Santiago de Chile, capital de la nación y de la Región Metropolitana, viven cerca de seis millones de persones, es decir, acá se concentra un 40% de la población chilena en solo un 2% del territorio nacional. Al centro de la Región Metropolitana, la comuna de Santiago se establece como sede de las principales fuentes de decisión, concentrando los poderes del estado, instituciones educacionales y servicios. Sus atractivas características atraen a una población residente que bordea a las 200 mil personas, y a una población de tránsito, aproximadamente 10 veces mayor, condiciones que aunque la nutren como núcleo urbano, contribuyen a la dilución de la vida en comunidad.
Tanto la elevada densidad poblacional, como la carencia de cohesión social, se constituyen como un eje central de la vulnerabilidad frente a cualquier amenaza natural o vinculada al accionar humano, que involucre la necesidad de evacuación expedita y ágil, incluyendo a incendios, terremotos, emergencias ambientales, y otras amenazas como disturbios sociales o explosiones, generando un riesgo inminente de amplificar el desastre al nivel de catástrofe.Por años las acciones de prevención se han enfocado en escaleras de emergencia para el escape de quienes tiene habilidades de desplazamiento, demarcadas zonas seguras invisibles para el no vidente, instrucciones por altoparlante, inútiles para el que no oye. ¿Acaso no sabemos que existen diferencias o no queremos compartir “nuestro” espacio?
Sobre esto, un riesgo mayor: el impacto de un diseño arquitectónico y vial insuficiente, que no se hace cargo de las limitaciones fisiológicas propias de una población que aumenta y envejece, pero envejece sin madurar, sobre un patrimonio con un fuerte componente individualista y cortoplacista, lo suficiente como para ignorar, cordialmente, las diferentes capacidades físicas de nuestra mixta ciudad.
Por años, las acciones de prevención se han enfocado en la persona promedio, escaleras de emergencia para el escape de quienes tienen eficientes habilidades de desplazamiento, zonas seguras demarcadas con invisibles colores para el no vidente, instrucciones por altoparlante, inútiles para el que no oye.
¿Acaso no sabemos que existen diferencias o es que no queremos compartir “nuestro” espacio?; al identificar su vulnerabilidad natural ¿Es correcto potenciarla con un comportamiento social digno de un hombre de hojalata? El desinterés social por incluir las potencialidades de quien tiene una limitación física o sensorial, es una imposición adicional de vulnerabilidad, y aunado a esto, ni siquiera trabajamos por ofrecer condiciones favorables para la evacuación oportuna, una cruel colusión de destrezas. De esto surge la pregunta: ¿Solo los sujetos promedio merecemos salvarnos de un desastre?.
Aunque es deber de nuestros representantes en el Congreso, de las autoridades regionales y comunales el trabajar por mejorar las condiciones de todas y todos y aunque todos les paguemos para que lo hagan; ni el paternalismo estatal, ni el chapulin colorado, son quienes deben rescatarnos del automatismo individualista, y de la visión utilitarista del espacio, somos nosotros, todos, quienes disfrutamos y sufrimos la ciudad, quienes no debemos esperar una política pública o norma para entendernos como parte de un grupo social que por muy itinerante que sea, requiere cohesión, y merece constituirse como una comunidad solidaria. La decisión de formar parte de la población diurna, nocturna, o temporal, que goza de los beneficios citadinos, también debe acompañarse con conductas que tributen para una mejor convivencia e inclusión, partiendo por dejar de naturalizar la vulnerabilidad social de las minorías.
Tanto la gran cantidad de habitantes jóvenes y profesionales residentes, como la presencia de variadas comunidades universitarias, comulgan en un perfil eficiente y emprendedor, por lo que la naturaleza misma del ritmo santiaguino, es un excelente sustrato para la construcción de una “cultura de seguridad e inclusión”, que trasciende a la rotación de cargos, autoridades y voluntarios que rescate la condición de vecino transitorio de la población estudiantil, y la involucre y considere como una característica de inversión constante y dinámica, en pro de la innovación, en el abordaje a las vulnerabilidades.
La identificación de riesgos, permite que los desastres sean previsibles y, por lo tanto, sus daños son potencialmente evitables. Considerando que las instituciones educacionales, grandes partícipes de la sobrepoblación en la zona central de Santiago, que hacen gala y énfasis al declarar su trabajo en la formación de profesionales integrales, con sentido social, en contacto con la comunidad; a ellas, que tienen además el potencial para trabajar continuamente en mejorar y minimizar las vulnerabilidades, se les llama a cumplir aquel proclamado rol social, a evolucionar de su carácter de usuario, e integrarse como comunidad, a generar instancias que incentiven y empoderen a su enorme capital humano, para gatillar la génesis de un nuevo constructo social, inclusivo y activo, que no solo involucre actores sociales, especialistas y autoridades, sino que sean garante de representar a las minorías y a todos los perfiles sociales que participan de la dinámica capitalina, resolviendo prioritariamente, la participación y seguridad de aquellos a los que se les llama “discapacitados”, siendo que nuestra infraestructura y comportamiento social, ha demostrado que es la masa de los “comunes, sanos o normales”, es la que ha sido ciega e inoperante.
La construcción o ampliación de comunidad, no se consigue en une evento, ni en una suma de ellos de forma aislada. Es un proceso que requiere de diálogo, comunicación, transversalidad, y en su constitución, los réditos de la intervención universitaria en la comunidad, sin duda adquirirían un carácter simbiótico espontáneo.
Educar en responsabilidad social, ofrecer oportunidades de mantener un rol participativo, en pro del mejoramiento continuo de las condicionantes de vulnerabilidad en el contexto ciudadano en el cual se desenvuelven las distintas comunidades estudiantiles, concientizar y materializar el discurso, sembrar sentido de pertenencia, organización, y cohesión. Generar educación recíproca entre los distintos saberes propios de los habitantes, estudiantes, profesionales o técnicos, y la institucionalidad, a fin de coordinar, y evitar catástrofes que agreden, en muchos casos de forma exclusiva, a quienes tienen menores ventajas físicas o sensoriales.
Urge resignificar y dignificar los espacios públicos, así también nuestras diferencias como parte de la riqueza, aprender de la historia, e invertir en evolucionar nuestras características de identidad.
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