¿Ha sido realmente el Ejército de Chile un actor propositivo? ¿Su política institucional de reconciliación, si la hay, ha tendido como sustento un real compromiso con los DD.HH? ¿Persiste en su afán de blindar a militares involucrados en violación a los DD.HH? ¿Su política de reconciliación puede ser en realidad una no política expresada mediante gestos corporativos superfluos?
Innegable resulta el hecho que a 40 años del golpe cívico–militar del ´73, la problemática de los Derechos Humanos y la deuda que aún permea a los actores públicos y sus instituciones políticas, sociales y militares para con las víctimas de la violencia política de Estado se constituya como una temática relevante a la hora de proyectar modelos de sociedad, perfeccionarlas o esgrimir juicios de eventos o personajes históricos y presentes; también sirve de insumo, no sin algún cuestionamiento, para la articulación de enunciados u objetivos estratégicos en campañas políticas o programas de gobierno. Las interpelaciones, desde las orgánicas e individualidades víctimas de la represión de Estado, de las cuales es objeto el otrora director del SERVEL y ex Comandante en Jefe del Ejército Juan Emilio Cheyre (2002-2006) y la potencia con que han sido planteadas y tomadas por la agenda pública es un botón de muestra.
Sin duda, mucha de la responsabilidad por actos de lesa humanidad que se le endosan a Cheyre, ya sea por la supuesta participación en la Caravana de la Muerte o por estar en conocimiento de la ejecución de dos niños en Guayacán, entre otros, tienen o pueden tener, eventualmente, asidero en la realidad jurídica. Y en hora buena de esa posibilidad. No obstante, y sin perjuicio de los eventuales procesos judiciales en el futuro, lo medular son las dimensiones éticas y corporativas en si mismas o interrelacionadas que convergen en la discusión actual. Primero, aquellas se refieren a la relativización y racionalización que hace Cheyre, proyectando el “ser” militar, de los hechos en los cuales estuvo involucrado por acción u omisión; por otro lado, estas tocan el “autoconcepto” que tienen los militares y al comportamiento que adoptan en distintas coyunturas y contextos de tensión política histórica, particularmente, ya desde inicios de la década del 2000, como producto de exigencias externas en lo que se refiere a DD.HH.
Relacionando lo ético-corporativo, la racionalización y por tanto relativización derivada que hace Cheyre de los hechos por los cuales es acusado de complicidad no son de extrañar; al menos desde una lógica militar y no claramente desde un prisma civil y mucho menos desde aquel que fue víctima de la persecución, exoneración, prisión política y la tortura. Hay que entender que el concepto “obedientes, disciplinadas, jerarquizadas y no deliberantes” expresa entre líneas el constitutivo clave de instituciones militares; el ser lo que se llama “instituciones totales” y burocráticas, inhibidoras de sus componentes humanos en cuanto individualidad y por lo tanto tendientes a la hegemonización y anulación del discernimiento, al menos, en su proyección gregaria/grupal y muy probablemente también en lo privado. La “obediencia debida” se plantea como la base de conservación fundamental de la orgánica castrense, permeada ante el dinamismo contextual del sistema político, social o económico, nacional o internacional, en oposición a la “obediencia reflexiva” que vendría siendo el horizonte conductual pretendido – ideal- en unas instituciones armadas acopladas de manera efectiva al modelo democrático de un país.
Contando con esto, es evidente, por consiguiente, que Cheyre plantee un desconocimiento de años en relación a los elementos objetivos que rodearon la muerte de los dos militantes del VOP; que pasados 25 años, en palabras del mismo involucrado, recién se haya dado por enterado de los hechos tal como fueron en el marco del inicio del proceso judicial correspondiente. No cuestionó la versión oficial institucional, no indagó a partir de una posible inquietud interior; se limitó a ejecutar una orden y por tanto cumplió su deber militar tal cual su matriz castrense de socialización le impartió desde sus inicios en la carrera militar: “la conciencia mía siempre ha estado tranquila”.
Ante todo, ello no quita que este “modo de ser”, este glosario de conductas propio de lo militar no sea, a toda vista, condenable especialmente si se pretende construir una democracia sólida; en resumidas cuentas superar la lógica de que “la democracia es la peor forma de gobierno, con excepción de todas las demás”. Entenderlo, por lo demás, es el límite, pues aceptarlo no sería más que perpetuar lógicas que impiden plantear la dignidad y la justicia como ejes de un proceso democrático que aún resta por recorrer.
