Días atrás el célebre sociólogo Zygmunt Bauman concedió una entrevista escueta, pero de alta densidad teórica, al diario El País. Con una mirada pesimista de la modernidad, afirma que la crisis de confianza que atraviesa la política a nivel mundial responde a que “las certezas han sido abolidas”. En una época donde los problemas son globales, las instituciones democráticas del Estado-nación carecen de las herramientas para manejar situaciones de interdependencia. La gente deja de creer en el sistema democrático porque no es capaz de cumplir sus promesas.
Dicha reflexión de Bauman dista de ser nueva –no es propósito de esta columna profundizar en su vasta obra- . Sin embargo, cuando decimos que la política está en crisis, ¿hablamos también de una crisis del neoliberalismo? Frente al surgimiento de nuevos levantamientos sociales y configuraciones políticas, y al eterno vaticinio del “derrumbe del modelo”, cabe referirse al pilar básico que sostiene al sistema económico que predomina en el mundo posmoderno.Cabe al menos preguntarse, con cierto tono de esperanza, si será posible levantar en este siglo una nueva racionalidad gubernamental, una nueva arte de gobernar, donde el bienestar no sea medido sólo en términos de PIB per cápita. El desafío para las nuevas generaciones no sólo posible, sino necesario.
En una de sus cátedras magistrales en el Collège de France, el influyente filósofo Michel Foucault describe cómo se fraguó la instalación del modelo neoliberal en la Alemania de la posguerra. En un país devastado, dividido y ocupado, donde no existía consenso que entregase legitimidad jurídica alguna, surge la reflexión política acerca de cómo reestablecer el Estado. Entonces, desde la reflexión de Ludwig Erhard –considerado el padre del milagro alemán– y de la ordoliberal Escuela de Friburgo, se plantea que sólo un Estado que crea y garantice un espacio de libertad puede hablar de manera legítima en nombre del pueblo.
De esta forma, se elimina todo resabio proteccionista keynesiano en la economía, con tal de avanzar progresivamente en la liberalización de los precios, bajo el paradigma de la economía social de mercado. Sólo la configuración de un espacio de libertad en dicho ámbito, con la producción de bienestar ciudadano ligado al crecimiento económico, podía producir de manera simétrica legitimidad al Estado. Y en la medida en que todos los actores sociales y políticos –tanto la CDU como, de manera más lenta, el SPD adhirieron al principio de la subsidiariedad- se sumen a este fin, es posible generar el consenso político que crea derecho público.
Y es ese precisamente el pilar que sostiene el edificio del consenso neoliberal: el bienestar material de los ciudadanos como racionalidad gubernamental, como fin último del arte de gobernar. El sistema político se vuelve garante del crecimiento económico –acumulación capitalista- por la certidumbre que trae a las personas. Y éstas, por su parte y a pesar de la desconfianza que pueden sentir hacia sus autoridades, responden con una percepción de alta satisfacción frente a sus respectivas vidas (62% de los chilenos se sienten cercanos a la total satisfacción personal según encuesta CEP noviembre 2015).
En ese sentido, es este consenso el que genera vicisitudes a la hora de “cambiar el modelo”. Y esto no sólo se expresa en Chile, donde erradamente se ha instalado en el oficialismo el debate entre “realistas” y “sin renuncia”. Se expresa en países como Venezuela o Argentina, donde dichos Estados no lograron ser garantes de la economía y fueron desplazados por experiencia pro libre mercado. O bien en Grecia con el caso de Syriza, coalición que llega al poder para acabar con las medidas de austeridad, pero donde su primer ministro opta por no abandonar el Euro para evitar un colapso económico inmediato.
Lo natural entonces –siguiendo el principio regidor de la racionalidad gubernamental actual- es que se generen nuevas instituciones, más poderosas y eficaces, capaces de reducir la incertidumbre y garantizar dicho espacio de libertad económica. Esto impulsado también por una ciudadanía que demanda más derechos sociales, cuyo financiamiento nace precisamente del crecimiento económico.
El ídolo del siglo XXI pareciera seguir siendo el crecimiento económico, con los efectos devastadores en materia ambiental y profunda desigualdad que trae consigo. Cabe al menos preguntarse, con cierto tono de esperanza, si será posible levantar en este siglo una nueva racionalidad gubernamental, una nueva arte de gobernar, donde el bienestar no sea medido sólo en términos de PIB per cápita. El desafío para las nuevas generaciones no sólo posible, sino necesario.
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