No tenía grupo político lo que lo convertía en un ministro relativamente huérfano en tierra de leones: mucha gente lamentó su caída, pero pocos realmente estaban dispuestos a pagar un costo político en su nombre (con la sorprendente y corajuda excepción de Patricio Walker).
Finalmente el ministro Harald Beyer ha sido destituido en un escenario absolutamente predecible. Para muchos, era de los hombres más preparados en la materia. ¿Por qué entonces el más “idóneo” para liderar el proyecto educativo nacional termina en el peor de los escenarios: la destitución? Para los partidarios del ministro la causa es muy sencilla: el revanchismo politiquero. Eso puede ser cierto, pero la verdad es que una explicación como esa no ayuda mucho a entender por qué cayó.
La salida de Beyer, injusta como lo señalé anteriormente fue causa de un error de juicio permanente en este gobierno. Nuestro presidente muestra un temerario desprecio por el oficio mismo de la política. Desde 2011 a la fecha y gracias a la exitosa movilización de los estudiantes, el tema de la educación cobró novedosa prioridad para los chilenos. Al ritmo que el tema hacía eco en bocas de millones, también caía la popularidad de un gobierno que se veía particularmente inoperante. Educación se transformó así en un campo de debate político clave para la sociedad chilena y el futuro del gobierno. Entonces, vino la decisión que el hombre a cargo fuese un académico, no un político.
Harald Beyer, en su calidad técnica, más que política, careció de habilidad para administrar cinco escenarios claves. Primero, no fue capaz de modificar la percepción pública y mostrar al gobierno de Sebastián Piñera lo suficientemente competente como para montar una revolución educativa nacional sin precedentes como la exigida por la ciudadanía. Segundo, fue incapaz de defender exitosamente la idea que el sistema universitario en realidad está mejor de lo que parece y el problema radica en el pre-escolar, básico y medio.
Gozaba de ciertas pruebas: una universidad chilena entre las 200 mejores del mundo (y con la segunda, Universidad de Chile, a pocos lugares de entrar en idéntico grupo); otro ránking mostraba que 4 de las 10 mejores universidades latinoamericanas son chilenas y que, en otra fuente, una escuela de economía nacional se encumbraba sorprendentemente entre las 100 mejores del mundo.
Tercero, falló en trazar vínculos con sectores menos ideologizados de la sociedad que entienden que el problema es más complejo que la fórmula estatal, gratuita y de calidad. Después de todo, educación estatal y gratuita existe en Chile, y el que no sea de calidad no es un capricho de nadie, sino pura incompetencia.
Cuarto, estuvo cuestionado por actores relevantes: los rectores, los estudiantes universitarios, las encuestas de opinión y el Colegio de Profesores. Con la prensa no fue particularmente asertivo, como en esta entrevista con Tomás Mosciatti.
Quinto, no tenía grupo político lo que lo convertía en un ministro relativamente huérfano en tierra de leones: mucha gente lamentó su caída, pero pocos realmente estaban dispuestos a pagar un costo político en su nombre (con la sorprendente y corajuda excepción de Patricio Walker). En resumen, un ministro aislado, con demasiados flancos abiertos, rodeado de francotiradores hambrientos y con poco instinto (político) para construir mayorías.
Para bajar el telón, y, concluir, los intelectuales no siempre son los llamados a defender sus ideas en contextos políticos y sociales complejos. Ahora, tras la tormenta, no queda más que comernos el polvo, aprender la lección y decir con firmeza #fuerzabeyer.
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