“El Ejercito goza hoy día de un nivel de confianza en la ciudadanía que es gracias en parte a que se dieron en ese entonces los pasos que se tenían que dar en cuanto a nuestra reconciliación”. Esta intervención del actual Comandante en Jefe del Ejército, General Fuente-Alba, es la defensa pública corporativa que hiciera a Cheyre hace algunos días. Se comenten dos errores no intencionados o intencionados según desde donde se le vea.
El primero puede plantearse mediante un pequeño y sencillo ejercicio. Si se comparan las encuestas de opinión publica previas a la nueva postura que tomara el Ejército en materia de DD.HH. particularmente a fines del 2003 y 2004, bajo los simbólicos escritos “Un desafío de futuro” (Cheyre, 2003) y “Ejercito de Chile: El fin de una visión” (Cheyre, 2004) y a su demandada reformulación orgánica y conductual, se vería que no hay mayor variación en la percepción de la ciudadanía. Por ejemplo, la Encuesta CEP, en el 2002, publica que el 40% de los encuestados tenía “mucha o bastante confianza” en las Fuerzas Armadas; en el 2003 no es mucha la diferencia con un índice del 43%. Posterior al aparente cambio de actitud del Ejército de Chile, producto también de las Mesas de Diálogo del Presidente Ricardo Lagos unos años antes, los índices porcentuales no varían en demasía: en los años 2009 y 2012, esta última correspondiendo al Estudio Nacional de Opinión Pública de Auditoría a la Democracia y bajo los mismos criterios de “mucha o bastante confianza”, se presentaban bajo índices del orden del 63% y 51% respectivamente. A partir de esto, y de manera exploratoria y superficial, se podría esgrimir que la tendencia a reconciliación castrense no ha tenido mayor efecto en el grueso de la sociedad, si excluimos a esta de sus preferencias político-ideológicas.
El segundo error es la pretensión de expresar que dicho nivel de confianza de la ciudadanía hacía el Ejercito es consecuencia inequívoca de una política institucional sistemática y honesta en lo que a DD.HH. se refiere (entiéndase reconocimiento, colaboración y justicia corporativa). Se puede entender este grado de confianza, por el contrario, simplemente a causa del papel estratégico que juega en temas relacionados al servicio a la comunidad: conectividad entre comunidades aisladas geográficamente, desastres naturales (brigadas forestales por ejemplo), custodia de procesos democráticos formales (elecciones políticas) y en general todo acto que se enmarque en el rol de la llamada responsabilidad social del Ejército plasmada por primera vez en el “Reporte de Responsabilidad Social del Ejército 2006 – 2007”. Al menos en este sentido, y en menor medida la Armada – “anecdóticamente” dos de las ramas de mayor protagonismo en la planificación y ejecución del golpe – ha asumido la imperiosa necesidad de congraciarse con la sociedad.
Podríamos muy bien sumar a lo anterior muchos ítems que confirmarían que a la discusión del “caso Cheyre” es factible sumarle más variables, una pluralidad de prismas como actores haya en el escenario político-social pero también una serie de supuestos, mitos y equívocos históricos. Uno de estos últimos sería cuestionar el real papel que ha jugado el Ejército de Chile en la reconciliación nacional, particularmente en su aporte a esclarecer los asesinatos y desapariciones en dictadura: ¿Ha sido realmente el Ejército de Chile un actor propositivo? ¿Su política institucional de reconciliación, si la hay, ha tendido como sustento un real compromiso con los DD.HH? ¿Persiste en su afán de blindar a militares involucrados en violación a los DD.HH? ¿Su política de reconciliación puede ser en realidad una no política expresada mediante gestos corporativos superfluos? son preguntas del todo legitimas. Para responderlas se puede echar mano, lo que no excluye otros métodos, a las conductas históricas de las FF.AA. a partir de fines del siglo XIX.
En resumidas cuentas varios autores especialistas en el tema de las relaciones cívico militares, ya sea desde la ciencia política o la historia política contemporánea de Chile, están de acuerdo en afirmar que las FF.AA. han tendido al compromiso con las problemáticas sociales, económicas y políticas de la sociedad nacional. La historia –es decir sus actores, sus opciones y acciones – habla por si misma.
