No hemos sido capaces de discutir la violencia de la propia ley, su rol impositivo, y el origen de facto. La cobardía predomina, entre quienes apuestan por cambios con estabilidad, y entre aquellos que resguardan sus intereses con la mezquindad de siempre, sea de izquierdas o derechas.
Qué duda cabe la concurrencia a tiempos convulsionados, a circunstancias en cadena que plantean conjeturas trascendentes, a pulsaciones vigorosas, que antes invisibilizadas hoy tienen relativa expresión colectiva, que de tenue pasó a predominar en el espacio público. De relativo descuido, desde el discurso oficial a la conversación más vulgar, la violencia toma posición. Sí, violencia. En democracia.
Nadie pudo ser indiferente a la detonación de un artefacto explosivo en un concurrido centro comercial, cercano a una estación de tren subterráneo, a inicios de septiembre en Santiago. De un momento a otro los servicios de emergencia se dispusieron a concurrir al lugar. Día laboral, a plena luz. Heridos. Los medios en el lugar de los hechos. Al acecho. La televisión, sus noticiarios, de la inferencia, la imprecisión, buscando la oficialidad de la información.
La calificación del hecho mencionado, en tanto perspectiva jurídica, se indicó como terrorista, a base de la Ley No. 18.314, la cual determina conductas terroristas y fija su penalidad. Nada extraño en virtud de los antecedentes, sea por actos de similares características, como del rol de la autoridad gubernamental. Aun cuando el instrumento legal citado naciera de la deliberación de la Junta de Gobierno presidida por Augusto Pinochet, haciendo uso, goce y disposición de las prerrogativas del régimen autoritario.
Bajo el marco anterior, más una serie de modificaciones estrictas, Chile se allanó al enmudecimiento de todo aquello que atentara a la concordancia de una elite. No supo integrar el disenso, todo aquello que fuera adversativo al acuerdo, aun cuando fuera socialmente legitimo.
Una vez más, la seguridad, la paz social y el orden han sido vulnerados, poniendo en entredicho la función de vigilancia, control y resguardo del bien común. He ahí el Estado, en un estado de problema. Problema que no advirtió, pero que aún no advierte, menos define. En tanto, en el discurso la violencia se posiciona, desde lo estrictamente jurídico.
Colaborativos del poder público para este caso, en ese ya característico rol de custodios y controladores de agenda, los medios de comunicación, en su selección temática, concurren a dar cobertura desde la lógica criminal y punitiva, sin determinar, con criterio de independencia y sustancia investigativa, los factores subyacentes. El cosmético tratamiento y la mera interpelación a la cuña, son suficientes para brindar a las audiencias un marco informativo menor. La quietud de las audiencias no sólo evidencia su mera recepción, también la alarma y el miedo.
El temor se plasma en testimonio, sea en el relato de las víctimas. Sólo aquí tiene espacio una queja frente a la violencia de aquellos insurrectos y beligerantes. En los contenidos de la prensa y los medios de comunicación, la mujer adulta mayor nunca tuvo momento para manifestar su desacuerdo ante un bajo salario, extensas jornadas de trabajo, precarias condiciones laborales o mal trato. Ni antes, menos ahora, el joven calcinado.
No hemos sido capaces de discutir la violencia de la propia ley, su rol impositivo, y el origen de facto. La cobardía predomina, entre quienes apuestan por cambios con estabilidad, y entre aquellos que resguardan sus intereses con la mezquindad de siempre, sea de izquierdas o derechas. Ninguno ha puesto a disposición la más mínima opción por asumir la grieta que fractura a Chile, desde la desesperanza absoluta a la opulencia con la cual se luce un modelo.
La prensa no ha reflexionado la violencia como una manifestación política, en el sentido de que presumiblemente persiga fines justos, aun cuando se ejerza con medios legitimados normativamente. Como lo indica Walter Benjamin, cabe hacer presente cómo el fin justo y medio legítimo parecen describirse desdibujados, en contradicción irreductible a manos de los hechos, quedando en el ojo crítico del colectivo social ponderar los actos según su fin. La opinión y acción de la autoridad ya la sabemos.
Aquí no está en juego la capacidad de un ministro ni su agencia en exclusiva, para la aplicación de la ley. Tampoco la función de los tribunales en el esclarecimiento de los sucesos. Aquí está presente la validez para definir la violencia como acto político, en donde la reivindicación, la búsqueda y la dispuesta tienen cabida, aun cuando se esconda en cada explosivo, heridos y muertes una alerta, la alerta de los que están al margen, no por voluntad propia, más sólo por la sistemática y continua decisión de no asumir con seriedad las ausencias y carencias de una sociedad compleja, que en su tránsito al desarrollo viene clamando justicia, inclusión y equidad.
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Foto: ΛЯΓΞ ΜỊЯΛЯΓΞ / Licencia CC
Comentarios
30 de septiembre
Es un análisis afortunado, si el autor me lo permite, insistiría en el carácter político del bombazo, no sólo es importante buscar a los ejecutores y compadecer a las víctimas (visión de la derecha), sino tal vez, lo más importante, es buscar los beneficiarios y perjudicados políticos con el bombazo. Las víctimas y el Gobiernos son abiertamente los perjudicados humanos y políticos, pero, la oposición política al Gobierno, aparecen a todas luces como los grandes beneficiarios del bombazo; están las condiciones para que defiendan sus tesis y promuevan sus candidatos, pero, si con el bombazo ganaron posiciones, luego, las debilitan con la investigación del grupo Penta y otros escabrosos enjuagues que lleva el Ministerio Público que la comprometen.
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