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El binominal y las falacias de la estabilidad

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Parte mayoritaria de la sociedad chilena lleva 22 años gritando a los cuatro vientos la urgencia de cambiar el sistema binominal para democratizar la representación política. Y durante los mismos 22 años los guardianes del Chile creado por la dictadura, la Alianza y la Concertación, han evadido esta demanda con todo tipo de fintas y juegos de cintura.

Uno de los guardianes se hizo experto en fintear la demanda jugando «a la ronda ronda de Poncio Pilatos». Las reglas de este juego son tan elementales que hasta los que llegan al congreso por obra y gracia del apadrinamiento de algún «Don» concertacionista han aprendido a jugarlo. Sólo hay que seguir tres fáciles pasos. Primero: enviar al parlamento un proyecto de «reformas» gatopardistas que modificarían poquito o nada el binominal. Segundo: hacer un teatral acto de genuflexión ante los dueños de Chile para rogarles falsamente que permitan realizar las modificaciones. Tercero: escudándose en el hecho de que, por supuesto, los dueños de Chile nunca «dan la pasá», terminar lavándose ritualmente las manos mientras se repite, en actitud autómata de rezar un rosario, la cada vez más cacofónica y burda excusa del «…yo envié el proyecto [trucho], pero no hubo acuerdo en el congreso» (!?). Total, comprender el funcionamiento del binominal, aprender a sacarle provecho y hacer como que se lo quiere «corregir» (!?) sale más barato que la larga y tediosa pega de intentar sustituirlo de verdad.

El otro guardián del Chile de la dictadura tampoco puso mucho esfuerzo en inventar un juego de cintura menos simplón que el de sus socios concertacionistas. El suyo se llama «monopoli(o) omnímodo de los medios de comunicación para usarlos con el fin de que cualquier falacia en defensa del ‘modelo chileno’ se convierta en sentido común». Por regla general, la Alianza lo juega a propósito de hasta el más mínimo atisbo de crítica a la herencia de la dictadura, pero aparece fundamentalmente cuando intenta cuadrar el círculo defendiendo al folklórico binominal. El último espectáculo falacioso lo brindó en los últimos días Jovino «campeón mundial de falacias» Novoa. Consultado por su impresión respecto a la posibilidad de reformar el sistema electoral, contestó con una joyita de vodevil:

«Se dice que el sistema político está en crisis y se le echa la culpa al binominal, pero cuando tenemos un país que en estos 22 años de vuelta a la democracia ha podido desarrollarse, y que es apreciado por su estabilidad institucional y por la claridad de las reglas del juego, no puede ser que haya tenido un sistema electoral político tan malo… desde el punto de vista de la práctica cambios profundos al sistema político no va a haber en este período, a menos que se quiera forzar una cosa que no es razonable…»

Como si fuera una intuición genial, de esas que revolucionan el pensamiento humano, la afirmación de Novoa fue, por supuesto, reproducida y, como se dice ahora, «viralizada» por todos los medios bien nacidos, amantes de la patria y que por ningún motivo permitirían que el marxismo universal viniera a comerse guaguas chilenas. Pero como cualquier lector/a atento/a ya lo ha notado, la afirmación contiene más falacias que palabras. La más obvia prácticamente no resiste análisis: el binominal no es un sistema político; es un sistema electoral. Y todo sistema electoral es una parte de ese todo que se llama sistema político. Ergo, cuando Jovino «campeón mundial de falacias» Novoa defiende el binominal diciendo que el sistema político «le ha dado estabilidad institucional a Chile» (sic), está tomando la parte (el sistema electoral) por el todo (el sistema político). Y ésa, que es una de las más básicas, se llama «falacia de la división«.

¿Por qué es una falacia? Elemental Jovino, elemental. No sólo es el caso que el todo siempre es algo cualitativamente distinto a sus partes individuales o a la suma de todas ellas; además, tomar la parte por el todo es una generalización por inducción. Por todo ello, no se pude usar el todo para defender a la parte sin caer en falacia. No es tan difícil Jovino, no es tan difícil.