A fines del siglo XIX y comienzos del XX, en el inicio de su profesionalización y modernización, consolidaron y desarrollaron el proyecto oligárquico para luego, en la década del ’20, ser actores principales del recambio hegemónico y por tanto de transformaciones en amplios ámbitos de lo social. Luego adoptarían el constitucionalismo formal, siendo susceptibles a doctrinas foráneas paralelo a una formación de identidad corporativa para posteriormente y como consecuencia de su dinámica de mediados del siglo XX, reclamar un nuevo papel político como producto de la crisis política hegemónica ya iniciada en la década del ´60.
A grandes rasgos esto explicita el hecho que, tal como plantea Varas, Agüero y Bustamante (1980) las FF.AA, en especial el Ejército, “han sido funcionales a la implementación de proyectos de clase […] que han contado con mayor fuerza en la sociedad”; las instituciones armadas carecen de proyecto propio sin perjuicio de poder desarrollar intereses corporativos y “teoría social”. Agregan los autores que ello es el motivo por el cual las Fuerzas Armadas reivindicaron un proyecto industrializador durante gran parte del siglo XX para después defender otro totalmente opuesto. En síntesis la lógica del actuar castrense es susceptible a cambiar en la medida que cambien las correlaciones de fuerzas políticas hegemónicas.
Las reformas o iniciativas que a partir del año 2000 modificaron en alguna medida la estructura institucional del Estado o que brindaron un tratamiento claro al tema de los DD.HH, sin duda, fueron el epicentro no solo para modificar las correlaciones de fuerza entre los actores políticos, en este caso la Concertación, la Alianza y las instituciones castrenses, sino que también sentaron las bases para futuras iniciativas en esta línea.
Sin embargo, la Mesa de Diálogo del 2000 y la consecuente entrega de la lista que contenía el destino final de los cuerpos de DD.DD; el informe Valech del 2004; las reformas constitucionales del 2005 (inamovilidad de Comandantes en Jefe, senadores designados, reformas al COSENA) y; el ingreso del proyecto de Ley que creaba el INDH no significaron en medida alguna una crisis y mucho menos un recambio en la hegemonía política; representaron cambios relevantes y necesarios en un área focalizada de las instituciones. Al contrario, y con algunos matices que son innegables, se mantuvo en pie y en lo esencial el constructo neoliberal, la estructura laboral en la forma del Código del Trabajo, el sistema previsional, la privatización del cobre, educación y salud, entre otros. Sería pretencioso plantear, y por lo demás de una ceguera, por decir lo menos, importante, que en el periodo posautoritario, de transición o de democracia mínima/formal, o como se quiera llamar a estos 23 años luego de la dictadura, se ha producido una crisis hegemónica.
Si ha existido algo, es una antesala a la crisis, un periodo prereformista si así se le quiere llamar, a manos de algunos movimientos sociales y políticos. En el contexto de, por un lado, una progresiva efervescencia y descontento social frente a instituciones cada vez menos representativas y por tanto relativamente ilegítimas y, por otro, de una ausente crisis de hegemonía, es en donde se ha ubicado la praxis castrense de reconocimiento y colaboración en materia de DD.HH.
Esto puede poner sobre la mesa algunos antecedentes básicos del porque las FF.AA aún son cuestionadas en su rol colaborativo con el poder civil para clarificar el tema de los DD.DD y atenuar el dolor sus familiares; en resumidas cuentas de todo chileno que estime este problema como uno presente y de imprescindible solución. Ello puede, a la vez, explicar de algún modo la razón por la cual aún existen militares involucrados en violación a los DD.HH en servicio activo; la motivación que llevó a Cheyre a apelar a la conmiseración también de los violadores a los DD.HH hoy cumpliendo condena; o sencillamente porque aún después de 23 años siguen saliendo a la luz pública eventos o funcionarios militares involucrados directa o indirectamente en la tortura y desaparición de los que fueron considerados enemigos, mas no adversarios políticos.
La pregunta de perogrullo que surge , de la base que lo anterior tiene algún asidero en la realidad, es ¿Cuál es el camino a adoptar para someter al poder civil, mas no solo formal o corporativamente, sino que también ético, las instituciones castrenses? Sin duda creo que un buen punto de partida es comenzar desde los inicios de la carrera militar.
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