Aguas agitadas: oleajes que suben desde el estado llano porque la necesidad -cuando se le unen las convicciones- tiende a romper todos los diques. También, la reacción no siempre serena de “los de arriba”, aquellos que confunden sus privilegios con un “derecho” de origen divino a disfrutar del monopolio del poder y la riqueza.
Esperanza, hoy, en este Chile tan pocas veces nuestro; para un cambio en la educación y la salud, en el trabajo y la vivienda, en la dignidad de los pueblos originarios, o los derechos de las mujeres.
¿Situación “límite”, motivo suficiente para que suenen todas las alarmas? No, ciertamente. Y ello porque el debate está bien encauzado y las instituciones funcionan, entendiendo que -también- los sindicatos, las orgánicas comunales y de barrio, los comités de los sin casa y las federaciones estudiantiles, entre otras muchas, forman parte de tales instituciones.
Y, entonces, a no perder la serenidad. Pero sí a respetar el derecho de la gente – el pueblo-, a expresarse. Para lo cual, obviamente, debe reconocerse como protagonista de su propia historia y deliberar. Sí, deliberar. Consigo mismo, con el vecino, e incluso con el del frente.
Ese ejercicio que combina la experiencia con la conciencia debe ser favorecido por la sociedad entera. Y por eso no debieran levantarse barreras para la libre circulación de las ideas y sus correspondientes propuestas. Aunque a veces el tono y los estilos puedan provocar alguna arcada estética a los pontífices de la sumisión y el conformismo. La libre circulación de los argumentos presenta un espectáculo curioso pero, a la vez, variado y rico en matices.
Desde la más extrema impaciencia -tan comprensible, sin duda- hasta el desprecio de clase hacia aquellos que no se avienen a las formalidades de un debate entre iguales, como si hubiera alguna igualdad entre los quintiles o los deciles extremos en que se halla dividida la población chilena.
De todo hay, de todo se ve en calles y asambleas, partidos y parlamento. Pareciera que millones de ciudadanos se han reconocido como tales, y salen a ejercer ese oficio supremo. Para acallar tal ansia de protagonismo de masas, se resucita por estos días el viejo y desgastado “lázaro” del terror económico: la crisis es global, o la devaluación de “nuestro cobre” en los mercados mundiales -uso desvergonzado de la caída en los precios de nuestro producto principal, por parte de los mismos que lo despojaron de su condición de nuestro-. Y así, otras amenazas o apelaciones al “terror”, como: inflación, menor crecimiento, cesantía y un nutrido arsenal de bien aceitados y probados argumentos para cuando llegue la ocasión.
Pero, derecho a la esperanza, decíamos. Porque ella, la esperanza, está en la base de toda acción reivindicativa, y es en torno a ella que se congregan los pueblos para unir sus voluntades. Esperanza, hoy, en este Chile tan pocas veces nuestro, para un cambio en la educación y la salud, en el trabajo y la vivienda, en la dignidad de los pueblos originarios, o los derechos de las mujeres. Una esperanza sustentada en argumentos sólidos, en la fuerza de la unidad y en la certeza de la razón.
En la puerta del Infierno del Dante -su Divina Comedia– podía leerse: “Tú que entras, abandona toda esperanza” (Lasciate ogni speranza voi ch’entrate). Por eso, un derecho que reafirma la posibilidad de los cambios y que es, a la vez y por lo mismo, una herramienta de unidad y de movilización. Y porque no estamos condenados a vivir en un infierno, no renunciemos a la esperanza.
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