Las otras falacias, aunque no tan abiertas y perceptibles a primera vista, pueden identificarse en el subtexto de la afirmación, en lo que denota, en lo que insinúa. Y lo que insinúa Jovino «campeón mundial de falacias» Novoa es que el binominal es inmensamente superior a cualquier alternativa proporcional porque el primero ha probado ser capaz de aportarle una «estabilidad institucional a Chile» que no pudo darle el último, que terminó con una crisis institucional y el consiguiente golpe de Estado.

En la insinuación se concentran tantas falacias que en verdad hay que elegir algunas para no acabar escribiendo un tratado de lógica. Podría, por ejemplo, mostrarse el absurdo matemático de insinuar que 22 años de estabilidad (¿»estabilidad institucional» con boinazos, ejercicios de enlace, genocidio disfrazado de «guerrilla rural» en Arauco, montajes judiciales para anular y estigmatizar al anarquismo chileno? ¿En serio?) es mejor y más deseable que una estabilidad de 41 años, que es la que, leyes malditas y matanzas del seguro obrero mediante, se vivió entre 1932 y 1973 mientras estuvo vigente un sistema proporcional. Pero Novoa insinúa otras falacias menos superficiales y de mayores consecuencias analíticas, cuyo desenmascaramiento puede aportar a sacar el debate actual de la pobreza en la que el senador falacioso lo ha entrampado.

La primera de esas falacias es una extraña mixtura entre un post hoc, ergo propter hoc y un non causa pro causa. En honor a la verdad, no es de autoría de Jovino «campeón mundial de falacias» Novoa. Fue formulada hace más de tres décadas y aplicada con mucha parafernalia para explicar el golpe de Estado en Chile. La llamaremos «la falacia Linz-Valenzuela» en honor a su autor original y a quien la aplicó al caso chileno.

La falacia Linz-Valenzuela plantea que la causa de la ruptura de un régimen representativo suele encontrarse en la politización de instituciones ordinariamente no deliberantes (las Fuerzas Armadas, por ejemplo) pero sobre todo en la forma, estructura y composición de su sistema de partidos y el comportamiento de sus actores moderados. Sistemas multipartidistas pero que tienden a concentrar fuerzas en dos polos y un centro fuertes son candidatos idóneos a la inestabilidad política y la ruptura de régimen cuando el centro pierde o renuncia a su capacidad de concertar. Esto último termina ocurriendo, según la falacia, cuando dicho centro se descentra y se desplaza hacia alguno de los polos. Un ejemplo clásico se encontraría en el proceso político que condujo al golpe de Estado de 1973. En las décadas inmediatamente anteriores se habría desarrollado el hoy famoso sistema de partidos de «los tres tercios», compuesto por una izquierda, un centro y una derecha empatados, de fuerzas relativamente equivalentes. Con este particular sistema de partidos, la democracia chilena pudo subsistir sin romperse sólo hasta cuando el centro abandonó su capacidad de articular consensos y se desplazó a la derecha, lo que, en definitiva, habría terminado de hacer sonar los clarines que anunciaban el genocidio por venir.

En el subtexto de la afirmación de Jovino «campeón mundial de falacias» Novoa aparece insinuada esta tesis de Linz y Valenzuela más o menos así: los «tres tercios», que crearon las condiciones de inestabilidad que terminaron con el golpe de 1973, fueron el resultado de un sistema proporcional; el sistema binominal hace que un sistema multipartidista, como el chileno, se comporte como uno bipartidista y, por lo tanto, a pesar de su gran número, reduce la competencia a dos, y sólo dos, fuerzas políticas viables; la competencia electoral entre dos fuerzas es una disputa por el centro y, por ello, presiona a una moderación de los protagonistas; eso evita la conformación de los tres tercios, lo que equivale a evitar la inestabilidad política que condujo al golpe de 1973; por lo tanto, la «estabilidad que ha vivido Chile en los últimos 22 años» sería una feliz consecuencia del binominal (!?).

