Si hay un concepto que define lo que fue la transición a la democracia en Chile es “la medida de lo posible”, lema con el cual la Concertación no sólo mantuvo y perfeccionó el modelo socio-económico impuesto por Pinochet a sangre y fuego, sino que, de ese mismo modo, miró las violaciones a los Derechos Humanos durante la dictadura: en la medida de lo posible se investigó y se llevó a cabo la justicia. Con cobardía, se aceptó a Pinochet como Comandante en Jefe del Ejército y luego como senador vitalicio. Incluso, el Estado de Chile, de manera vergonzosa, fue a defender al “senador” a Londres, perdiendo, quizás, la única posibilidad de ver al dictador tras las rejas.
A medias tintas, la Concertación cambió la justicia necesaria por una paz social superficial e inexistente; un cambio que sustentó la existencia de pactos de silencio que hoy se rompen de a poco. Recientemente, uno de estos pactos rotos ha dado inicio a un proceso de justicia necesario: el caso Quemados comienza a aclararse luego de casi 20 años. Esperamos que pronto se quiebre otro: el secreto del Informe Valech.Heredamos de Pinochet una Constitución que consagra una educación desigual, un Estado de manos atadas ante los todopoderosos privados, una salud denigrante para el que no tiene dinero y un largo etcétera. Llegó el tiempo de cambiar las cosas.
Así, los gobiernos de la Concertación hicieron un trueque lleno de autocomplacencia: silencio por gobernabilidad. Y nosotros, como sociedad, lo aceptamos obnubilados por los logros económicos. Las tarjetas de crédito, el poder de consumo, y la mayor facilidad de conseguir cosas materiales nos hizo anestesiar de a poco nuestra memoria reciente. Ya no importaban tanto las violaciones a los Derechos Humanos y la falta de justicia, sino que se volvía más prioritario el dinero y los beneficios que tenerlo implicaba. El modelo económico de la dictadura y la Concertación nos volvió esclavos de nuestras necesidades y de las ilusiones vendidas por el sistema. Ilusos, creímos que la prosperidad era más importante que los actos de justicia y nuestros ojos se nublaron con la falsa creencia de ser los jaguares, los “ingleses de Latinoamérica”; mientras el dictador y los civiles que lo defendieron y gozaron de su gobierno miraban cómo la infamia que trajeron a la patria, la brutalidad, los crímenes y la sangre que hicieron correr por nuestras calles se iban olvidando en medio de Tratados de Libre Comercio y carreteras concesionadas.
Creímos que las violaciones a los Derechos Humanos importaban tan poco, que en la elección presidencial de 1999 Joaquín Lavín, esbirro de Pinochet, un neoliberal de pies a cabeza, casi se convierte en Presidente de la República esbozando una blanquecina sonrisa en carteles que casi convencen a los chilenos. Quizás nos cueste, como país, reconocer lo indiferentes que hemos sido, durante la vuelta a la democracia, con la realidad de miles de chilenos desaparecidos, asesinados, y torturados. Quizás sea tiempo de hacer un mea culpa: como país dejamos que nos diera amnesia, vendimos nuestra memoria al brillo del oro neoliberal e hicimos vista gorda ante las heridas sangrantes de un Chile flagelado por 17 años de dictadura: porque el régimen de Pinochet no solo significa miles de víctimas, sino que familias completas buscando hasta hoy a su familiares y un sistema que exalta a la injusticia como valor.
Heredamos de Pinochet una Constitución que consagra una educación desigual, un Estado de manos atadas ante los todopoderosos privados, una salud denigrante para el que no tiene dinero y un largo etcétera. Llegó el tiempo de cambiar las cosas. El tiempo en que miremos nuestro pasado con la convicción firme de cambiar la manera en que todo se ha hecho: ya no más indiferencia, ya no más pactos de silencio, ya no más herencias de Pinochet.
Como Progresistas, creemos de manera firme en mover los límites políticos y sociales de este país y así, de una vez por todas, dinamitar la herencia del dictador en Chile. Creemos en cambiar las reglas del juego para tener una mayor democracia económica y política, para que todas y todos podamos estar representados en las instancias de poder de nuestro país. Que nunca más sean unos pocos gobernando para menos y, sobre todo, que chilenas y chilenos dejemos de mirarnos y actuar como clientes y comencemos a hacerlo en calidad de ciudadanas y ciudadanos de una patria que nos pertenece y podemos cambiar. Que no sea nuestro bolsillo lo único determinante de nuestro actuar, sino que podamos, a ciencia cierta, mirar al otro desde la empatía y, de ese modo, levantar el rostro para cambiar Chile de una vez y para siempre. Que ya nunca más nos gobierne la indiferencia y que no aceptemos, de ningún modo, los cantos de sirenas que nos invitan a dejar todo en manos de algunos iluminados que harán las cosas “en la medida de lo posible” o en un supuesto “realismo”, que no es nada más que no atreverse a cambiar la cara de este país de una vez por todas. Porque, al fin y al cabo, “no se trata de vivir mejor, se trata de vivir mejor juntos”.
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