Estar en contra de los empresarios es lo mismo que estar en contra de los trabajadores, y ambas posturas son un absurdo político y operativamente obstructoras para el desarrollo del país.
Las relaciones entre trabajadores y empresarios en los últimos cuarenta años en Chile, han estado marcadas por una brutal desigualdad en la distribución de poder en total detrimento para los trabajadores.
Este largo período se ha dividido en 17 años de una dictadura militar-cívica de (ultra) derecha y en 23 años de una democracia «imperfecta», determinada por los amarres dictatoriales.
En el primer período se sentaron las bases de una desigualdad consagrada en un Estatuto de los Trabajadores de 1979, que sonroja al más obcecado de los conservadores; entre otros despropósitos y a vuelo de pájaro: derecho a huelga, pero con la condición de reemplazo de los trabajadores en huelga; derecho a una negociación colectiva parcial y delimitada, con el sólo afán de fragmentarla de modo que se produzca una atomización de las organizaciones sindicales. A esto se agrega una represión sistemática desde el mismo Estado totalitario, encarcelando, torturando y asesinando a los dirigentes sindicales.
Así pues, mientras este escenario dantesco marcaba, literalmente, con sangre, sudor y lágrimas el mundo sindical, parte importante del gran empresariado convivía alegremente con la dictadura, protegido por el eficiente aparato represor de la dictadura.
En los 23 años de postdictadura, las relaciones han sido, por decirlo menos, turbulentas, y, a pesar de los esfuerzos de las administraciones concertacionistas para mejorarlas, han continuado temerariamente muy asimétricas en beneficio aún de los empresarios.
Este esfuerzo, además, ha sido imposible de institucionalizar por la correlación de fuerzas en el Parlamento que arroja automáticamente un empate político debido al sistema binominal de elecciones, pieza clave en la perpetuación del statu quo pinochetista.
Por otra parte, el estacionamiento de la imagen pública del empresariado en una suerte de pinochetismo trasnochado, impide, no sólo en la conciencia colectiva de los trabajadores sino de toda la ciudadanía, sacarla de este anquilosamiento y claustro ideológico.
Tanto es el desprestigio social que padece el gran empresariado por su identificación con el pinochetismo, que se usa como arma política desde partidos a la izquierda de la Nueva Mayoría (ex Concertación), desacreditando a sus figuras emblemáticas, como el socialista ex Presidente Ricardo Lagos; o a la candidata a la presidencia, Michelle Bachelet, se la acusa de ser la «candidata del empresariado».
En esto último hay que poner los puntos sobre las íes. Tanto el empresariado como los trabajadores son vitales y esencialísimos para el desarrollo de un país. Y esto es una obviedad, pero hay que decirlo: Ni los trabajadores ni los empresarios deben tener más ni menos poder. El empresariado en Chile representa el 25% del PIB (el Estado el 18%), y los trabajadores son los que hacen posible esa riqueza. Ambos agentes sociales contribuyen en partes iguales al desarrollo del país. Estar en contra de los empresarios es lo mismo que estar en contra de los trabajadores, y ambas posturas son un absurdo político y operativamente obstructoras para el desarrollo del país.
La tarea pendiente en la distribución de poder entre trabajadores y empresarios, es corregirla, de tal forma que quede estricta y rigurosamente igualitaria. En esta labor se requieren esfuerzos tanto de los trabajadores como de los empresarios, pero especialmente del Estado que debe hacer guardia, y abogar para que el acercamiento sea viable y los resultados positivos para todos.
En una sociedad moderna y desarrollada la distribución de poder entre trabajadores y empresarios es simétrica, y está institucionalizada en un diálogo social regularizado y sistemático. Esto ha hecho posible unas relaciones laborales estables, con paz y cohesión social. Chile no tiene porque ser una excepción a esta realidad.
La propuesta de la candidata del bloque Nueva Mayoría, Michelle Bachelet, en esta área propone la titularidad de la negociación colectiva a los sindicatos de trabajadores; la inscripción automática del trabajador a los sindicatos para brindarle, y asegurarle, protección; y el fin del inoperante y perverso MULTIRUT, que sólo ha servido para mutilar los derechos laborales más básicos. Enhorabuena.
No obstante, Chile necesita un nuevo Estatuto de los Trabajadores. Es tan impresentable como estratégicamente inoperante para el Chile actual que, después de 23 años de democracia, esté vigente el Estatuto de los Trabajadores de 1979, diseñado a la carta por la dictadura para vaciar de derechos laborales a los trabajadores. Por lo tanto, un nuevo Estatuto de los Trabajadores es tan importante y necesario como una nueva Constitución.
Chile es uno de los países más desiguales de la OCDE. Corregir esa obscena desigualdad en la repartición de la riqueza comienza con la reforma que ha propuesto al país Michelle Bachelet, y termina -para empezar un nuevo periodo de equilibrio en la distribución del poder entre trabajadores y empresarios- con un nuevo y democrático Estatuto de los Trabajadores. Sin una nueva Constitución y sin un nuevo Estatuto de los Trabajadores, la (sagrada) paz social -tan necesaria para el desarrollo económico- podría sufrir una fractura irreparable. En las manos, y en la voluntad política de todos los actores sociales, está impedirlo.
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