¿Por qué es falaciosa la tesis de Linz y los Valenzuela y, por insinuarla, también la afirmación de Novoa? Por dos motivos elementales. Primero, contiene una falacia de la afirmación del consecuente por el simple hecho de producirse temporalmente después que el antecedente. El razonamiento falacioso detrás de la insinuación es así de mecánico y carente de sofisticación analítica: la inestabilidad política que condujo al golpe de 1973 ocurrió después de la conformación de los «tres tercios», que a su vez fueron el resultado de la instauración previa de un sistema proporcional; de la misma forma, la estabilidad política de «los últimos 22 años» ocurrió después de la instauración del binominal; en consecuencia, la inestabilidad es una consecuencia del sistema proporcional y la estabilidad, del sistema binominal. (!?)

He ahí una falacia del post hoc, ergo propter hoc de manual que no amerita más comentarios que un «…no hay forma de demostrar relación causal entre algo que ocurre después de otra cosa y sólo porque ocurrió después; plantear dicha relación es falacioso…». Elemental Jovino, elemental.

El segundo motivo es que la tesis y, por rebote, la insinuación de Novoa intentan una explicación simple (que no simplona) para procesos y escenarios complejos (como la estabilidad o inestabilidad de un régimen político), algo que suele terminar con atribuciones causales erradas. No es necesario ser superdotado/a para comprender que si el gobierno de Allende hubiese sido elegido en el marco de un sistema mayoritario o binominal, el resultado final no habría cambiado demasiado. Nixon y Kissinger habrían hecho lo que hicieron y los protagonistas de la política nacional probablemente tampoco se habrían comportado de forma distinta. En el ajedrez de la política chilena de entre 1970 y 1973, todos los jugadores calcularon que, tarde o temprano, tendrían que patear el tablero. Estados Unidos dio la orden de derrocar a Allende apenas fue electo; la derecha obedientemente intentó su primer golpe de Estado en octubre de 1970, antes siquiera del cambio de mando y definitivamente mucho antes del «descentramiento del centro»; el centro apostó todas sus fichas a una resolución militar del conflicto político chileno porque supuso que el fracaso de Allende y un posterior golpe de Estado abrirían el camino más expedito y barato para volver a llevar a su líder a la presidencia; y la izquierda, especialmente desde el congreso de Chillán de 1967 del PS, llevaba varios años bravuconeando con tambores de guerra.

No se necesita mucha práctica en análisis político para saber que si todos, absolutamente todos los jugadores vociferan su disposición y voluntad de patear el tablero, el resultado obvio es la inestabilidad, el conflicto y, finalmente, la ruptura de la institucionalidad cuando uno de ellos decide cumplir su amenaza y dar la patada que tanto había anunciado. Y que todos, absolutamente todos los actores de la política chilena hubieran estado dispuestos (y algunos no sólo de la boca para afuera, como quedó claramente demostrado cuando al violento genocidio iniciado en septiembre de 1973 prácticamente no se le opuso resistencia) tiene menos que ver con el sistema proporcional y los tres tercios que con la Guerra Fría, el conflicto de clases, el agotamiento estructural de un modelo de modernización o la crisis del Estado desarrollista, de compromiso y social creado como respuesta al descalabro mundial de 1929. ¿O algún/a partidario/a de la tesis de Linz y los Valenzuela supone que el diálogo en el que Nixon le ordena a Kissinger «ahogar al gobierno de Allende hasta que chille» transcurrió así: «Oye Henrry, ¿sabías tú que en Chile existe algo folclórico que se llama «tres tercios» y que ha sido creado por un sistema electoral proporcional? ¿Qué tal si hacemos un golpe de Estado para destruirlo? No me gusta el número 3″.

