deutschland über Alles y otras joyas que surgen de tiempo en tiempo del coro de sus seguidores. El tono con que el señor vocero calificó al alcalde de Providencia a raíz del polémico desalojo que protagonizó, era por decirlo de alguna manera, sumamente benévolo, casi como el de los abuelos ante las maldades del nieto que se comió la mermelada. “La gente lo conoce y lo quiere”, me parece recordar.

Aquí comienzan los problemas. Podemos entender y aceptar posiciones políticas de todo tipo. Es legítimo que haya las más diversas maneras de manejar la sociedad, la economía, la política. Es legítimo que se expresen las opiniones con fuerza y es comprensible que, en ocasiones, se exceda el límite de la buena educación y la cortesía. No creo que sea necesario ser pacato ni hipócrita. Pero en el tema de los derechos humanos me parece que ningún límite debe puede atropellarse.. El secuestro, la tortura, el asesinato no tienen excusa alguna. Quien haya sido condenado por la justicia a más de cien años de cárcel, no merece ser objeto de homenajes ni festejos. No corresponde a autoridad alguna, ni del ejecutivo, ni del legislativo o el judicial, ni a las autoridades municipales, rendir tributo a los protagonistas de aquellos hechos. Que los consuelen sus familiares, lo que no pudieron hacer los de sus víctimas.

Declaro con énfasis que no quiero contribuir al odio y digo lo que digo con serenidad y templanza. Creo, por el contrario, que ha llegado el tiempo de superar aquellos días infaustos. No olvidar. No barrer bajo la alfombra, sino comenzar un análisis generoso y detallado de lo que nos ocurrió. Un diálogo que respete los silencios, que consista más en escuchar que en hablar. Un diálogo que haga espacio a la razón ajena. Un diálogo que nos ayude a reiniciar la vida republicana y democrática plena. El tiempo de archivar lo ocurrido en la memoria y descartar el rencor y el odio. No sé si todo ello es posible o si es prematuro. Lo que sí se es que  episodios como el que comentamos no contribuyen en nada. El diálogo es entre demócratas y excluye a quienes mataron, torturaron y violaron sistemáticamente los derechos humanos.  No hay lugar para los homenajes a quienes no creen en la democracia ni los derechos del ciudadano libre. Ellos ya hablaron con el filo de sus corvos y sus siniestras máquinas de matar. Ahora deben callar.  Y dejar paso a los jóvenes y  sus sueños, sus cantos , sus deseos, sus ilusiones.

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