Una de las más insólitas experiencias que nos ofrece el nuevo centenario de Chile es este verdadero viaje en el tiempo al que nos obliga el tema del indulto. Hemos caído en un hoyo negro conceptual donde siglos de historia institucional y republicana parecen estribar directamente en el Medioevo.
Permítame una pequeña historia. Hace más de 70 años, el genial Marc Bloch dio cuenta de un fenómeno generalizado en la Francia e Inglaterra del siglo XI: el toque sagrado y mágico de los reyes taumaturgos. ¿Qué era esto, en buen español? La capacidad sanadora de los monarcas y sus dedos divinos. El milagro, vendido y creído por esos días, era que la imposición de manos de los reyes tenía la capacidad de sanar a los escrofulosos (proceso infeccioso que afecta a los ganglios linfáticos y del que usted, le aseguro, no querrá descripciones más acabadas), quienes quedaban libres de todo mal. En la base de esta pescá que vendían los gobernantes y se creían los gobernados, estaba la idea de que el rey tenía un poder sobrenatural que le venía dado por dios.
Lindo cuento, pensará usted, pero ¿a qué viene una historia del siglo XI que está ampliamente superada? Pues a eso, justamente: a que yo también creí que estaba superada. Hasta que empezamos a ver la incesante deliberación de la nobleza piñerista, las –como siempre- influencias privilegiadas de los consejeros espirituales y la verdadera corte de los milagros que se ha paseado por Palacio y por los medios, para aconsejar a nuestro monarca posmoderno sobre el perdón y el indulto.
Así, en las puertas del bicentenario de la República, nos encontramos más bien a la salidita de la superstición, rogando al dueño (nunca mejor dicho) de este reino que redima con su toque mágico (y de Rey Midas, ya probado con sus empresas) a los menesterosos del alma y sus escrófulas morales, que desaparecerán en el instante.
Piñera, era que no, no podría estar más cómodo en su papel. Impaciente por imponer sus mini bracitos con sus respectivas manos sobre la frente de un enfermo social, se regodea y genera expectativas. Claro que la magnanimidad tampoco anda al lote; ha aclarado sin ambigüedades que los torturadores y violadores de derechos humanos (verdaderos jorobados y contrahechos de espíritu) no estarán entre los favorecidos por su toque redentor y piadoso. No, porque, lo que subyace a estos gestos de misticismo popular (que eso son, finalmente) es una campaña de marketing básico: la reafirmación del poder benéfico del que gobierna, para que este acto sea asociado con las bondades de su persona. Por eso él es el que perdona y Hinzpeter el que anuncia la mano dura contra la delincuencia; por eso él es el que hace clases en Cerro Navia y Lavín es el que semaforiza y estigmatiza los colegios; por eso él es el que levanta a los niños en sus brazos y Carolina Schmidt habla de flexibilizar el posnatal; por eso él vacuna personas (no me hago cargo de dobles lecturas) y Mañalich priva de medicamentos a gente que lo necesita para vivir. Piñera es el que da; el que redime, el que da nuevas oportunidades. Piñera es amor. Piñera es perdón.
En nombre de esta flagrante campaña de imagen, disfrazada de acto misericordioso con el favor de nuestra Santa Madre Iglesia, da lo mismo que se mezclen y revuelvan los poderes del Estado, hasta formar una mayonesa política que –todos sabemos- está cortada hace siglos. Da lo mismo que en este ejercicio la República recoja prácticas de cualquier monarquía absoluta, que se difumine la importancia de la justicia y la labor independiente del poder judicial.
Puede usted apostar lo que quiera a las historias terriblemente trágicas que a todo color recogerá la prensa derechista de nuestro modesto reino. Puede apostar que las manos de nuestro rey bicentenario harán cesar la escrófula del mal con el toque del perdón.
Si los escrofulosos se salvaban o no, es algo que no nos deja tan claro Marc Bloch. Y en cuanto al destino de esos reyes divinos, cuidado con los resabios, que la historia también nos recuerda dónde terminaron, a la larga, todos los absolutismos.
——————————————————
Ilustración: Alberto Montt
Comentarios
27 de julio
Nada de raro que el principio monárquico reaparezca con fuerza de la mano de la Iglesia, pasando a llevar la secularización y la separación de poderes, esperando una decisión «sabia y justa» del gobernante.
Emulando a Rocker podríamos decir que la Independencia en Chile eliminó «la monarquía como institución social y política, pero no logro eliminar, junto con la monarquía la “idea monárquica”.
En realidad, parece que Chile nunca lo ha abandonado la idea monárquica, por eso tanto caudillismo desde todos los sectores políticos, y por eso su presidencialismo exacerbado que no es más que una nueva forma de monarquía. Lagos también jugó con esa lógica.
0
28 de julio
Completamente de acuerdo, Jorge. Además en Chile, la idea monárquica es un mal chiste. Y no deja de ser una ironía amarga que, celebrando el Bicentenario de la REPÚBLICA (con lo que el Estado Republicano representa), queramos festejarlo con un acto monarquista puro. Una incoherencia muy propia de nuestras geografías que todavía de vez en vez se sienten huérfanas de rey.
Leí tu columna al respecto, sobre la esquizofrenia. Muy buena.
Un abrazo.
V.
28 de julio
En esta semanas he podido ver que el discurso de la autoridad trae consigo la clásica auto percepción de la élite, de iluminados, y que a la vez ven a la gran mayoría como una mayoría sumida en el libertinaje, la ignorancia, inmoral, etc.
Los dichos de la vicepresidenta de la Junji, las censuras a Kramer o el Club de la Comedia, reflejan claramente la posición conservadora.
0