La vigencia de un sistema proporcional explica deficientemente (que no de forma algo burda) la inestabilidad que condujo al quiebre de 1973, pero, de la misma forma, el sistema binominal explica pobremente «la estabilidad institucional» posterior a la transición. Sin que en los últimos 22 años los protagonistas principales de la política nacional hubiesen desarrollado un compromiso incondicional con el Chile creado por la dictadura, el binominal habría sido un folklorismo y de estabilidad no se habría sentido ni el fantasma. Porque de la misma forma que la voluntad de las partes de patear el tablero genera inestabilidad y crisis, la voluntad de someterse obsecuentemente a sus reglas puede llegar a ser (y generalmente llega a ser) condición suficiente para la estabilidad, la «paz social y política» necesaria para la acumulación, «el desarrollo». Pero en cualquiera de las dos circunstancias, el sistema electoral es un accidente. Responsabilizarlo de lo que no puede hacer es incurrir en una falacia del non causa pro causa.

La última, más que una falacia, es un cúmulo de graves errores teóricos. El primero se encuentra en la insinuación de que un sistema que produce estabilidad es un sistema virtuoso y que por ello no debe tocarse el binominal, que sería responsable de «la estabilidad institucional en Chile» (!?). Como se puede apreciar, el error es de concurso. Llevamos dos siglos sabiendo que los sistemas que generan u operan en estabilidad no son necesariamente virtuosos. Al contrario. Estructuras desmesuradamente estables son incapaces de desarrollar capacidades adaptativas a las condiciones cambiantes del entorno y, por ello, candidatas privilegiadas a la extinción. Un sistema virtuoso es el que desarrolla la flexibilidad suficiente para administrar estabilidad e inestabilidad, equilibrio y desequilibrio, destrucción y creación, estática y dinámica, morfostasis y morfogénesis en las dosis precisas que le demande la complejidad de su estructura interna o del entorno. Y lo único que no tiene el binominal es flexibilidad, ni en su funcionamiento ni en sus consecuencias.

El segundo es un error de teoría política. Un régimen representativo reclama superioridad sobre cualquier otro tipo de régimen político, incluida la democracia antigua, la de los atenienses, porque reparte la representación política en el Estado entre todas las fuerzas políticas organizadas que acepten las reglas del juego y compitan en procesos electorales. En este marco, la función de un sistema electoral no es «generar estabilidad institucional», lo que, como ya se vio, tampoco ha hecho el binominal. Su función es posibilitar la representación política distribuyendo cargos entre todas las fuerzas en función de sus desempeños electorales. El binominal, según la propia caracterización de Novoa, fue diseñado para concentrar la representación política en dos, y sólo dos, fuerzas o coaliciones. Y concentrar es el antónimo exacto de distribuir. Y distribuir la representación, como se había mencionado, es lo que, según sus partidarios/as, hace superior a un régimen representativo. Por ello, el binominal, en aras de «la estabilidad institucional» (de la que no es responsable), fagocita el principio fundante de todo sistema representativo.

En cualquier caso, y más allá de las impresentables falacias, lo triste de todo esto es que las razones a las que Novoa apela para justificar su empecinamiento con el binominal demuestran que, ya bien entrado el siglo XXI, él sigue pensado los problemas de Chile con la mentalidad propia de un Estado burocrático-autoritario, de una dictadura de los años 70. Los problemas de un régimen representativo, como, por ejemplo, qué sistema electoral implementar, no se abordan pensando en cómo lograr estabilidad para facilitar la acumulación. Si de alcanzar estabilidad tratara la cosa, lo más fácil sería copiar los regímenes de Hosni Mubarak, los Castro o Deng Xiaoping. Pero no. La cosa no trata de eso. Los problemas de un régimen representativo se abordan pensando en cómo hacer que la voluntad y los intereses del soberano sean adecuadamente canalizados y representados en y por las instituciones republicanas. Cuando no se está en condiciones de hacer esto, tal vez ha llegado la hora de una profunda introspección para evaluar la propia vocación democrática…

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Foto: UDI / Licencia CC

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